Leonardo da Vinci
El regreso de
los dioses paganos
Gabriel Bernal Granados
iv
Estudio de caracteres
E n sus primeros años florentinos, siendo muy joven, y en sus años milaneses, ya en la madurez, Leonardo gustaba de caminar por las calles de estas ciudades con un cuaderno a la mano (¿lo llevaba en una bolsa que colgaba de su hombro o de su cintura, o resguardaba en uno de los pliegues interiores de su abrigo?). En estos cuadernos ll evaba a la práctica algo que siempre aconsejó a los pintores novicios: dibujar del natural aquello que llamara la atención del artista. Y a Leonardo le interesaban sobremanera las caras de algunas personas que encontraba en la calle. Estos dibujos llegaron a constituir un catálogo de caracteres, donde Leonardo puso de manifiesto su interés por las deformidades, del alma y del cuerpo. L a demencia que se presenta con la edad o la malicia que sirve de compañía a los personajes grotescos, todo esto fue motivo de interés y de estudio. Leonardo estaba convencido de que el movimiento interior –del alma– se reflejaba en el movimiento exterior –del cuerpo– y la cara era como una huella dactilar que definía no solo al individuo, sino situaciones particulares y emblemáticas.
Estas situaciones podrían traducirse en revelaciones de lo ine fable, que solo la imagen puede representar cabalmente. Revelaciones: sobre todo al final de su primera época florentina, y ya en la ciudad de Milán, bajo el cobijo que le proporcionó su trabajo en la corte de Ludovico el Moro, Leonardo parecía estar todo el tiempo en busca de ellas. Sus estudios de anatomía, y la habilidad exquisita que llegó a desarrollar en la práctica de la disección de cadáveres, tenían la finalidad de buscar eso que se encuentra oculto, bajo las capas de una serie superpuesta de tejidos. Primero la piel, luego los músculos, los huesos, los tendones, conectores y coyunturas, sistemas de arterias y venas, y por último los órganos internos, que funcionan a la perfección simulando una armonía, equiparable a con la que funciona la naturaleza a una escala mucho mayor.
Leonardo, pues, buscaba la revelación de ese misterio, que no se manifestaba a simple vista. Había que buscar con paciencia, al mismo tiempo que se invocaba la concordancia de los números. El asiento del alma. Si todo lo visible funciona a la perfección, orquestado de antemano según la exigencia de un reino que no es de este mundo, ¿cómo entonces podría funcionar el alma, una vez que se ha descubierto su secreto? El secreto se encuentra en la contemplación. Y para contemplar no queda más remedio que imaginar, disponer los elementos de ese escenario mental, de ese teatro de los acontecimientos donde todo se calcula y nada se deja al azar.
Leonardo dedicó especial atención a la deformación de los rostros de los ancianos: prognatos, mandíbulas desdentadas, narices ganchudas, arrugas en la piel y bolsas en los ojos, miradas que se pierden en el infinito de la decrepitud de sus cuerpos –mas no de sus almas–. Leonardo sentía respeto por algunos de estos personajes, a los que retrató con coronas de laurel ciñéndoles la cabeza. ¿Es respeto o ironía lo que sentía por estos personajes? Como siempre en la obra de Leonardo, no se sabe; no hay forma de confrontar estos datos con algunas de sus impresiones en sus cuadernos. Las impresiones más íntimas de su pensamiento, Leonardo las reservaba a la imagen. Estos dibujos son las auténticas anotaciones –revelaciones– que debemos buscar en las páginas de sus cuadernos. Sus anotaciones –realizadas de derecha a izquierda, siguiendo un orden especular que causaría sensación en escritores como Paul Valéry, quien procuró escribir a lo largo de su vida siempre frente a un espejo– funcionan en realidad como escolios, un acompañamiento que organiza y vuelve aún más incisivo el carácter de la imagen. Leonardo suponía que en el paso del tiempo, que se hacía notar de manera implacable en la naturaleza del rostro, tenía que haber un resabio de sabiduría, de ciencia oculta, de agua para saciar al sediento. Tal y como sucedió con Job, cuando lo perdió todo, se le llagó la piel y a su cuerpo lo cubrió el polvo; cuando esto le sucedió, Job fue en realidad capaz de ver más allá. “Cuando digo: Mi cama me consolará, / mi cama atenuará mis quejas; / entonces me quebrantarás con sueños, / y me turbarás con visiones. / Y así mi alma tuvo por mejor el ahogamiento” (Job 7, 13-15).
Los personajes deformados o grotescos de Leonardo quizá fueron apariciones de sus sueños funestos. Sabemos que tenía con cierta frecuencia pesadillas, de donde surgían visiones que consideraba premoniciones o augurios. Leonardo no dibujó sus pesadillas: las escribió (era un individuo habitado por un sinnúmero de contradicciones). Una vez, por ejemplo, se refirió a un sueño que tuvo siendo niño, cuando un ave rapaz le metió en la boca las plumas de su cola. ¿O fue su pico? Leonardo también soñó con un diluvio, que corregía todo lo malo que Dios había hecho sobre la tierra, arrasándola. A la relación de ese sueño le dedicó una muestra de su talento reprimido para la literatura:
El aire era oscuro por culpa de la densa lluvia que, descendiendo oblicuamente ante el empuje de los vientos, engendra ondas por el aire como si de polvo
se tratara (con la sola diferencia de ser tal inundación atravesada por las gotas de agua que caían). Su color
se teñía del fuego provocado por los rayos que hendían
y rasgaban las nubes; aquellas llamas descubrían los vastos piélagos de los valles inundados, que mostraban en sus vientres las inclinadas copas de los árboles.
En medio de las aguas veíase a Neptuno y veíase a Eolo envolviendo con sus vientos los árboles arrancados, que flotaban y giraban entre las inmensas olas. El horizonte
y el hemisferio todo aparecían turbios y encendidos por las llamas de las continuas centellas. Veíase a hombres y pájaros abarrotar los grandes árboles aún no sepultados por las dilatadas ondas, causa de las trombas que los inmensos abismos circundaban.
E l cuadro , si pensamos este sueño en términos plásticos, podría haberlo pintado Miguel Ángel o el amigo de Leonardo, Botticelli, por la cantidad de símbolos tomados de la mitología clásica que aparecen en él. También, piensan algunos comentaristas de la obra de Leonardo, esta relación pudo haber servido de guion para uno de los espectáculos que organizaba Leonardo en la corte de Ludovico el Moro. Nada más distante de este sueño que la quietud impenetrable de los paisajes rocosos que sirven de escenario a las pinturas más enigmáticas de Leonardo (todas, de alguna manera, lo son). Quizá las rocas, cuya acumulación caprichosa ha llamado tanto la atención de los críticos de Leonardo, salieron de sus sueños más profundos; tal vez son precisamente eso, emanaciones de un inconsciente que requieren de materialidad y asiento para dota r de vida sus significacio nes.
En los estudios preparatorios para Leda y el cisne (1505-1510), Leo nardo dibuja la cara de una mujer llena de gracia y hermosura, cuya cabellera rizada se enreda en forma de trenzas a la altura de s us orejas. Los rizos constituyen ecos remotos de esos remolinos que arrasaron la tierra en las pesadillas de Leonardo; pero también son las espirales que recrean el movimiento del agua y la espiral del tiempo. El tiempo y las constelaciones parecen recurrir a esta forma geométrica para hacer constar la naturaleza de su movimiento perpetuo: lo que se va, regresa, dando pie a la constancia de un movimiento sin finalidad aparente.
La primera obra formal de Leonardo, óleo y témpera sobre madera de álamo, es una Anunciación que representa el momento en que el arcángel Gabriel se le aparece a la Virgen María en el jardín de su casa para anunciarle la concepción de su hijo, Jesús. “¡Salve, muy favorecida! El Señor es contigo: bendita tú entre las mujeres” (Lucas 1, 28). La mano derecha del arcángel bendice a la Virgen con los dedos índice y medio, que simbolizan la unión de los propósitos del ángel y los de Dios; y en su mano izquierda lleva una azucena, símbolo de la pureza virginal de María. María, sorprendida, interrumpe la lectura de la Biblia, colocada sobre un atril, el cual a su vez reposa sobre un arcón ricamente labrado. La solidez del este contrasta con la ligereza de la tela que cubre la plataforma del atril (una nota característica del virtuosismo de Leonardo). María está sentada afuera de la puerta de una casa suntuosa, cuyas paredes, pintadas de verde, hacen eco del pasto del jardín y de los cipreses, erguidos al fondo como si fuesen las columnas de un templo invisible levantado a cielo abierto. Según la tradición hebrea, el ángel es un maguid , es decir, un portador de sabiduría que se aparece a ciertos individuos para instruirlos con su consejo. No resulta extraño, por tanto, que Leonardo hubiera pintado este tema en los inicios de su carrera: san Gabriel significa ‘el poder de Dios’, su fuerza, y en la iconografía cristiana se le reconoce por la indeterminación de su sexo.
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