David esperaba solo y en silencio. Tenía la vista perdida y despreocupada. Las vacaciones de verano se le habían terminado. Contrariamente a lo que pudiera suponerse, David se sentía feliz y encantado por ello. Estaba sentado en una de las incómodas sillas de la sala central del aeropuerto de Tampa. Se le notaba ansioso por regresar, aunque tan solo eran las seis de la tarde y su vuelo tenía prevista la salida para las ocho y cuarto. Todavía tenía que esperar casi dos horas hasta poder embarcar. Se resignó a su suerte. Su avión tenía establecida la hora de aterrizaje en el JFK neoyorquino para las once y diez minutos de la noche. Muy probablemente no llegaría a su apartamento, situado en Brooklyn, hasta después de la medianoche.
David Goodwill exhibía claramente en su cara los efectos del sol de Florida. Su tez morena era la prueba innegable de que él había cumplido con su parte. Sin embargo, su imagen exterior mostraba un rostro pensativo y ausente. Estaba profundamente inmerso en sí mismo, sumergido por completo en sus pensamientos.
Estas vacaciones no habían sido lo que externamente aparentaban ser. Impuestas por sus jefes, con la complicidad encubierta pero manifiesta de su propia madre, él las aceptó porque ya no le quedaban recursos para poder seguir negándose a hacerlas. Llevaba cuatro años con falsas excusas cuando le hablaban de ello.
Las vacaciones comenzaron como una especie de penitencia forzada. David sabía que entre todos le habían obligado a tomarse tres semanas de descanso. Habían logrado separarle veintiún días de su trabajo. Lo que nadie conocía es que también habían intentado apartarle quinientas cuatro horas de su secreta pasión, y eso él, no iba a permitírselo a nadie.
David había pasado las tres semanas en el Hyatt Regency Westshore. Había frecuentado la piscina tan solo durante una hora cada día, pero le había resultado suficiente. Primero, consiguió cambiar el tono lechoso de su piel blanca por un rojo cereza encendido. Poco a poco, el rojo viró hasta un tono bronceado que era del todo inédito en él. No podía recordar otra época de su vida en la que hubiera podido presumir de ese color en su piel. Estaba orgulloso de su logro. Le iba a resultar altamente convincente.
Continuaba esperando a que anunciaran el embarque de su vuelo. Mientras tanto los pensamientos se le agolpaban en la cabeza. Al final tendría que reconocer que las vacaciones no habían resultado un tiempo perdido. Era verdad que le habían retrasado las pruebas, pero también era evidente que había podido repasar y profundizar en las investigaciones teóricas de su proyecto.
David había cumplido los treinta y tres años el pasado mes de mayo. Se había licenciado en Física a los veinticinco. Nunca había tenido novia y nunca había perdido una hora de sueño por ninguna chica. Él sostenía que tenía muchas otras cosas por las que pasar las noches en blanco. Era un amante de la ciencia. Se había sentido atraído progresivamente por ella desde que comenzó a tener uso de razón. A los nueve años decidió que cursaría la carrera de Ciencias Físicas y lo cumplió. Ahora era un asiduo devorador de todas y cada una de las revistas de información técnica que salían al mercado.
La obsesiva pasión que le quitaba el sueño, desde hacía más de cuatro años, había comenzado al leer un artículo en una de esas revistas de información científica. La publicación presentaba ampliamente los últimos estudios de la cosmología sobre el principio antrópico de la vida. La lectura del articulo había abierto en David una serie interminable de inquietudes y había decidido comenzar a profundizar en todas ellas. En estos cuatro años habían surgido nuevas teorías que ampliaban y complementaban los principios de la cosmología moderna. Él mismo, apoyándose en todas ellas, había empezado a desarrollar la suya propia.
Nadie sabía lo que estaba haciendo. Pero estaba a la vista de todos que casi no dormía ni descansaba. No se le conocían más diversiones que la de estar horas y horas sobre un montón de papeles y libros abiertos. Escribía y trabajaba con fórmulas que nadie a su alrededor era capaz de comprender. Cuando se le preguntaba algo sobre ello, aparentaba no oír nada y se mantenía ausente. Esa era la verdadera razón por la que había sido obligado y casi castigado a tomarse esos días de descanso.
David trabajaba en la «Whitehall Research Corporation». Recibió muchas ofertas al terminar su carrera universitaria, pero él se había decidido finalmente por la «Whitehall». El peso que decantó definitivamente la balanza de su decisión sucedió por azar. Se enteró casualmente durante las conversaciones iniciales que en la «Whitehall» disponían de un ordenador cuántico en desarrollo embrionario. Además, le contaron que nadie se atrevía a utilizarlo.
David comenzaba su jornada laboral a las ocho y media de la mañana. Sin embargo, él llegaba cada día a la oficina poco después de las siete. Terminaba su jornada a las cinco y media, pero raras veces se marchaba antes de las ocho de la tarde. Verdaderamente su trabajo le gustaba, pero no hasta ese punto. La razón para esa jornada tan extensiva era que en la oficina disponía de todas las herramientas necesarias para proseguir con sus investigaciones. Lo hacía antes y después de su horario normal. Además, ya nadie le preguntaba nada porque era inútil hacerlo. Había conseguido ganarse una merecida fama de «sabio loco», y eso a él le iba de perlas. Después, cuando regresaba a su apartamento, continuaba con sus teorías hasta la medianoche. Dormía menos de seis horas y volvía a marcharse hacia la oficina.
Sin embargo, en estas tres últimas semanas todo había sido distinto. Había avanzado mucho más de lo que podía haberse imaginado al comenzarlas. David había escondido con habilidad una cantidad respetable de libros y apuntes entre la ropa de su equipaje. También se había llevado muchos cd’s. Aseguró a su madre que eran de música. La estratagema se había completado con la compra en Tampa de un potente ordenador portátil. Con todo su material disponible había logrado dedicar a su proyecto más de quince horas diarias desde el mismo día de su llegada al Hyatt.
Por los altavoces anunciaron la salida de su vuelo. Se levantó y recogió todas sus pertenencias. Le habían hecho mil preguntas sobre el portátil cuando pasó por los escáneres de inspección. Él había respondido solo lo justo. ¡Qué pesados eran esos controles! David estaba convencido de que no servían para nada en absoluto. Se dirigió a embarcar con la tarjeta en la mano izquierda.