Cuentos mágicos del sur del mundo
Ilustraciones: Andrés Jullian F. Dirección literaria: Sergio Tanhnuz P.
Dirección de arte: Carmen Gloria Robles S.
Diagramación: Equipo Diseño Ediciones SM Chile.
Producción: Andrea Carrasco Z.
Primera edición: mayo de 2004
Quinta edición: agosto de 2011
© Héctor Hidalgo
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Registro de propiedad intelectual: 89.416
ISBN Papel: 978-956-264-235-4
ISBN Digital: 978-965-264-888-2
Edición Digital: marzo 2012
Impresión: Maval Ltda.
San José 5862, San Miguel.
Impreso en Chile / Printed in Chile
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Índice
Alegres se desplazaban por el cielo los nuevos Hombres del Sur, desplegando sus brazos membranosos, dominando las distancias con sordos aleteos.
Y las estrellas, desde la profunda cuenca del espacio, se convirtieron en los únicos testigos de cómo unos hombres en el sur del mundo fueron capaces de recolectar el resplandor del horizonte.
–Por algo soy el Viento Oeste y saben que conozco mucho mundo. Pocas veces me aburro como ustedes: me gusta experimentar. Les prometo que hacer cosas diferentes, nuevas, es bastante entretenido.
–¡Acordado! –exclamaron todos los vientos impulsivamente.
Y de nuevo el eco regresó de las montañas, pero ahora con voces animadas y alegres.
Pronto comenzó la fiesta de los cuatro vientos. Cada uno retrocedió a su lugar de origen y desde allí se abalanzó hacia el centro del valle; hacia el punto donde se encontrarían para reventar en un poderoso abrazo.
El cielo se iluminó y nació por primera vez el relámpago. Un rayo recortó con violencia el espacio y se enterró en los arenales.
–¡Allá vamos! –gritaban los cuatro vientos. Y la Tierra se estremecía con las tormentas eléctricas, con los relumbrones de energía desbocada.
Nadie había para asustarse. Nadie estaba para admirarse. Nadie se sentiría dañado, porque nadie existía todavía. ¿Nadie? Un momento: cosas extraordinarias estaban sucediendo en todas partes. El cielo se empezó a nublar, no con polvo, sino con diminutas partículas de agua.
Los cuatro vientos decididamente habían perdido la compostura. Empujaron las nubes, se recostaron sobre su mullido lomo o se ocultaron en su espesura preparándose para otro encuentro.
Y de nuevo los relámpagos, los rayos, pero ahora algo más… ¡la lluvia! La primera lluvia sobre la reseca faz de la Tierra. A lo lejos las montañas se cubrieron de nieve, por las quebradas bajaron limpios hilos de agua que fueron uniéndose como brazos amistosos para formar los primeros ríos. Fue entonces cuando la Tierra se sintió palpitar como si fuera el único corazón con vida del Universo.
Pasaron los días, los años, los siglos, los milenios y los cuatro vientos se sentían muy regocijados cuando veían crecer las plantas, los árboles, las flores, los animales, siempre cerca de los riachuelos. Los cuatro vientos estaban muy dichosos por su nueva obra. Pero había mucho que hacer todavía. Era tal el trabajo pendiente, que casi no tenían tiempo para conocer en su totalidad la nueva creación que se multiplicaba por la Tierra, sola y maravillosamente.
Hasta que regresaron a sus conciencias las preocupaciones. Comprendieron que no serían capaces de cuidar lo que habían hecho, solos jamás lo lograrían. Entonces convinieron que debían colaborar para que naciera alguien que los ayudara a cuidar lo que tanto amaban. No querían por nada regresar a los ingratos tiempos de los turnos, cuando todo lo que hacían desaparecía sin dejar huellas ni recuerdos.
Y se reunieron de nuevo en el lugar que acostumbraban cuando había problemas importantes: en las montañas andinas, tan hermosas con sus cimas nevadas. Porque todo estaba cambiado: las quebradas recogían las vertientes y numerosos arbustos y animales convivían alrededor de aquellas aguas frescas y perfumadas. También los pájaros ensayaban los vuelos aprendidos de los vientos.
–¿Quién protegerá lo que hemos hecho? –comenzó a hablar el Viento Este, sintiéndose dueño de casa, porque había nacido en la cordillera de los Andes.
–No creo que lo sepamos todavía. Pero pienso que si en la Tierra ha crecido todo lo que hemos hecho, la Tierra es el lugar preciso para que formemos a nuestro guardián y nuevo compañero.
Así reflexionó el Viento Oeste, siempre muy sabio y conocedor de tantas cosas.
–¿Pero qué forma tendrá? –preguntó el Viento Norte, muy dispuesto a colaborar.
–La forma de nuestra sabiduría, de nuestros sentimientos, de nuestras alegrías –soñó el Viento Oeste y agregó–: bajemos a los valles como en nuestros mejores tiempos. Por el camino llenémonos de buenas intenciones; recordemos lo mejor de cada uno para fertilizar con nuestro espíritu, un puñado de tierra. Ya veremos los resultados; nada malo sucederá si le ponemos todo el empeño y la inspiración.
Así lo hicieron. Suaves soplidos de cuatro vientos fueron formando una figura. Cada soplido portaba un mensaje de viejos trotamundos. Cada vientecillo fue redondeando un cuerpo que lentamente se erguía desde la tierra y con la tierra.
Hasta que por fin apareció por primera vez la singular figura del Hombre de los Cuatro Vientos.
El hombre dio los primeros pasos, imprecisos, dudosos, pero tenazmente exploradores. Cuando sus ojos registraron el impresionante horizonte verde, plasmado de vida, cuatro vientecitos susurraron en sus oídos. Entonces el Hombre de los Cuatro Vientos apuntó con un dedo al árbol, al río, al pájaro, a la montaña y a cada uno le puso el nombre que ahora tienen.
Después se fue caminando hacia el bosque para seguir nominando las hierbas, los insectos y las flores silvestres. Al atardecer se sentía agotado.
En un claro del bosque vio un tronco caído como si fuera un animal dormido sobre la espesa alfombra del pasto. Se sentó estirando sus cansadas piernas sobre la hierba, apoyó la espalda en el tronco, sintiendo su reciedumbre protectora, y pronto sus ojos se cerraron, dejando abierta la invitación para que soñara con miles de trabajos y viajes, mientras cuatro suaves vientecillos refrescaban sus plácidas mejillas.
Una página en blanco muy difícil de llenar
El regreso de Venezuela fue para Gustavo todo un cambio de página. Una página en blanco muy difícil de llenar. Estaba tan acostumbrado a los mosquitos, al clima húmedo y caluroso, a animales distintos a los ya conocidos, a tantas plantas y árboles frondosos que verdeaban por donde dirigía la mirada, que lo que ahora lo rodeaba en Chile le parecía muy diferente.
Había pasado muchos años alejado del país. Por ello, se sentía torpe y distanciado de la gente, a tal punto que le costaba conversar con sus antiguos amigos. El tono venezolano de su hablar actual producía sonrisas y miradas curiosas entre sus alumnos de la Universidad. Pero, como tenía muchos deseos de integrarse, su empeño fue notable.