Martin Rees - En el futuro: perspectivas para la humanidad
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- Libro:En el futuro: perspectivas para la humanidad
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2018
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En el futuro: perspectivas para la humanidad: resumen, descripción y anotación
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De lleno en el Antropoceno
Hace años, conocí a un famoso magnate de la India. Sabiendo que yo tenía el título inglés de «astrónomo real», me preguntó: «¿Elabora usted los horóscopos de la reina?». Le contesté, con cara seria: «Si ella quisiera uno, yo soy la persona a la que se lo pediría». Parecía ansioso de escuchar mis predicciones. Le dije que la bolsa fluctuaría, que habría tensiones en Oriente Próximo, y cosas por el estilo. Prestó una atención impaciente a estas «ideas». Pero entonces me sinceré. Le dije que solo era un astrónomo, no un astrólogo. De repente perdió todo interés en mis predicciones. Y con razón: los científicos son pronosticadores horribles… casi tan malos como los economistas. Por ejemplo, en la década de 1950, un astrónomo real anterior dijo que los viajes espaciales eran «una absoluta tontería».
Los políticos y los abogados tampoco tienen una respuesta sólida. Un futurólogo sorprendente fue F. E. Smith, conde de Birkenhead, amigote de Churchill y lord canciller del Reino Unido en la década de 1920. En 1930 escribió un libro titulado The World in 2030. Había leído a los futurólogos de su época; imaginaba que se incubaría a los bebés en matraces, coches que volarían y fantasías de este tipo. En cambio, predecía un anquilosamiento social. He aquí una cita: «En 2030 las mujeres inspirarán todavía, por su buen juicio y sus encantos, a los hombres más capaces para que estos alcancen cotas elevadas que nunca habrían conseguido alcanzar por sí mismos».
¡Con esto basta!
En 2003 escribí un libro que titulé Our Final Century? Mi editor en el Reino Unido eliminó el interrogante. Los editores americanos cambiaron el título a Our Final Hour. Mi tema era el siguiente: nuestra Tierra tiene cuarenta y cinco millones de siglos de antigüedad. Pero este siglo es el primero en el que una especie (la nuestra) puede determinar el destino de la biosfera. Yo no creía que nos eliminaríamos. Pero sí que seríamos afortunados si evitábamos colapsos devastadores. Esto se debe a tensiones insostenibles sobre los ecosistemas: somos muchos (la población mundial va aumentando) y exigimos cada vez más recursos. Y, lo que todavía es más preocupante, la tecnología nos confiere cada vez más poder, con lo que nos expone a nuevas vulnerabilidades.
Me inspiró, entre otros, un gran sabio de principios del siglo XX. En 1902, el joven H. G. Wells dictó una célebre conferencia en la Institución Real de Londres. Afirmaba que:
La humanidad ha hecho algo de camino, y la distancia que hemos recorrido nos da cierta percepción del camino que hemos de emprender […] Es posible creer que todo el pasado no es más que el principio de un principio, y que todo lo que es y ha sido no es más que el crepúsculo del alba. Es posible creer que todo lo que la mente humana ha logrado no es más que el sueño antes del despertar; de nuestro linaje surgirán mentes que llegarán hasta nosotros en nuestra pequeñez para conocernos mejor de lo que nosotros nos conocemos. Llegará un día, un día de la sucesión interminable de días, en el que seres, seres que ahora están latentes en nuestros pensamientos y ocultos en nuestras entrañas, se pondrán de pie sobre esta Tierra como nosotros nos podemos poner de pie sobre un taburete y se reirán y extenderán sus manos entre las estrellas.
La prosa más bien florida de Wells todavía resuena más de cien años después; se dio cuenta de que los humanos no somos la culminación de la vida emergente.
Pero Wells no era un optimista. También subrayó el riesgo del desastre global:
Es imposible demostrar por qué determinadas cosas no podrían destruirnos absolutamente y acabar con la historia humana […] y hacer vanos todos nuestros esfuerzos […] algo procedente del espacio, o la peste, o alguna gran enfermedad de la atmósfera, algún veneno soltado por la cola de un cometa, alguna gran emanación de vapor del interior de la Tierra, o nuevos animales que nos depreden, o alguna droga o locura ruinosa en la mente del hombre.
Cito a Wells porque refleja la mezcla de optimismo e inquietud (y de especulación y ciencia) que intentaré comunicar en este libro. Si Wells escribiera en la actualidad se entusiasmaría por nuestra visión ampliada de la vida y el cosmos, pero se sentiría incluso más inquieto ante los peligros a los que nos enfrentamos. Ciertamente, los riesgos son cada vez mayores; la nueva ciencia ofrece enormes oportunidades, pero sus consecuencias podrían poner en peligro nuestra supervivencia. Son muchos los que están preocupados porque avanza tan deprisa que ni los políticos ni el público profano pueden asimilarla o estar al día.
El lector podría pensar que, puesto que soy un astrónomo, la inquietud acerca de las colisiones de asteroides me mantiene despierto por la noche. En absoluto. De hecho, esta es una de las pocas amenazas que podemos cuantificar… y estar seguros de que es improbable. Cada diez millones de años, aproximadamente, un cuerpo de unos pocos kilómetros de diámetro chocará con la Tierra y causará una catástrofe global; de modo que hay unas pocas probabilidades entre un millón de que tal impacto tenga lugar durante la vida de un ser humano. Existe un número mayor de asteroides más pequeños que podrían causar una devastación regional o local. El evento de Tunguska, en 1908, que arrasó cientos de kilómetros cuadrados de bosque (afortunadamente despoblados) de Siberia, liberó energía equivalente a varios cientos de bombas atómicas de Hiroshima.
¿Podemos estar prevenidos de estos aterrizajes de emergencia? La respuesta es que sí. Hay en marcha planes para crear una base de datos del millón de asteroides mayores de 50 metros que potencialmente podrían cruzarse con la Tierra, y para seguir sus órbitas de manera lo bastante precisa para identificar aquellos que podrían acercarse peligrosamente. Con el aviso de un impacto, las áreas más vulnerables podrían evacuarse. Una noticia todavía mejor es que sería factible que desarrolláramos naves espaciales que podrían protegernos. Un «empujoncito», dado en el espacio varios años antes del impacto amenazador, solo tendría que cambiar la velocidad de un asteroide unos pocos centímetros por segundo para desviarlo de un rumbo de colisión con la Tierra.
Si calculamos una prima de seguros de la manera usual, multiplicando la probabilidad por las consecuencias, resulta que vale la pena gastar unos cuantos cientos de millones de dólares anuales para reducir el riesgo de asteroides.
Otras amenazas naturales (terremotos y volcanes) son menos predecibles. Hasta el presente no hay manera creíble de prevenirlos (o incluso de predecirlos de manera fiable). Pero hay una cosa tranquilizadora sobre estos acontecimientos, como la hay con respecto a los asteroides: su ritmo no está aumentando. Es aproximadamente el mismo para nosotros que el que había para los neandertales… o de hecho para los dinosaurios. Pero las consecuencias de dichos acontecimientos dependen de la vulnerabilidad y del valor de la infraestructura que está en riesgo, que es mucho mayor en el mundo urbanizado de hoy en día. Además, existen fenómenos cósmicos de los que los neandertales (y, de hecho, todos los humanos anteriores al siglo XIX) no se habrían dado cuenta: llamaradas gigantes del Sol. Estas desencadenan tormentas magnéticas que pueden alterar las redes eléctricas y las comunicaciones electrónicas en todo el mundo.
A pesar de estas amenazas naturales, los peligros que deberían preocuparnos más son los que engendran los propios humanos. Ahora estos se ciernen mucho más graves, se están haciendo más probables y potencialmente más catastróficos con cada década que pasa.
Ya hemos tenido la suerte de librarnos una vez de ellos.
En la época de la guerra fría, cuando los niveles armamentísticos aumentaron más allá de toda razón, las superpotencias podrían haber dado un mal paso hacia el Armagedón debido a la confusión y a cálculos erróneos. Era la era de los «refugios nucleares». Durante la crisis de los misiles cubanos, mis compañeros estudiantes y yo participamos en vigilias y manifestaciones, nuestro estado de ánimo aliviado solo por «canciones de protesta», como la que tenía esta letra de Tom Lehrer: «Iremos todos juntos cuando vayamos, todos bañados por un resplandor incandescente». Pero nos habríamos espantado mucho más si nos hubiéramos dado realmente cuenta de lo cerca que estuvimos de la catástrofe. Se comentó que el presidente Kennedy había dicho que las probabilidades eran «entre una de cada tres e igualadas». Y, hasta mucho tiempo después de haberse retirado, Robert McNamara no declaró sinceramente que «estuvimos a un paso de la guerra nuclear sin darnos cuenta de ello. No es mérito nuestro que nos libráramos; Jrushchov y Kennedy tuvieron suerte y también fueron sensatos».
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