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José Donoso - La misteriosa desaparicion de la marquesita de Loria

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José Donoso La misteriosa desaparicion de la marquesita de Loria
  • Libro:
    La misteriosa desaparicion de la marquesita de Loria
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  • Año:
    1997
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La misteriosa desaparicion de la marquesita de Loria: resumen, descripción y anotación

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Once again to Zeltla
Capítulo uno
La joven marquesa viuda de Loria, nacida Blanca Arias en Managua, Nicaragua, era la clásica hija de diplomáticos latinoamericanos, de aquellos que tras una gestión tan breve como vacía en Madrid no dejan otro rastro de su paso por la Villa y Corte que una bonita hija casada con un título. Al caer el exótico régimen que exportó a Arias, éste se vio obligado a regresar a la patria que fugazmente lo había encumbrado, para cumplir allá un capítulo más de su oscuro destino.


Blanca se secó las lágrimas vertidas copiosamente en el momento de la separación de los suyos porque era muy mimada por ser la mayor y la más graciosa. Sin embargo, al poco tiempo de la partida de sus padres se había convertido ya en una europea cabal, sustituyendo esos ingenuos afectos por otros y olvidando tanto las sabrosas entonaciones de su vernáculo como las licencias femeninas corrientes en el continente joven, para envolverse en el suntuoso manto de los prejuicios, rituales y dicción de su flamante rango. Estos, Blanca lo sabía pese a sus escasos diecinueve años, constituían sólo una vestidura distinta -en el fondo, todo había sido tan fácil como descartar un huipil en favor de una túnica de Paul Poiret-, vestidura bajo la cual nada costaba ejercer otras libertades que, a condición de acatar ciertas reglas, toda dama civilizada, como ella lo era ahora, tiene derecho a ejercer.
Blanca se complacía en prepararse para ejercerlas bajo la coraza del elegante pero estrictísimo luto que, por el momento, no le permitía ni un ribete de raso ni un bies de seda. Esto le proporcionaba una especie de tregua para que desde el baluarte de su espléndida viudez, protegida por las rejas de las ventanas de su palacete, oteara el horizonte con el fin de elegir acertadamente aquello que más placer podía procurarle. Era joven, era rica, era hermosa: tenía tiempo de sobra para hacer las cosas bien. Y mientras en su languidez se preparaba para ello, ningún ojo intruso, ni el de la marquesa madre, tenía acceso a su alcoba de raso color fraise écrasée, para espiar su entrega a vagas ensoñaciones y roces practicados desde la infancia como ejercicio de su propia libertad, como afirmación y disfrute de sí misma. Estos retozos se prolongaron, en esencia sin dejar de ser lo que siempre habían sido, a lo largo de los cinco meses que duró su matrimonio con el opulento pero inexperto marquesito de Loria, cuyo lamentable fallecimiento se debió a una difteria atrapada a la salida de un lluvioso baile de carnaval al que asistió desacertadamente disfrazado de ícaro.
Blanca no conocía a otro hombre. Al salir del colegio de monjas donde la educaron, subió casi directamente al altar. Pero no sería verídico asegurar que sus cinco meses conyugales le descubrieron -como era de suponer debido a su cuidadosa educación, impartida tanto por las negras del trópico como por las monjas de España- apetitos desconocidos para ella: si queremos ser rigurosos, hay que precisar que Blanca había jugado con estos apetitos desde siempre, con primas y amiguitas, especialmente durante las siestas tórridas de las vacaciones en los amplios caserones de las tierras familiares del Caribe. Sin embargo, jamás se equivocó, dándose cuenta de que sólo se trataba de ejercicios preparatorios para lo verdadero: el futuro, sin duda, le reservaba esa plenitud, porque jamás dudó de su propia belleza, y por ser bella, lo sabía muy bien, tenía derecho a lo mejor en todo. Antes de su matrimonio era una niña. Esos cinco meses, mal que mal, la convirtieron en mujer. Pero no porque Paquito Loria resultara un amante diestro: flaco, pálido, de tez transparente donde destacaban fatigadas ojeras, poseía, sin embargo, la pecaminosa fantasía nacida de agotarse noche tras noche en la soledad de su lecho, en un internado de curas.
En el transcurso del baile en que la parejita se conoció, en un momento quizás calculadamente torpe del cake-walk, Blanca de pronto tomó conciencia de atributos tan bien proporcionados como férreos en el hasta ese instante aburridísimo marqués. Sin duda fue el satinado de sus lindos brazos de criolla o la ligereza de su talle libre de ballenas, que las manos del muchacho palparon entre los pliegues de la resbaladiza seda, lo que pusieron en evidencia las cualidades de Paquito. Y Blanca, para su capote, se dijo, cuando al segundo fox-trot se dio cuenta de que los atributos del marqués habían crecido hasta convertirse en algo seguramente insuperable:
–Es lo que he soñado toda mi vida.
Deslizándose en el siguiente fox, boquiabierta de admiración como frente a un monumento, codiciosa como frente a una obra de arte, Blanca concluyó:
–Lo quiero para mí.
No le costó gran trabajo conseguirlo. Paquito, igual que Blanca, venía saliendo del colegio, y el talle de esta exótica flor que exhalaba tan perturbador perfume fue, en buenas cuentas, lo primero diferente a sí misino que sus anhelantes manos encontraron. Su madre, la marquesa viuda, era una imponente señorona de casi cuarenta años. Pasaba parte de los inviernos en París y hablaba francés con acento sevillano, y castellano, por cierto, con acento francés. Como es natural, intentó oponerse a esta insignificante boda del lelo de su hijo, que ahora ostentaba el título y que el día menos pensado podía darse cuenta de que era su derecho disponer de la cuantiosa fortuna de la Casa de Loria. En lo que se refería a ella, su marido le había legado -y no era más que otra de sus cobardes venganzas- una pensión que, hablando mal y pronto, era una porquería.
Durante las visitas del joven marqués al piso de los acogedores diplomáticos que no se daban cuenta de que corrían el riesgo de perder a una hija -o se resignaban a perderla, puesto que disponían de otras cuatro beldades que iba a ser necesario colocar-, Blanca daba su elemental batalla en el rincón turco de la Residencia, sobre un canapé cuajado de cojines, el pebetero exhalando aroma de almizcle. Trabados por corpiños que defendían ansiosos senos, por camisas almidonadas que se resquebrajaban con la incomodidad de ciertas efusiones, por chalecos de piqué rasgados en un momento de pasión, por botones de polainas enredados en encajes cuando las bocas de ambos se hundían en sus anatomías, malamente disimulados por el último número de La Esfera o el tomo de narraciones de Hoyos y Vinent que fingían leer para engañar a los padres o a las hermanas envidiosas y fisgonas, conocieron milímetro a milímetro sus mutuas topografías sudadas de miedo y anhelo, el vaho caluroso de sus vértices vegetados, sus hendiduras y protuberancias hinchadas de amor, mientras sus bocas golosas se llenaban una y otra vez, sin saciarse jamás, con las fragantes carnes del otro. Se consolaban de que las circunstancias no fueran propicias para pasar más allá, diciéndose que era todo un estupendo simulacro para que cuando llegara el momento en que el amor total pudiera atravesarlos, tanto amago realzara lo que sin duda sería un asombroso premio.
Al acercarse el cumpleaños de su amada, Paquito le rogó a su madre que se dignara hacerle una atención a su amiga Blanca Arias. ¿Pero qué atención, por Dios?, clamó al cielo la marquesa viuda. Ella no conocía a esa gente. Les había dado su enguantada mano sólo una vez, cuando Paquita le presentó a la familia completa -Casilda Loria no titubeó en calificarlos de insoportables cuando más tarde su hijo le solicitó su opinión- durante el transcurso de una comida-jazz de beneficencia en el Palace. ¿Qué era lo que le estaba exigiendo su hijo? ¿No bastaría que le mandara un ramo de flores, una caja de confites de violeta?
¿Qué más podía hacer si no estaba dispuesta a enredarse con esa gente?
–Que los invites a nuestro palco en el Real.
Casilda Loria, irritada ante la utilización del posesivo al que por primera vez y evidentemente como medio de coerción echaba mano su hijo, dirigió su respuesta no a él sino a su gran y buen amigo el conde de Almanza, un.sportsman familiar de la casa, a la que lo unía un vago parentesco andaluz, y que lucía arriscados mostachos parecidos a los del laureado poeta don Eduardo Marquina:

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