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Francesc Marí
El aprendiz de artista
Notas
Castillo.
Además de ser uno de los referentes del turismo provenzal, Saint-Rémy-de-Provence es conocido, como otras ciudades de la zona, por su pasado romano y sus paisajes que cautivaron a muchos artistas del siglo XIX y principios del XX . Así como por ser el lugar de nacimiento de Michel de Nôtre-Dame, más conocido como Nostradamus.
Movimiento modernista que se caracteriza por el uso de líneas sinuosas y motivos vegetales.
Lo siento.
El pintor neerlandés, debido a sus problemas psiquiátricos, en los últimos años de su vida fue ingresado en diferentes sanatorios, como el de Saint-Paul-de-Mausole, en Saint-Rémy-de-Provence, al que llegó en 1889. De su etapa en esta ciudad nos quedan pinturas como Jarrón con lirios o La noche estrellada, entre otros.
Anticuario, chatarrero.
Bicitaxi.
Modelo icónico de la marca francesa, conocido en España como Citroën 11, fue presentado en 1934 y se fabricó hasta 1957. Durante la Segunda Guerra Mundial fue utilizado tanto por la Gestapo como por la Resistencia francesa, y, tras el conflicto, se convirtió en el coche favorito de delincuentes como el de la película Pierrot le fou o los de la banda criminal Le Gang des Tractions Avant, nombrada así por el coche que utilizaba.
Maurice Garin, italiano de nacimiento, pero nacionalizado francés de joven, fue el vencedor de la primera edición del Tour en 1903, y en la edición de 1953 fue invitado a participar en la salida. Curiosamente, en la edición de 1904 fue descalificado por hacer parte del recorrido en coche.
Bernard Quennehen fue un ciclista francés que ganó la etapa decimocuarta del Tour de Francia de 1953, que tuvo lugar entre las ciudades de Béziers y Nimes.
Mi historia comienza como… Bueno, mi historia empieza como la de cualquier otro, en el vientre de mi madre, pero no voy a remontarme tanto en el pasado. En realidad, todo empezó en la primavera de 1953. Después de años dedicado al estudio de las leyes —deseo expreso de mi padre, que al fin y al cabo fue el que costeó mi educación—, llegó el momento de emplearme y utilizar todo lo que había aprendido. Pero no fue como esperaba; a pesar del esfuerzo que había hecho mi familia, las cosas nunca son tan fáciles en una ciudad como Londres, y solo conseguí un pequeño empleo de mecanógrafo en un bufete; eso sí, uno de los mejores de la ciudad.
Sin embargo, por mucho que me esforzara, no llegaría a ningún lugar. Tenía los conocimientos, pero no la experiencia, por lo que acabé convertido en algo parecido a un ayudante o un secretario, nada más. Yo, que iba para juez, terminé por saberme de memoria todos los códigos postales del país y parte del extranjero.
Mis padres me consolaban diciéndome: «Por algo se empieza», o «Ya verás como al final se fijan en ti». Yo no quería desanimarlos, pero me temía que si se fijaban en mí fuera para un puesto en el departamento de correos.
Como he dicho antes, todo cambió en la primavera de 1953, y fue cuando pude decir que mi vida había empezado de verdad.
Todo sucedió muy deprisa. Yo regresaba de una de las largas y tediosas jornadas de trabajo cuando mis padres me recibieron entusiasmados…, incluso más de lo normal. Era hijo único, por lo que siempre me sentía acogido en el seno familiar como si fuera una bendición, como mi madre solía decir. Aunque, en ese caso, el motivo de euforia resultó ser otro.
A sabiendas de que mi trabajo en el bufete no era lo que podría llamarse «perfecto», mi padre —hombre trabajador y con recursos, no económicos, sí de contactos— había empezado a sondear a sus conocidos en el mundo de las leyes por si alguno de ellos tenía o sabía de un buen empleo para su hijo…, es decir, para mí. Y, por cómo me habían recibido en casa, la jugada había tenido algún tipo de resultado, solo faltaba ver cuál.
—¿Qué sucede? —pregunté casi asustado por la actitud de mis padres.
—Tú padre ha conseguido un…
El carraspeo de mi progenitor hizo que mi madre callara. Cuando se emocionaba no podía cesar su verborrea.
—Tienes razón, cariño, cuéntaselo tú. —No fue la aceptación de una orden, sino la concesión de una prerrogativa materna: las noticias, buenas o malas, siempre las daba ella…, excepto en este caso.
—Verás, hijo… —empezó a decir mi padre.
Aquí tengo que explicar que mi padre era un hombre parco en palabras —lo que se compensaba con el exceso de las de mi madre—, pero todo cambiaba cuando tenía que decir algo importante, entonces la explicación se convertía casi en un comunicado oficial del gobierno.
—… cuando nos contaste que no eras feliz con tu trabajo —continuó diciendo—, no pude más que arrepentirme por haberte obligado a estudiar abogacía.
Fui a protestar, a decir que yo lo había escogido, pero mi padre me interrumpió antes de empezar con un simple gesto de su mano.
—Sé que me dirás que fue elección tuya, y, mira qué casualidad, tu elección coincidió con mi deseo… Y ya sabes lo que opino sobre las casualidades y las coincidencias.
Yo asentí; él no creía ni en una cosa ni en la otra.
—Por ese motivo empecé a contactar con mis amigos y conocidos, incluso con algún familiar… —eso sí que era algo extraordinario en mi padre, un hombre que creía que a todos aquellos que vivían más allá de su puerta, como mucho se les podría clasificar como conocidos, a pesar de los vínculos de sangre—, con la intención de encontrar un empleo en el que, aunque fuera muy elevado, tú pudieras sentirte a gusto y trabajar con placer…
La frase terminó en el aire, haciendo que mi madre y un servidor estuviéramos a punto de subirnos por las paredes de la tensión.
—Y… —apuntó mi madre para que su esposo siguiera con su discurso.
Mi padre la miró de reojo y después volvió a dirigir la mirada hacia mí.
—Y, si quieres…, solo si quieres, puedes aceptar un nuevo empleo como secretario personal.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. No había estudiado para ello, pero cualquier cosa sería mejor que seguir pulsando las teclas de una vieja máquina de escribir para una docena de abogados pretenciosos… De esta manera, tal vez, solo lo haría para uno.
—Claro que quiero, papá —exclamé mientras mi madre me abrazaba. Si yo era feliz, ella también lo era…; esto era un sentimiento de alegría compartida que esperaba descubrir cuando también llegara la hora de convertirme en padre.
—Todavía no conoces los inconvenientes de este empleo —dijo sin tapujos mi padre cortando de raíz la emoción del momento.
—¿Tiene problemas? —pregunté desanimado.
—No se lo digas así, querido —le reprochó mi madre.
—De acuerdo, no son problemas…, son «peculiaridades» —aclaró él.
Yo no dije nada, no hizo falta, solo clavé mis pupilas en mi padre para que comprendiera que las quería conocer.
—Tendrías que hablar francés con soltura.
—Sabes que lo hago —repliqué.
—Tendrías que viajar.
—Siempre he querido conocer mundo —me defendí.
—Deberías encargarte de todas las cuestiones de tu jefe, legales o no.
—Para las cuestiones legales he estudiado, para el resto puedo adaptarme.
Mi padre me miró, mejor dicho, me escrutó. Era como si existiera una «peculiaridad» que se guardaba para él, como si no se atreviera a decirla.
—Dime, papá, ¿qué más hay? —pregunté.
—Bueno…, y esto es lo que no me acaba de convencer…
—¡Suéltalo ya, papá! —exclamé alzando la voz.
Mi padre, sorprendido por mi actitud, habitualmente apocada, confesó:
—Trabajarías para un artista.
Al escuchar aquella revelación me quedé sin palabras. No sabía si era algo bueno o algo malo, aunque comprendía por qué no acababa de convencer a mi padre que aceptara aquel trabajo.