I
Pedro de Pierrepont
Uno de los más nobles nombres de la vieja Francia, el de los Odón de Pierrepont, era llevado, y bien llevado, hacia 1875, por el marqués Pedro Armando, quien frisaba entonces en los treinta años, y venía a ser el último descendiente masculino de tan ilustre familia. Era el marqués uno de esos hombres que, por su bello y serio rostro, su gracia viril, su elegancia correcta y sencilla, hacía espontáneamente brotar de los labios esta frase de trivial admiración: tiene porte de príncipe.
Y en efecto, difícil hubiera sido figurárselo detrás de un mostrador, midiendo seda en un almacén o desempeñando otra profesión cualquiera que no fuese la de diplomático o la de soldado, que son, al fin, oficios de magnate. Por otra parte, habíase podido apreciar de qué fuera capaz el marqués de Pierrepont, vistiendo el uniforme militar, por cuanto en la guerra del 70 dio pruebas del más cumplido valor, volviendo pacíficamente, una vez terminada aquélla, a emprender su vida habitual de parisiense y de dilettante a que lo impulsaban tendencias, gustos, falta de ambición, y un poco también el deseo de complacer a cierta anciana tía, que no se contaba seguramente entre las fervientes admiradoras de la república.
Era esta tía la baronesa de Montauron, por su familia Odón de Pierrepont; cifraba en su apellido el más grande orgullo y era viuda y sin hijos, circunstancia que no la entristecía, puesto que, merced a ella, proponíase disponer a su muerte en favor de su sobrino, de los cuantiosos bienes que heredara de su difunto marido, dando por esta combinación nuevo brillo a los un tanto deslustrados blasones de su casa, porque sin que pudiera estrictamente decirse que los Pierrepont se hallasen arruinados, encontrábanse, de dos generaciones atrás, en menos que mediano estado de fortuna, sobre toda si se considera cuán grandes son las exigencias de la vida al uso de los tiempos que alcanzamos.
Una renta de escasas treinta mil libras fue todo lo que de la sucesión paterna pudo sacar el joven marqués, y si esta suma era suficiente para asegurar su independencia, no era bastante ni aun adicionada con el ligero suplemento que a título de aguinaldos dábale anualmente su tía, para llenar las necesidades de posición a que se veía obligado un hombre de su clase, representante de toda una estirpe de grandes señores. Ciertamente que la señora de Montauron, que tenía por su parte una entrada anual de muy cerca de cuatrocientos mil francos, habría podido muy bien no aguardar la hora de la muerte para dorar un poco el escudo heráldico de su sobrino, pero la dominaba una pasión todavía más decisiva que el orgullo de raza, y esa pasión era el egoísmo. Verdad es que la vida un tanto estrecha que las circunstancias obligaban a llevar a aquél, mortificaba grandemente la altivez de la vieja baronesa, pero, así y todo, no se resolvía a tomar sobre sí la obligación de mejorarla en algo mediante cualquier leve sacrificio impuesto a sus comodidades personales. Tenía esta señora, en la época de nuestro relato, cincuenta años, y según cálculos que hiciera sobre ciertas estadísticas de mortalidad, tenida en cuenta la longevidad de sus ascendientes, había venido a sacar en limpio que su existencia podría aún prolongarse cosa de treinta años, por término medio. La humillación de ver al último varón de su raza reducido a estado relativamente precario por tan largo espacio de tiempo, era para ella prueba penosísima, pero la sola idea de verse obligada a vender su casa de la calle Varennes o sus bosques de los Genets, presentábase a su imaginación cual rasgo de rematada locura, y, en su afán de conciliar sentimientos tan contradictorios, dio en la idea de mejorar la suerte del marqués por el único expediente posible, que era casarlo con una rica heredera.
Tal era el fin que perseguía con vehemente anhelo la señora de Montauron en los momentos en que principia esta verídica historia. Serias preocupaciones atormentaban a la baronesa acerca de que su hermoso sobrino, como ella lo llamaba, quien, por otra parte, era muy buscado en sociedad, sobre todo por las damas, se prestase fácilmente a abandonar su vida independiente y galante para doblar el cuello a la, marital coyunda, si bien debe observarse, como es bastante frecuente, que suelen ser aquellos hombres más llamados por sus atractivos personales a más rápidas conquistas de femeninos corazones, precisamente los que menos importancia dan a su envidiable fortuna: indiferentes hacia triunfos para ellos fáciles, carecen en general de esa fatuidad, de eso que pudiéramos llamar furor galante, característico en aquellos otros de sus congéneres cuyas victorias sobre el bello sexo débenlas únicamente a la constante lucha contra un modo de ser moral y físico en que no abundan como don natural los atractivos. Mucho se hablaba de los éxitos obtenidos en esas lides por el marqués de Pierrepont, si bien él, conduciéndose con caballeresca discreción, jamás confesó ninguno, por más que en lo que se decía mucho debía haber de verídico y auténtico; en resumen, no era un libertino, y aun puede asegurarse que había en él un fondo de seria dignidad que comenzaba a alarmarse de esos devaneos a que tarde o temprano lleva fatalmente la soltería.
Y como prueba de lo que venimos diciendo, manifestaremos que departiendo acerca de estos escabrosos particulares con el pintor Jacques Fabrice, a cuya casa solía ir por las tardes con el fin de tomar una taza de te y fumar un cigarrillo, se expresaba en estos términos el señor de Pierrepont, dirigiéndose a su amigo:
—¿Sabes lo que me pasa? Hoy cumplo treinta y un años.
—Hermosa edad—replicó el pintor, que dibujaba al amparo de la amplia pantalla de su lámpara.
—Es, en efecto, una hermosa edad—continuó el señor de Pierrepont—; es la edad en que el hombre se halla en la plenitud de sus facultades, pero es al mismo tiempo una hora crítica, una hora decisiva en la vida y sobre todo en la vida de un ocioso, de un simple dilettante como yo. Me encuentro en esa fatídica línea que separa la juventud de la edad madura... Si resbalo, en ese período de la existencia, llevando a él las pasiones y los hábitos de los pasados días, no puedo hacerme ilusiones sobre el porvenir que me espera... Me parece que tengo algunas nociones siquiera de honor y de buen gusto... además, profeso instintivo horror a todo lo que es falso y bajo... y, sin embargo, si me abandono al ciego destino en estos momentos de crisis, vislumbro un futuro que hiere todas mis singulares aprensiones... Entreveo en el horizonte amores de decadencia, una juventud artificial obstinándose en combatir en vano contra las advertencias y las humillaciones de la edad... secretas operaciones de tocador tan vergonzosas como inútiles... alguna vieja amante legítima in extremis... y otras mil cosas del mismo género, a las cuales, es cierto, amigo mío, que en nada me cedían cuanto a delicadeza, han concluído por resignarse mansamente... Pues bien, mi buen Fabrice, cuanto más reflexiono acerca del medio de escapar a este triste futuro, tanto más me convenzo de que no hay otro medio sino seguir la trillada senda de nuestros antecesores.
—¡Ah! ¡Ah!—dijo Fabrice.
—¡Naturalmente!—exclamó Pedro—; el matrimonio, sin duda que el matrimonio tiene sus inconvenientes, sus tristezas, sus peligros, pero, así y todo, es el mejor abrigo en que un hombre puede pasar tranquilo la vejez y aguardar la muerte sin deshonrar sus canas.
El pintor dio un hondo suspiro sin responder a Pedro.
—Dispénsame—le dijo su amigo—. Este asunto te enoja con razón. No debiera haberlo olvidado.
—Mi experiencia personal es muy triste a este respecto; tú lo sabrás, Pedro—contestó el pintor—; pero, después de todo, eso no quiere decir nada... Hice un matrimonio de loco... en fin, no me arrepiento, porque, al cabo, tengo a mi hija.