Raye Morgan
Dulce Atracción
Dulce Atracción
Título Original: Baby Aboard (1991)
– Tiene usted que pasar a su niño por aquí, por favor.
Lisa Loring apartó la vista de la mujer vestida con un brillante uniforme color rosa y contempló el grupo de bebés, cada uno en una cuna de plástico con largas asas, colocados en línea sobre la cinta movediza. Debía de haber unos cincuenta, todos sonriendo y haciendo ruiditos mientras se deslizaban por la banda transportadora.
– ¿A dónde van? -se oyó decir como una voz muy lejana.
– Le devolveremos a su bebé inmediatamente -le dijo la mujer de uniforme con amabilidad-. Pase a través del detector de metales, y su bebé estará dentro esperándola. ¿Dónde está su bebé? Tiene usted que pasarlo por aquí.
Lisa se volvió, jugueteando nerviosamente con el borde de su chaqueta. Llevaba algo en los brazos, pero no parecía ser un bebé, era un maletín.
– Yo… no sé dónde está mi bebé -contestó.
– Vaya -dijo la empleada del uniforme rosa-. Me parece que se ha equivocado usted de cola.
Hubo un murmullo detrás de ella. Las otras mujeres de la fila, cada una de las cuales llevaba una cuna de plástico con un bebé en el interior, comenzaron a repetir la frase una y otra vez.
– Se ha equivocado de fila. Vaya por Dios, se ha equivocado de fila.
De pronto comenzó a sonar un timbre. Cerró los ojos y se tapó los oídos, pero el timbre siguió sonando. Seguiría sonando, a no ser que…
La vacilante mano de Lisa encontró por fin el despertador y apretó el botón para apagarlo. Con un profundo bostezo, se incorporó sobre las almohadas y lentamente se obligó a abrir los ojos. Fuera, todavía era de noche, pero había una línea púrpura en el horizonte. El sol no tardaría en despuntar.
Sintió un escalofrío. De nuevo había soñado con bebés. Lo que le estaba pasando era ridículo.
¿Por qué le resultaba tan difícil decidir lo que quería realmente hacer? Al día siguiente cumpliría treinta y cinco años. Su cuerpo le estaba notificando que estaba llegando a una edad límite y que no podía ignorar el hecho por más tiempo. Durante los últimos quince años, mientras se ocupaba de labrarse una próspera carrera como gerente de grandes almacenes, se las había ingeniado para no contestar a la pregunta. Pero ya no podía posponerlo por más tiempo. ¿Iba a decidirse a tener un niño de una vez, sí o no?
Era una pregunta que la aterraba. Quizá esa era la causa de que le hubiera costado tanto decidirse. Si decía que no, entonces habría mil puertas que se cerrarían de golpe ante ella. La sola idea la hacía sentir ganas de llorar. Pero si decía que sí… En cierto sentido, esta posibilidad la aterraba más todavía.
Volviéndose, encendió la lámpara de la mesilla. La intensidad de la luz la hizo parpadear. De nuevo estaba en aquella habitación en la que había dormido cuando era una niña. La nueva decoración y el nuevo mobiliario habían servido para dejar atrás unos cuantos recuerdos. Pero a pesar de eso, seguía resultándole un lugar de lo más cálido y familiar. Le resultaba fácil abandonarse a la comodidad de su vida e ignorar la realidad. Pero no le quedaba mucho tiempo. Tenía que decidirse de unir vez. Era ahora o nunca.
Para hacer las cosas todavía más difíciles, esta necesidad de decidir le llegaba en un momento en que tenía la cabeza llena de cosas. Estaba de vuelta en la ciudad de la que había huido a los dieciocho años, un poco abrumada por la casa y el negocio que su abuelo, recientemente fallecido, le había dejado en herencia. Tenía que concentrar todas sus energías en salvar de la ruina el negocio de la familia, los Grandes Almacenes Loring's. El nuevo trabajo ocupaba todo su tiempo. Y a pesar de eso, allí estaba. No podía negarlo, no podía seguir ignorándolo. Contra toda lógica, lo que ella deseaba era tener un niño.
Contempló la enorme cama con cabecero de latón en la que estaba tendida. Las sábanas estaban limpias y sedosas. Era una cama fantástica, enorme y cómoda. Pero era una cama vacía. Había sido diseñada para que la ocuparan dos personas.
Estaba muy bien aquello de tenderse allí y lamentarse porque quería tener un niño. Pero había un pequeño detalle que al parecer había pasado por alto. Antes de tener un niño, necesitaba conseguir un marido.
Pero hacía un año que no salía con nadie. No salir con alguien significaba no encontrar marido, y no encontrar marido significaba no tener un niño.
En el piso de abajo, el gran reloj de pared de su abuelo comenzó a dar la hora, y sus campanadas resonaron por la gran casa vacía. Suspiró. No había tiempo para lamentaciones. Tenía que correr al trabajo. Los Grandes Almacenes Loring's estaban esperando para ser salvados de la ruina.
Bajó los pies al suelo y contempló el maletín que estaba en la silla al lado de la cama. ¿No acababa de soñar algo relacionado con maletines? No podía recordarlo con claridad. Sacudiendo la cabeza, salió de la cama y se dirigió a la ducha, pensando que la esperaba otro día lleno de actividad.
– Y, ¿quién sabe? -murmuró cuando abría el grifo de la ducha-. A lo mejor hoy conozco al hombre de mis sueños.
Carson James salió a la superficie y luego subió al borde de la piscina, sentándose allí para recuperar el aliento y dejar que el agua escurriera un poco. La mañana de primavera era fría, pero después del ejercicio, la temperatura de su cuerpo era alta. La noche anterior no había dormido mucho, y a pesar del saludable baño matinal que acababa de darse en la piscina del edificio donde vivía, sentía la cabeza como si la tuviera llena de corcho.
Flexionando sus anchos hombros, hizo una mueca de disgusto. Una cosa era terminar así después de una noche de fiesta y de diversión. Pero era muy diferente no haber pegado ojo por culpa del llanto ininterrumpido del niño de los vecinos. Se sentía lleno de deseos de venganza.
– Ten. Tómala.
Levantó los ojos justo a tiempo para ver una gruesa toalla azul que volaba hacia él. Levantando el brazo, la atrapó en el aire.
– Gracias -dijo, sonriendo a la atractiva joven que le había lanzado la toalla. Sally, creía recordar que era su nombre. Compartía un piso con otras dos mujeres. Carson se incorporó y comenzó a secarse.
– De nada.
Sally estaba vestida para irse a trabajar, mas se quedó inmóvil, como esperando una invitación para ponerse a charlar. Pero Carson no estaba de humor para conversaciones mañaneras, y no dijo palabra.
– Te veré más tarde -dijo.
– ¿Qué? -dijo Carson mirándola-. Ah, sí. Hasta luego.
Pero apenas se había dado cuenta de que ella estaba allí. Estaba todavía adormilado por la falta de sueño, y su mente estaba fija en una idea: había llegado el momento. Miró en dirección al horizonte, el punto donde el mar y el cielo se encontraban. El deseo de vagar por el mundo se estaba apoderando de él otra vez. Tenía que marcharse de aquel lugar.
– Oiga, señor. ¡Señor!
Sorprendido, se dio la vuelta y se encontró con una personita que le daba tirones de la toalla. Frunció el ceño. El edificio donde él vivía era sólo para adultos. Había habido muchos niños por allí últimamente.
La niña que tenía frente a sí tenía un aspecto muy serio. Sus ojos eran oscuros y con forma de almendra, y llevaba el pelo cortado como si le hubieran puesto un tazón sobre la cabeza.
– ¿Señor, puede ayudarme a atrapar mi gato?
¿También un gato? En aquel edificio tampoco estaban permitidos los animales domésticos. Carson hubiera deseado jurar en voz alta.
– ¿En dónde está tu gato? -preguntó, todavía con el ceño fruncido.
La niña lo miró con los ojos muy abiertos.
– Está subido en aquel árbol. ¿No lo oye?
Sí, por supuesto que oía los maullidos. Volviéndose, vio a un gato color jengibre subido en el olmo chino, agarrado a una rama y gimiendo desesperadamente.
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