SIGUIENDO LA LUNA
¿Les gustan las películas de terror? A mí no mucho... De hecho, nunca he visto una y no creo que lo haga, porque ¡qué intenso! Bueno, la cosa es que me acordé de esas películas porque hace algunos días con mi papá recreamos una.
Resulta que mi tío Carlos invitó a toda la familia a pasar un fin de semana en su casa en el campo, así que partimos. ¡Hicimos mil cosas entretenidas! Nos bañamos en la piscina hasta quedar bien arrugados (ustedes ya saben por qué pasa eso cuando estamos mucho rato en el agua), inventamos juegos, prendimos el fogón de leña y usamos palitos para asar esas malvas blancas que parecen nubecitas (marshmallows. Tuve que buscar cómo se escribe). Todo iba bien hasta que, una de las noches, a los adultos se les ocurrió salir a caminar por el bosque. Al principio no me entusiasmó tanto la idea porque le tengo susto a la oscuridad, pero vi a todos tan emocionados que tardé poco en convencerme.
Sin darle más vueltas, tomamos nuestras cosas y salimos a caminar en fila por entre los árboles. Durante el recorrido estuvimos atentos a ver si aparecían conejitos. Nos mantuvimos con las orejas bien paradas para escuchar todos los mini ruidos que había en ese bosque tenebroso (¡y eran muchos!). Mientras me concentraba en la búsqueda, una luz muy fuerte se asomó entre las ramas de los árboles. «¿Será una luciérnaga gigante?», pensé. No quise avisarle a nadie hasta poder identificar bien qué era, pero justo alguien dijo «Miren qué grande y brillante está la luna». Y, claro, ahí estaba la razón: la luz provenía de ella. Nos quedamos mirándola harto rato, porque estaba perfectamente redonda, y además se veía lindísima.
—¿Papá? —dije susurrando para no espantar a los conejitos.
—¿Qué pasa, Pachi? —preguntó, sin dejar de mirar hacia arriba.
—Se me helaron los pies.
—A mí también, pero tranquila que ya es hora de volver a la casa.
—Ya, vamos —le dije resignada por no haber visto ningún animalito. Y, bueno, también porque me estaba dando un poco de miedo estar ahí en plena noche—. Oye, oye, ¿dónde están los otros? —agregué dándome una vuelta en 360 grados.
Como no vimos a nadie, miramos para todos lados igual que ese meme de John Travolta. Parece que mientras contemplábamos la luna el resto siguió caminando y no nos dimos cuenta.
—¿Tú sabes cómo volver, papá?
—Oh, pero por supuesto. Es por aquí... creo.
—Mmhh, ya—dije un poquito incrédula. Es que mi papá tiene muchas cosas buenas, pero ubicarse no es uno de sus talentos. ¡Si se pierde hasta en la casa! Bueno, estoy exagerando, pero digamos que en una expedición él no puede estar a cargo de llevar el mapa.
Seguimos avanzando entre los árboles y entonces me di cuenta de algo: ¡la luna nos estaba siguiendo! Lo digo en serio, fue muy raro.
—¿Papá?
—Dime, Pachi.
—Pasa algo extraño.
—Sí, parece que estamos perdidos...
—O sea, sí, eso también, pero hay otra cosa: juro que la luna nos está siguiendo.
Mi papá miró hacia el cielo y luego me sonrió con esa sonrisa que pone cuando me va a explicar algo entretenido.
—Es cierto, parece que la luna nos sigue mientras caminamos. Qué interesante, ¿no?
—¡Lo encuentro extrañísimo! ¿Por qué pasa eso?
—Pasa porque la Luna está muy lejos. Es un asunto de perspectiva. —Mi papá se apoyó en un árbol y miró hacia todos lados, como buscando el camino, aunque sin decirme que estaba buscando el camino. Claro que yo me di cuenta porque lo conozco.
—¿Perspequé? —pregunté confundida.
—Perspectiva —respondió y siguió avanzando—. Mmhh, ven, caminemos por ese sendero.
Comenzamos a movernos hacia una zona con menos árboles, desde donde pudiéramos ver bien la luna. De repente nos detuvimos.
—Mira, Pachi, fíjate en ese árbol grande. Observa también los arbustos más pequeños que hay por este otro lado.
—Los estoy mirando y no están haciendo nada —dije con los ojos bien abiertos.
—Quiero que te fijes en la distancia que hay entre ellos y tú. Ahora camina.
Caminamos como veinte pasos, hasta que perdimos de vista el árbol y los arbustos.
—¿Ves todavía el árbol o los arbustos?
—No, ya no. Para poder hacerlo necesitaría ojos en la espalda, porque quedaron por allá atrás.
—Chistosita, date vuelta. ¿Ves que ya no están? Ahora mira hacia arriba y dime qué pasa con la luna.
—¡Está donde mismo! Definitivamente nos está siguiendo, ¿viste, viste? ¿Sabes por qué?
—Lo que pasa es que la Luna está muuuyrrequetelejos —dijo mi papá, otra vez buscando el camino sin decirme que lo estaba haciendo.
—¿Muyrrequetelejos? —pregunté sin pestañear.
—Sí, la Luna está algo así como a trescientos ochenta mil kilómetros de distancia.
—¡¿Tan lejos?! —dije, y no pude evitar pensar en los pobres astronautas que han ido a la Luna (seis veces en total) en una nave del porte de un auto y sin baño. Intenso... Yo a los diez minutos estaría pidiendo parar para hacer pipí.
—Lo que pasó recién es que te moviste y, aunque no diste tantos pasos, fue una distancia suficiente para alejarte del árbol y de los arbustos. Pasa lo mismo cuando miras a una persona desde lejos: a la distancia se ve chiquita, pero al acercarte a ella pareciera que se va agrandando hasta ver su tamaño real. Pero la luna está TAN lejos que veinte pasos ni se notan. Se ve idéntica desde aquí, ¿no?
—Sí, igualita. ¿Entonces la luna no me sigue?
—La luna «nos sigue a todos»... si estamos lo suficientemente lejos de ella —comentó mi papá cerrándome un ojo.
Me gustó eso porque, aunque ahora sé que la luna no me sigue, también entiendo por qué parece que me sigue. Eso me hace pensar que siempre podré tenerla cerca.
—Papá, ¿te puedo preguntar otra cosa?
—¡Siempre! Me encantan tus preguntas.
—Y a mí tus respuestas, jeje. Quiero saber si la Luna es tan grande como el Sol.
—Mmhh, no. La Luna es como cuatrocientas veces más pequeña que el Sol.
—Entonces, ¿por qué cuando fue el eclipse en La Serena la luna tapó justito, justito, al sol? —pregunté entrecerrando los ojos.
—Aahhh, muy buena observación, Pachi. Lo que pasa es que el Sol está cuatrocientas veces más lejos de la Tierra que la Luna. Y como la Luna es cuatrocientas veces más chica que el sol, en el cielo parecen tener el mismo tamaño.
—¡Oohhh! —dije imitando al emoji al que le explota el cerebro.
—¡Lo encontré! —dijo mi papá tan emocionado como si acabara de descubrir de qué está hecha la materia oscura.
—¿Qué encontraste?
—El camino —respondió apuntando hacia donde se suponía estaba la casa.
—Si lo encontraste, ¿es que estábamos perdidos?
—Muy poquito, estaba casi seguro de cómo llegar.
Los dos nos pusimos a reír porque sabíamos que eso no era cierto.
Apuramos el paso para llegar pronto a calentarnos los pies. Y porque a los dos nos habían dado ganas de comer más nubecitas dulces.