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FEDE - A nú buen amigo Manuel Lorente Garcia, de Sevilla, en prueba de agradecimiento por sus sinceras criticas y acertadas sugerenci

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A nú buen amigo Manuel Lorente Garcia, de Sevilla, en prueba de agradecimiento por sus sinceras criticas y acertadas sugerenci: resumen, descripción y anotación

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LAS ANGUSTIAS DE DON GOYO

Por José Mallorquí

A mi buen amigo Manuel Lorente García , de Sevilla, en prueba de agradecimiento por sus sinceras criticas y acertadas sugerencias.

J. MALLORQUÍ

CAPITULO PRIMERO

REUNIÓN DE HOMBRES FAMOSOS

Walter E. Beers miró inquisitivamente a Lewis Mascarott cuando éste entró en la sala donde estaban reunidos los cuatro hombres.

—No recuerdo haberle invitado, Mascarott —dijo Beers—. Y no tome mis palabras como una ofensa. Se trata de un asunto muy particular y reservado a los cuatro aquí presentes.

—Ya sé que mi retrato no figura en el grabado —replicó Mascarott—. No tuve nada concreto que ver con la muerte de Aznar, aunque yo fui quien lo empujó hacia su desesperada aventura a la que ustedes pusieron, fin. Creo que el peligro en que ustedes se encuentran se halla compartido por mí.

—No veo qué relación puede haber entre usted y nosotros —dijo Beers.

Mascarott dejó sobre la mesa en torno a la cual se sentaban los otros, una cartulina doblada en cuatro. Era un ejemplar más del grabado que presentaba a Jesús Aznar y sus asesinos. Encima de la casa donde se había iniciado la tragedia se veía, pegado, un retrato de Mascarott. Dos grandes equis cruzaban los retratos de Nadeau y Keller.

—Me han incluido en la cuenta —dijo—. La casa era mía y yo era la víctima elegida por Aznar el día en que cometió sus dos primeros crímenes. Me han enviado este ejemplar por correo. Significa que yo también estoy destinado a correr la misma suerte que sus amigos. He decidido hacer algo y no dejarme asesinar como un conejo; pero tal vez sea más conveniente que todos unamos nuestras fuerzas contra ese enemigo. Yo puedo serles útil y ustedes pueden ayudarme a mí.

—Mis amigos desconfían de usted —dijo Beers, interpretando acertadamente las suspicaces miradas que sus tres amigos dirigían a Mascarott—. Pero yo no desconfío. Me he tomado la molestia de estudiar su pasado y creo que, realmente, el vengador de Jesús Aznar le odia más que a nosotros.

—El que presente ese grabado con su retrato pegado en él no demuestra que lo haya recibido —dijo Samuel Rowan—. Puede haberlo preparado él. ¿Cómo iba, otro, a procurarse un retrato del señor Mascarott?

—Hace poco me retraté y recogí varias copias del retrato. De ese retrato, precisamente. No me falta ninguna copia. Sin embargo, el fotógrafo me ha explicado, hace un momento, que alguien encargó varias copias más, diciendo que iba de mi parte. El fotógrafo lo creyó porque no es corriente que la fotografía de un hombre de mis años interese a otro hombre, y menos en cantidad.

—¿Qué cantidad? —preguntó Rowan.

—Seis —contestó Mascarott—. Una para este aviso —señaló el grabado— y las cinco restantes para figurar en los que se vayan dejando sobre los cadáveres.

—Creo que no nos conviene formar un grupo demasiado compacto —dijo Walter E. Beers.—. Si el vengador es uno solo, uniéndonos facilitamos su tarea. Nos tiene agrupados y puede elegir la víctima más conveniente. En cambio, separados le obligamos a moverse en distintas direcciones, a trabajar más y a descubrirse en seguida. No soy partidario de formar un aterrado grupo de borregos.

—Tampoco yo —dijo Mascarott—, pero tengamos en cuenta que desunidos no podremos presentar la suficiente fuerza al ataque. No pretendo que permanezcamos agrupados e inmóviles. Prefiero atacar.

—¿A quién? —preguntó Samuel Rowan.

—Al autor de los crímenes.

—¿Sabes quién es? —preguntó Beers, interesado.

—Sí. El hijo de Jesús Aznar.

—Es lo que suponíamos nosotros —dijo Beers, poniendo su esperanza de descubrir algo interesante—. Pero ¿existe el hijo de Jesús Aznar?

—Yo le conocí hace unos ocho o nueve años —dijo Mascarott.

—Puede haber muerto —objetó Meyer.

—¿Quién sino él podría tener interés en vengar a Aznar? —preguntó Mascarott.

—Yo creo que se trata de cruzar un arenque ahumado y rancio por la buena pista a fin de que los sabuesos se desvíen. Alguien tenía alguna cuenta pendiente con Nadeau y Keller y quiso echar las culpas sobre un imaginario vengador de Aznar. —Mayer se abanicó el rostro con un periódico. Luego siguió—: He vivido mucho en California y he comprendido que los californianos son muy dados a las fantasías. Herencias españolas. Lo que en otro lugar no admitiría ni un segundo de atención, aquí es aceptado a pies juntillas. Han matado a dos hombres. Se han encontrado sobre sus cadáveres un par de grabados de los que se imprimieron en los tiempos de Aznar y ya todos dan por cierto que un vengador trata de castigar a los que pusieron fin a las hazañas de aquel bandolero. Lo más probable es que tal vengador no exista.

—Entonces, ¿por qué se han reunido ustedes? —preguntó Mascarott.

—Porque también nosotros estamos infectados de ese veneno californiano —dijo Rowan—. No obstante, la pura razón nos dice que el asesino o los asesinos de nuestros amigos tratan de desviar hacia otros lados las sospechas de las autoridades. Y precisamente en el hecho de que ahora, y no antes, le incluyan a usted en la lista de las víctimas, está la prueba más palpable de que todo es un simple intento de engañar al público y a la Ley.

—Quisiera ser tan optimista —dijo Mascarott.

—Está bien claro —admitió Beers—. Yo, como práctico en estos asuntos, reconozco que el señor Rowan está en lo cierto. Hablar de un vengador de Jesús Aznar que limitara sus actividades contra los que terminamos con Aznar y descuidara al señor Mascarott, sería ingenuo, porque si existe un verdadero culpable, ese es usted, Mascarott Los demás recogimos los frutos que usted sembró.

—Eso es mucho decir —protestó Mascarott.

—No ganamos nada peleándonos —dijo John Rose—. Ni tampoco tratando de averiguar quiénes son los culpables o no culpables. Eso es lo de menos. Lo importante es saber si se trata de una venganza o de un truco.

—Sólo puede existir una persona interesada en vengar a Jesús Aznar —dijo Mascarott—. Esa persona es su hijo, que ahora debe de tener de dieciocho a veinte años.

—¿Y el «Coyote»? —preguntó Rowan.

—Ese no hubiera esperado tanto —replicó Mascarott—. Habría actuado antes. Mi opinión acerca del hijo se basa, principalmente, en el tiempo que ha transcurrido. El chico necesitó esos años para crecer y hacerse hombre capaz de usar un revólver.

—¿Dónde está el muchacho? —preguntó Beers.

Mascarott se encogió de hombros.

—Nunca se supo qué fue de él. Pero si hubiera muerto se sabría. Lo más probable es que alguno de los viejos californianos lo amparase impulsado por un sentimiento nacionalista o por amistad hacia el padre.

—¿Qué amigos podía tener el padre? —preguntó Beers—. ¿No era un pequeño propietario?

—Sí —respondió Mascarott, sentándose frente a los otros—. Era un pobre campesino; pero su mujer... —la voz de Mascarott tembló ligeramente al recordar la arrebatadora belleza de Lucía Hernández. Carraspeando, siguió—: Su mujer pertenecía a una buena familia bastante poderosa. Al fin y al cabo no fue Aznar el único que murió acribillado. Su mujer también estaba allí.

La sugerencia de que podían ser los parientes de Lucía los que estaban vengándose en los que además de matar a Jesús Aznar mataron también a su esposa, cayó sobre los otros como una inesperada y tremenda sorpresa.

—Ellos la repudiaron —dijo Beers—. No sería lógico que ahora quisieran vengarla.

—Otra peculiaridad de los californianos y de sus antepasados, los españoles, es su poca afición a que los extraños intervengan en sus asuntos privados. Ellos pueden repudiar a un pariente y, sin embargo, salir en defensa de él si un extranjero se atreve a molestarle u ofenderle. Tal vez algún descendiente de Lucía ha esperado estos años para crecer lo suficiente y alcanzar las armas para la venganza. Tenemos varias posibilidades y no debemos despreciar ninguna de ellas por inverosímil que parezca.

—¿Y qué pistas existen o subsisten al cabo de tantos años? —preguntó Samuel Rowan.

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