Jonathan Santlofer
El artista de la muerte
Kate McKinnon, 1
Ya antes de que todo se torciera ella tuvo el presentimiento de que sería un día nefasto. Le echó la culpa al dolor de cabeza con el que se había levantado. Pero incluso más tarde, a medida que el dolor de cabeza remitía, la sensación, casi una premonición, seguía presente. Aun así, logró llegar al final del día. Quizá, pensó, la noche sería mejor.
Se equivocaba.
– ¿Y si nos tomamos algo, un café, por ejemplo? -Él sonríe.
– Debería ir a casa.
Él mira el reloj.
– Sólo son las ocho y media. Venga. Te invito al mejor capuchino de la ciudad.
Ella acepta, quizá porque el dolor de cabeza ha desaparecido por completo, o porque el día ha salido mucho mejor de lo que esperaba o porque no le apetece estar sola, al menos no ahora.
– Caminemos un poco.
El aire nocturno es fresco y un poco húmedo. Ella tiembla bajo la fina chaqueta de algodón.
– ¿Tienes frío? -Él le rodea los hombros con el brazo. Ella no está segura de que quiera eso. Suspira de forma audible-. ¿Qué?
Ella sonríe débilmente.
– Nada, no lo entenderías – dice ella.
El comentario le irrita. ¿Por que no lo entendería? Él le aparta el brazo de los hombros -ella se pregunta por qué- y ambos recorren otra manzana repleta de restaurantes y edificios de piedra rojiza, en silencio, hasta que ella habla.
Quizá sería mejor que buscase un taxi para volver a casa.
Él la toma del brazo, la retiene con suavidad.
– Venga. Sólo un café.
– Creo que debería irme.
– Vale, pero te acompaño a casa.
– No seas ridículo, puedo volver sola.
– No. Insisto. Cogemos un taxi y nos tomamos un capuchino en tu barrio. ¿Qué te parece?
Ella suspira, no tiene fuerzas para discutir.
En el taxi, ninguno de los dos habla; él mira por la ventana y ella se observa las manos.
El Starbucks de la esquina está cerrado; dentro hay un chico fregando que les hace un gesto con la mano para que no entren.
– Mierda. Me apetecía tomarme un café. -Él la mira, triste, como un niño, y luego le dedica la mejor de sus sonrisas.
– Oh, vale. Tú ganas. -Ella también sonríe-. Pondré una cafetera.
Ante el portal, ella busca a tientas la llave y la introduce en la cerradura, pero la puerta se abre antes de que la gire.
– Todo se está viniendo abajo. Están construyendo y no paran de romperlo todo. Me quejaría al portero, pero no serviría de nada.
En la segunda planta tienen que rodear varias pilas de madera y suministros eléctricos.
– Creo que están uniendo dos apartamentos explica ella-. Supongo que para pedir un alquiler más alto. Llevan semanas así, el ruido me está volviendo loca.
En la tercera planta, descorre el cerrojo convencional y luego el de seguridad.
Él entra en el apartamento, se quita el abrigo de inmediato, lo deja caer en una silla. Ella piensa que se está poniendo demasiado cómodo. Él se sienta en el sofá: una capa de espuma gruesa cubierta con un llamativo estampado y cojines, que ella compró en la Catorce, uno con un retrato dibujado de Elvis, el otro con la imagen de Marilyn. Él pasa el dedo por los labios exageradamente rojos de Marilyn, hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás.
Ella se da cuenta de que todavía lleva el abrigo puesto, se lo quita, lo cuelga en un gancho que hay en la parte interior de la puerta principal, gira el pestillo y el cerrojo de seguridad.
– Pura costumbre -dice.
Sonríe, nerviosa, y se dirige a la kitchenette, un pequeño espacio rectangular del tamaño de un armario adosado al salón. Tira de una cadenita y una bombilla ilumina la minúscula nevera, una cocina de dos quemadores, un fregadero diminuto y un estante con una tostadora y una cafetera de filtro. Levanta la tapa de la cafetera, saca un viejo filtro marrón y lo tira al pequeño cubo de basura de plástico.
– ¿Te ayudo?
– No, gracias. Casi no hay sitio.
Ella nota que él la observa mientras prepara el café y toma conciencia de sus propios movimientos, del balanceo de su pelo. Quizá no ha sido buena idea invitarlo a tomar café.
Cuando ella regresa al salón se sienta en la silla de respaldo rígido que utiliza para la mesa del ordenador y se coloca frente al sofá.
– Enseguida estará el café.
Él la mira y sonríe, pero no dice nada. Ella juguetea con un hilo suelto del puño de la blusa e intenta encontrar una forma de romper el silencio.
– ¿Qué tal si pongo música? -Ella se incorpora, se dirige hasta el reproductor de cedés, colocado en el suelo en uno de los rincones-. Es mi único lujo.
Él cruza la habitación, se arrodilla junto a ella y saca un disco de la pila ordenada. -Por éste.
– Billie Holiday -dice ella mientras le quita el cedé de la mano-. Me mata.
«Me mata me mata me mata me mata me mata me mata…», las palabras resuenan dentro de él.
Por los dos pequeños altavoces se oye un clarinete y luego el gemido conmovedor e inimitable de Billie Holiday. Los primeros versos de God Bless the Child llenan la habitación de una tristeza inefable.
El la observa arrodillada a su lado, tarareando la canción con la cabeza ladeada y el pelo cubriéndole parte de la cara. Lleva toda la noche observándola, pensando en esto, planeando. Pero ahora no está seguro. ¿Volver a empezar? Ha pasado tanto tiempo… Ha sido tan bueno… Pero cuando alarga la mano y le toca el pelo, sabe que ya es demasiado tarde.
Ella echa la cabeza hacia atrás y se levanta de inmediato.
– Lo siento. No quería asustarte -dice él sin alterarse mientras ella lo mira.
Él disfruta viéndola moverse como una gata, nerviosa y asustadiza, pero cuando ella lo mira desde arriba, como si él fuera un ser inferior, ya no le parece para nada una gatita. Una descarga de ira le recorre el cuerpo; está preparado.
– Iré a por el café. -Ella se vuelve, pero él le agarra el brazo-. Eh -dice-, ¡basta ya!
Él la suelta, alza las manos en señal de tregua e intenta sonreír de nuevo.
Ella cruza los brazos.
– Creo que deberías marcharte.
Sin embargo, él vuelve a acomodarse en el sofá, entrelaza las manos detrás de la cabeza y esboza una sonrisa.
– No es necesario hacer una montaña de un grano de arena, ¿vale?
– A veces sí. Pero no me apetece hablar de eso ahora. No creo que lo entendieras.
– ¿No? ¿Y eso? Oh… un momento, creo que ya lo pillo.
– Vete, eso es todo. -Ella adopta una pose desafiante.
– Ya lo entiendo -dice él-. Yo soy el tipo malo y tú eres la víctima inocente. Oh, claro. Completamente inocente. -Se pone en pie-. Pues bien, te diré algo…
– Eh, cálmate -dice ella, intentando controlar la situación-. No pasa nada.
– ¿Nada? -repite la palabra como si careciese de significado.
«¡Hazlo!» -¡Un momento! -grita él.
– ¿Qué? -pregunta, aunque se da cuenta de que no le está hablando a ella y de que mueve rápidamente los párpados, como si estuviera en una especie de trance.
El da un paso hacia delante, con los puños cerrados.
Ella abandona la pose desafiante y corre hacia la puerta. Mientras lucha por descorrer los cerrojos, él se abalanza sobre ella. Intenta gritar, pero él le cubre la boca con la mano.
Entonces le tira de los brazos, le grita, le farfulla en un tono duro, irreconocible. Le extiende los brazos por encima de la cabeza. A ella le sorprende la fuerza de él, pero logra liberar una mano y golpearle en la boca. Un hilillo de sangre le brota del labio. Él no parece percatarse, la derriba, le aprisiona ambas manos bajo las rodillas para así tener los brazos libres y rasgarle la blusa y manosearle los pechos. Ella intenta golpearle, pero sus patadas se pierden en el aire.
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