Jugando con fuego, 4
© 2008 Megan Hart.
Título original: Tempted
Traducido por Ana Belén Fletes Valera
Estaba bañado en luces y sombras. De puntillas me deslicé hacia la cama, sigilosa como la niebla. Tire de las mantas para ver su cuerpo.
Me gustaba contemplarlo cuando dormía, a pesar de que, a veces, me dieran ganas de pellizcarme para comprobar que no estaba soñando. Que aquel era mi marido y aquella mi casa, mi vida. Nuestra perfecta vida. Que en el mundo había quien tenía muchas cosas buenas y yo era una de esas personas.
James se removió, pero no llegó a despertarse. Me acerque un poco más hasta quedar a su lado. Verlo allí tendido, con aquellas largas y musculosas extremidades suyas cubiertas por una piel tersa y tostada por el sol me hacía cerrar los dedos en un puño de ganas de tocarlo. Me contuve porque no quería despertarlo. Quería seguir contemplándolo un poco más.
Despierto, James no era de los que se están quietos. Sólo mientras dormía se relajaba, se suavizaba, se derretía. Y aunque me resultaba difícil creer que era mío cuando dormía, no me costaba nada recordar cuánto lo amaba.
Yo sabía propiciar el engaño a ojos de los demás. Llevaba el anillo y respondía al nombre de señora de James Kinney. Mi permiso de conducir y las tarjetas de crédito demostraban que tenía derecho a llevarlo. La mayor parte del tiempo nuestro matrimonio se me antojaba algo prosaico, como cuando me ocupaba de la colada y la compra, de limpiar los cuartos de baño, de prepararle la comida para que se la llevara al trabajo o de doblar sus calcetines para guardarlos. En esos momentos nuestro matrimonio era algo sólido, algo con un significado pleno. Duro como el granito. Pero a veces, como cuando contemplaba cómo dormía, la roca se volvía una piedra caliza que se disolvía fácilmente bajo el lento goteo de mis dudas.
La luz del sol se colaba entre las ramas del árbol que se alzaba hasta nuestra ventana, salpicándole en todos aquellos lugares donde me gustaría besarlo. Los oscuros círculos gemelos de sus pezones, las elevaciones de sus costillas, que parecían más escarpadas con el brazo por encima de la cabeza, la mata de fino vello que le empezaba en el estómago para ir a juntarse con el vello más abundante que se alojaba entre sus piernas… Todo en él era largo y esbelto. Pura fuerza. James parecía delgado, a veces incluso frágil, pero bajo la piel era todo músculo. Tenía unas manos grandes y encallecidas, acostumbradas al trabajo duro, pero perfectamente capaces de jugar también.
Me incliné sobre él para rozarle los labios con mi aliento, súbitamente interesada en lo de su capacidad para jugar. Rápido como un rayo me agarró las dos muñecas con una mano y tiró de mí hacia la cama, poniéndose acto seguido encima de mí, y se acomodó entre mis muslos. Lo único que nos separaba era el fino tejido de mi camisón de verano. Se estaba empalmando ya.
– ¿Qué hacías? ¿Estabas viendo cómo dormía?
James me llevó las manos por encima de mi cabeza haciendo que me estirase. Dolía un poco, aunque eso hacía que el placer fuera aún más intenso. Me levantó el camisón con la mano libre y ascendió por mi muslo.
Mientras hablaba, sus dedos rozaban mi vello púbico.
– ¿Por qué me mirabas?
– Porque me gusta -contesté yo en el momento en que sus curiosos dedos me hacían contener el aliento bruscamente.
– ¿Tú crees que me gusta que me mires mientras duermo? -sus labios se curvaron en una sonrisa de engreimiento. Sus dedos me tocaban la piel ya, pero aún no se movían. Yo me reí.
– No, probablemente no.
– Pues te equivocas.
Bajó la boca hacia la mía sin llegar a besarme. Yo estiré el cuello, buscando sus labios, pero él los mantuvo apartados lo justo para evitar el roce. Su dedo empezó a trazar el lento movimiento circular que sabía me haría enloquecer. Sentía calor y una presión dura contra la cadera pero, sin poder mover las manos, que James seguía sujetando, lo único que podía hacer para expresar mis quejas era retorcerme.
– Dime qué quieres que te haga.
– Bésame.
James tenía los ojos de un azul claro como el cielo del verano bordeados de un tono más oscuro. El contraste podía resultar chocante. Las oscuras pestañas bajaron en forma de abanico cuando los entornó. Se humedeció los labios.
– ¿Dónde?
– Por todas partes… -respondí yo, interrumpiendo la frase con un suspiro seguido de un gemido entrecortado en respuesta a sus caricias.
– ¿Aquí?
– Sí.
– Dilo.
Yo no lo hice, al principio, aunque sabía que, tarde o temprano, él conseguiría que hiciera lo que quisiera. Siempre lo hacía. Ayudaba que, normalmente, yo también quería lo mismo que él. Nos complementábamos bien en ese sentido.
James me mordió en aquel sensible punto donde el cuello y el hombro se unían.
– Dilo.
En vez de hacerlo, me retorcí bajo sus manos. Me metió el dedo, a continuación lo sacó y se puso a remolonear cuando yo deseaba que presionara con más vigor. Estaba provocándome.
– Anne -dijo James con seriedad-. Dime que quieres que te chupe el coño.
Antes me desagradaba mucho esa palabra, claro que eso fue antes de que conociera su poder. Es la palabra que utilizan algunos hombres para llamar despectivamente a aquellas mujeres que los superan en algo. «Puta» se ha convertido en algo así como una insignia de orgullo, pero «coño» sigue sonando sucio y grosero, y siempre pasará.
A menos que nos retractemos.
Dije lo que el quería que dijera. Lo hice con voz ronca, pero no débil. Miré a mi marido a los ojos, oscurecidos por la pasión.
– Quiero que pongas la cara entre mi piernas y hagas que me corra.
Por un momento. James no se movió. Yo notaba su pene caliente y cada vez más duro contra mi cadera. Vi cómo le palpitaba el pulso en la garganta. Entonces pestañeó muy despacio y de sus labios brotó esa sonrisa de engreimiento tan suya.
– Me encanta oírtelo decir.
– A mí me encanta que lo hagas -murmuré yo.
Ahí se terminó la conversación. Se deslizó hacia abajo, me levantó el camisón y puso la boca justo donde yo le había dicho que quería tenerla. Me estuvo lamiendo largo rato, hasta que me estremecí y grité. Entonces subió otra vez y me penetró. Me folló hasta que los dos nos corrimos entre gritos que sonaban como plegarias.
El sonido del teléfono interrumpió el momento de languidez postcoital al que habíamos sucumbido. La edición dominical del Sandusky Register, extendido sobre la cama, se arrugó y crujió cuando Juanes alargó el brazo por encima de mí para levantar el auricular. Yo aproveché la ocasión para lamerle la piel y darle un mordisco que le hizo dar un respingo y soltar una carcajada al tiempo que respondía.
– Será mejor que sea algo importante -dijo a quien fuera que hubiera llamado.
Pausa. Yo lo miré con curiosidad por encima de la sección de estilo. Estaba sonriendo de oreja a oreja.
– ¡Serás hijo de puta! -James se reclinó contra el cabecero y levantó las rodillas-. ¿Qué haces? ¿Dónde coño estás?
Intenté captar su mirada, pero estaba totalmente absorto en la conversación. James es una gran mariposa que va revoloteando de un foco de atención a otro y no tiene problemas para concentrarse en cada uno de forma individual. Es halagador cuando tú eres ese foco, pero no es nada agradable cuando no lo eres.
– Qué suerte tienes, cabrón -dijo James. Se le notaba casi envidioso, lo que no hizo sino aumentar mi curiosidad. Normalmente, James era objeto de admiración entre sus colegas, el que siempre tenía los juguetes más nuevos-. Creía que estabas en Singapur.
En ese momento supe quién había trastocado nuestra perezosa tarde de domingo. Tenía que ser Alex Kennedy. Volví a mi periódico, atenta a la conversación de James. No había nada particularmente interesante en el periódico. La verdad es que no me importaba gran cosa lo último en cuestión de moda para el verano o el coche que se llevaba ese año. Y me importaba aún menos el asunto de los robos y la política, de modo que me puse a leer por encima y descubrí que me había adelantado a mi tiempo pintando el dormitorio de color melón el año anterior. Al parecer era el color de moda de la temporada.
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