CARL SCHMITT (Plettenberg, Westfalia, Imperio Alemán, 11 de julio de 1888 - ibídem, Alemania, 7 de abril de 1985). Fue un jurista, politólogo y filósofo jurídico conservador de origen alemán que está considerado como uno de los más influyentes pensadores políticos conservadores del siglo XX. Adscrito a la escuela del llamado realismo político, Schmitt escribió extensamente sobre la ejecución práctica del poder político, y sus obras han ejercido una gran influencia en la teoría política y legal europea.
Su trabajo continúa siendo tanto influyente como controvertido. Adscrito inicialmente al Partido Nazi y considerado el principal jurista del nazismo, fue posteriormente denostado por los propios nazis. La historia de las ideas políticas del siglo XX no sería la misma sin Der Begriff des Politischen (El concepto de lo político), no en vano considerado como El príncipe de Alemania desde su primera edición. Desde entonces, el entendimiento de la política como una distinción de amigos y enemigos no ha dejado de suscitar polémica.
INTERPRETACIÓN EUROPEA
DE DONOSO CORTÉS
I
«Los hombres de la Asamblea nacional alemana de Francfort, de 1848, querían fundar un imperio cuya existencia habría equivalido a una revolución europea». Esta frase es del año 1849. A su autor, Bruno Bauer aún habremos de referimos más adelante. Entre tanto, se ha fundado otro imperio, cuya existencia equivale a una revolución mundial.
La revolución de 1848 fue, en efecto, un acontecimiento europeo. Lo fue por su escenario geográfico, por la intervención de franceses, alemanes, italianos, checos y húngaros; por la mezcla de participación y ausencia de los ingleses y, más que nada, debido a la lucha por el sentido histórico-espiritual de esa conmoción, de tan graves consecuencias. Todas las componendas que el liberalismo europeo había ido logrando desde 1830 quedaron rotas de un solo golpe al advertirse los primeros síntomas de un movimiento proletario-ateocomunista. Apelando a consignas completamente nuevas, hicieron su aparición problemas enteramente inéditos bajo las formas de socialismo, comunismo, anarquismo, ateísmo y nihilismo. El sobresalto fue grande; pero el susto se pasó rápidamente. La tranquilidad, la seguridad y el orden públicos —quiere decirse aquí externos— pronto quedaron restablecidos. En el curso de año y medio fueron reprimidas las sublevaciones armadas. En Alemania y en la monarquía de los Habsburgos, el restablecimiento del orden se llevó a cabo de un modo histórico-legitimista; en Francia se produjo de manera plebiscitaria-cesarista. Sin embargo, la diversidad de las formas dinásticas o cesaristas de legitimidad fue un hecho secundario ante el tremendo hecho de que todos los pueblos y Gobiernos europeos se apresuraran en aquel entonces a cubrir con un velo el abismo que de modo tan terrible y repentino se había abierto ante ellos.
Los acontecimientos de esa época conmovieron a Donoso Cortés y determinaron su posición. Las opiniones que sobre los mismos manifestó en discursos, cartas y escritos —desde su célebre discurso sobre la dictadura, del 9 de enero de 1849— dieron a conocer su nombre en toda Europa y lo hicieron famoso. Sus amigos y sus adversarios le tenían por el más radical de los contrarrevolucionarios, por reaccionario exaltado y conservador, de un fanatismo medieval. Por lo demás, ni para Europa, en conjunto, ni para España, en particular, fue en modo alguno el único que, a raíz de la conmoción del año 1848, cambió de actitud, pronunciándose abierta e intransigentemente en contra del liberalismo y de la revolución. Por aquel entonces, numerosos liberales y liberaloides, moderados y constitucionalistas de todos los matices —a su cabeza el Papa Pío IX— cambiaron de rumbo, colocándose decididamente del lado antiliberal. Por ello pudiera parecer natural incluir también a Donoso entre éstos y caracterizarle, así como su obra, considerándolos como producto del terror del 48.
No creo que semejante interpretación y caracterización lleguen a percatarse cumplidamente de la importancia de Donoso. No es mi intención, a este propósito, entrar en el detalle de los datos biográficos. Los nexos históricos y psicológicos han sido estudiados en trabajos minuciosos. De éstos se desprende que pecaría de superficial quien, en el caso de Donoso admitiese una conversión producto del pánico o un viraje brusco. Ya antes de 1848 era conservador por su actitud política total y cristiano católico por su convicción religiosa. Él mismo califica la muerte de su hermano, acaecida en 1847, de punto inicial de una nueva etapa en su actitud interior. Si, a pesar de ello, no fue sino el terror del año 1848 lo que le elevó a su grandeza europea, ello no puede atribuirse a motivos psicológicos ni sociológicos de un género de psicología y sociología que restan importancia al pánico, considerándolo meramente como fenómeno patológico concomitante de un conturbado sentimiento de seguridad. Porque estas clases de psicología y sociología no son, en sí mismas, otra cosa que producto de un recuperado sentimiento de seguridad y fenómeno concomitante de un intermedio de seguridad ilusoria.
Al referirme aquí a Donoso, lo hago considerándolo como uno del reducidísimo grupo de los que, ante la conmoción de 1848, hallaron fuerzas para agudizar su intuición y dar la voz de alarma. Cien años nos separan de esa época. A lo largo de ese intervalo secular, la Humanidad europea se ha afanado con denuedo por olvidar los terrores de 1848 y eliminarlos de su conciencia. No le fue difícil. La prosperidad económica, el progreso técnico y un positivismo seguro de sí mismo se aunaron, provocando una larga y profunda amnesia. Tal vez ni siquiera habrían sido precisos tantos factores. Generalmente los hombres no suelen buscar ni la verdad ni la realidad, sino tan sólo la sensación de hallarse seguros. Tan pronto como el peligro del momento y el miedo inmediato han pasado, suelen contentarse con cualquier sofisma o banalidad, e incluso cualquier farsa es acogida con agrado con tal de que distraiga del terrible recuerdo. Sobre todo las intuiciones bruscas y fulminantes, que sólo se tienen en los momentos de peligro agudo, resultan entonces en extremo molestas y son desplazadas de la memoria, pues estorban el velo que cubre los terrores y oculta el abismo.
II
Sólo las experiencias de dos conflagraciones mundiales, la mezcla de guerra entre naciones y guerra civil universal, así como nuevos terrores de todo orden, han puesto a la Humanidad europea nuevamente en condiciones de reanudar el contacto con las enseñanzas reales del año 1848 y vislumbrar otra vez la luz de aquella época, que tan rápidamente se encendió para apagarse enseguida. Con razón se dice que la revolución de 1848 quedó detenida. Pero en la victoriosa irrupción bolchevique de 1917 ha vuelto a hacer su aparición con intensidad infinitamente mayor y, no obstante, como continuadora genuina de las ideas y fuerzas que existían y actuaban en la época inmediatamente anterior a 1848. La irrupción de 1917 no estaba fundada en ningún programa nuevo ni tampoco en una organización improvisada. Tenía una determinada constitución e incluso una carta constitucional: el Manifiesto comunista, que, elaborado en 1847 en Londres, Bruselas y París, estaba listo antes de que la revolución estallara abiertamente. Esta señal sólo pudo darse porque las fuerzas que condujeron al estallido de 1848 ya estaban efectivamente latentes con vigor y firmeza tales que, salvada una reacción de sesenta años, también pudieron dar la señal para la conmoción de 1917. Aquí, la continuidad es bien patente.
Ahora bien, en realidad, el Manifiesto comunista no es sino una parte de la lucha por el sentido de los acontecimientos de 1848 y de la actual situación de Europa. Sólo que aquí, en el caso del Manifiesto comunista, la continuidad es tan sorprendente e indiscutible que los autores socialistas y comunistas, como es natural, siempre pudieron hacer hincapié en ella de un modo especial, utilizándola como su argumento más eficaz. En la conciencia de continuidad radica una considerable superioridad, e incluso un monopolio, de los autores comunistas con respecto a los demás historiadores, que no consiguen orientarse ante los sucesos de 1848, y, a causa de esta incapacidad suya, pierden el derecho de esbozar una imagen de la actualidad. Grande es el apuro de los historiadores pertenecientes a la burguesía. Por un lado, desaprueban la represión de la revolución, pues no quieren pecar de reaccionarios; pero, por otra parte, se congratulan del restablecimiento de la tranquilidad y seguridad como de una victoria del orden. Ya en 1848 las contradicciones internas de semejante actitud eran evidentes y estaban en la conciencia de todos. Mas en el ínterin y a lo largo de dos generaciones se permitió que, con engaño propio, fueran relegadas al olvido. Hoy se impone el hecho de que la situación espiritual de 1848 no sólo es actual para una interpretación socialista y comunista. Es parte del oscurecimiento que se produjo en la segunda mitad del siglo XIX el que las continuidades no socialistas, y con ellas nombres ilustres, cayeran en olvido.