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Gerardo Young - Código Stiuso

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Gerardo Young Código Stiuso
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    Código Stiuso
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    ePubLibre
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    2016
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Razonar hacia atrás

El impacto no llevó más que pequeñísimas partículas de un segundo. En ese instante inaccesible para el ojo humano, el proyectil penetró la piel a tres centímetros por encima de la oreja derecha, destruyó grasas, la delgada capa muscular que protege a los huesos, perforó el parietal, arrastró más tejidos y, casi en simultáneo, por su onda de choque, provocó la inflamación instantánea de todo el cerebro, que se preparó para recibir al proyectil y a los microscópicos fragmentos de huesos astillados, que avanzaron como una bola de fuego, haciendo trizas vasos sanguíneos y más tejidos hasta finalmente acabar por penetrar en el cuerpo cerebral, en la masa encefálica que aguardaba el impacto pero que no pudo más que deshacerse en una hemorragia absoluta, oceánica, la masa transformada en un globo de agua blanca y viscosa que se reventó al mínimo contacto de esa extraña invasión de poder y furia: la maldita bala.

Una maldita bala de siete gramos impulsada por una pistola Bersa calibre 22.

Una maldita bala ejecutada por una pistola sostenida por la mano de una persona.

Una maldita bala, en el mundo real. En la Argentina más auténtica y secreta. En una torre de supuesto lujo, en Puerto Madero. Una bala que quedó adentro de la cabeza de Alberto Nisman, fiscal especial de la Nación, de 51 años, padre de dos hijas, un hombre de poder que acababa de denunciar a la Presidenta de los argentinos y ahora estaba allí, en el baño de su torre, en calzoncillos, cubierto de sangre, con el cerebro hecho líquido. Fue la mañana del domingo 18 de enero de 2015. Cuando comprobamos que estábamos solos.

La conmoción que provocó esa bala durará mucho tiempo. Todos supimos de la maldita bala. Todos nos supimos involucrados en su trama demasiado oscura, una trama que no nos gusta y que habla mal de nosotros, como país y como sociedad. Entonces quisimos comprender. Queremos hacerlo. Necesitamos hacerlo. Y nos pusimos, cada uno de nosotros, en detectives. Que lo mataron, que se suicidó, que la bala fue ejecutada por él pero a pedido de otros. Se discutieron pruebas. Se razonó y se tiró la razón al demonio. Muchos pensaron: digan lo que digan, a Nisman lo mataron. La resolución del enigma pasó a ser un acto de fe. Creer o reventar, la Argentina se confirmó como una superstición. Porque ya no hay certezas. Ni en pericias, ni en escenas de la muerte, ni en la morgue, ni en la Justicia. Todo puede ser adulterado. La desazón es la que nos gobierna.

¿Qué hubiera hecho él, Alberto Nisman?

Los fiscales, como los científicos, buscan indicios o pruebas y las analizan. Aplican el método deductivo. Primero intuyen resultados y elaboran hipótesis. Luego van descartando sospechas hasta dar con la verdad o la mayor aproximación posible a la verdad.

En el camino, hay muchas trampas. La principal: los hechos obvios son engañosos. Más aún cuando en el medio hay espías. Los espías, ya lo veremos, no buscan arrimarse a la verdad y gustan moverse entre la confusión y el caos.

Pero al mismo tiempo, la mejor hipótesis es la más fácil de probar. La que tiene la mayor cantidad de indicios a su favor. El problema es que eso no significa que sea la hipótesis correcta. A veces hay que excluir hasta lo imposible. Recién allí, lo que queda debe ser lo apropiado.

Lo más importante del método deductivo es arrojar una hipótesis y pensar en los peldaños que llevaron a esa idea. O como le hizo decir Conan Doyle a Sherlock Holmes: «Hay que razonar hacia atrás».

Para hacerlo, necesitamos información. Para razonar hacia atrás hay que recorrer los días previos a la bala y hasta los años previos a la bala.

Alberto Nisman investigaba el atentado terrorista más grave de nuestra historia. Tenía cuarenta empleados, oficinas amplias y un presupuesto millonario. Era un hombre poderoso. Y el miércoles 14 de enero había denunciado nada menos que a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner de cometer un delito gravísimo: encubrir el asesinato de 85 personas.

Razonar hacia atrás. ¿Cómo estaba Nisman? ¿Cuál era su estado emocional? ¿Era capaz de disparar la bala? ¿O acaso sabía que preparaban su muerte?

Primera pista: estaba extremadamente nervioso. Más nervioso que nunca. Sobreexcitado. Sobrepasado, tal vez. Hay un montón de indicios que lo demuestran y que ya iremos repasando. Por ahora alcanza con uno. La tarde después de su denuncia, Nisman se reunió con un grupo de diputados. Entre ellos estaba Patricia Bullrich. Ella le preguntó por la denuncia y lo escuchó un largo rato. Nisman solía ser un hombre acelerado, pero ese día parecía realmente sobregirado. Movía los párpados, movía la boca, parecía estar adentro de una licuadora mientras le daba detalles de la investigación y le contaba de las escuchas telefónicas y de las medidas que pensaba tomar. Parecía imparable. Bullrich observó que Nisman, además, no la miraba. O que no podía mirarla, porque que sus ojos iban y venían, por momentos hasta se cerraban. La diputada lo tomó del brazo, de la muñeca. Le presionó la muñeca durante largos segundos para que él supiera lo que ella estaba haciendo. Le estaba llamando la atención, le pedía que la mirara, que se detuviera de una buena vez. Cuando finalmente Nisman fijó su mirada en ella, Bullrich le dijo:

—Tenés que bajar un cambio.

Hay que razonar hacia atrás. No debe ser nada fácil denunciar a un Presidente por un delito tan grave. La reacción del gobierno después de su denuncia fue descomunal. Funcionarios, legisladores, medios. Lo acusaron de mentiroso, de infame, de payaso, de inútil o de delincuente. Y era sólo el principio. El lunes 19, Nisman iba a presentarse en el Congreso para mostrar su denuncia y allí iba a tener que verse cara a cara con los furiosos diputados que defendían a Cristina. La tensión debió ser infinita. Apabullante.

¿Pero estaba solo Nisman? No. No lo estaba. Hacía mucho tiempo que no lo estaba. Hacía muchos años que había dejado de ser un fiscal como cualquier otro, para sumergirse en un mundo que no era del todo suyo. Y en ese otro mundo tenía a su lado a un hombre que es fundamental para entender no sólo su muerte, sino también a la Argentina y lo que ha quedado de la Argentina. Un hombre que es el verdadero protagonista de este libro.

Antonio Horacio Stiuso.

Aldo Stiles.

Jaime. O Jaimito.

El Ingeniero.

Nombre real y apodos de un espía. Del mejor y el peor de todos los espías. Que trabajó de espía del Estado desde diciembre de 1972. Que lo hizo toda la vida. Que fue un factor fundamental, desde las cloacas de la Nación, de una herramienta de poder formidable y secreta, con códigos nunca escritos, códigos que fueron y que son su marca. El código Stiuso. Al servicio de los Presidentes. De presidentes de la dictadura y democráticos. De presidentes radicales, peronistas, de ideologías de las más variadas o sin ideologías. Ya lo iremos conociendo, de a poco. Ya iremos sabiendo de él.

Por ahora alcanza con saber que Jaime estaba al lado o adelante o detrás de Nisman. Al menos desde hacía diez años.

¿Hablaron en esas horas de vértigo y locura? Hay al menos dos llamados de Nisman hacia él.

Dos llamados desde el Nextel de Nisman hacia el Nextel de Jaime. Dos llamados que tal vez hubiesen cambiado la historia.

Pero ya está. Lo que pudo haber pasado no cuenta. El cuerpo de Nisman está bajo la tierra. Nos queda razonar hacia atrás.

Buscar allí, en la historia de Jaime y en la historia del organismo que lo convirtió en lo que es, la Secretaría de Inteligencia. O la SIDE, o como quieran llamarla. Porque las cloacas todavía mandan. Porque la Argentina todavía se gobierna desde allí, desde el poder de lo que no se muestra.

Razonar hacia atrás es, ahora, la única manera de acercarnos a la verdad. Las dos personas que conocen el secreto no van a ayudarnos. Uno porque ya no existe; el otro porque es invisible.

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