Christie Ridgway
El Beso Perfecto
© 2001, Christie Ridgway
Título original: This Perfect Kiss
© 2007, Margarita Cavándoli, por la traducción
Es muy adecuado que en inglés esta palabra implique un viaje y mantenerse a flote. Esta novela está dedicada a tres mujeres maravillosas que viajan conmigo por el mundo de la escritura y que, gracias a su entusiasmo, su sensatez y su apoyo infalible, me mantienen por encima de la línea de flotación.
Quiero manifestar mi agradecimiento y mi afecto a Teresa Hill, alias Sally Tyler Hayes; a Barbara Samuel, alias Ruth Wind, y a Elizabeth Bevarly.
De San Francisco a Washington, la atención está centrada en Rory Kincaid, el guapísimo millonario hecho a sí mismo, as de los soportes informáticos y vástago de la realeza del sur de California. Habrá que esperar hasta el 14 de febrero para saber qué es lo que hay… Ese día, Kincaid organizará en Caidwater, la propiedad de su difunto abuelo, una reunión para recaudar fondos destinados al nuevo Partido Conservador.
Esa noche veremos rayos y centellas en el firmamento porque los dioses de la responsabilidad se batirán con las divinidades de la jarana. Al fin y al cabo, los líderes del elegante partido político, el mismo que se comprometió a poner en práctica políticas centristas y a contar con candidatos que de tan limpios brillen, se encontrarán en la misma casa de la que antaño se decía que sus piscinas estaban llenas de champán y de aspirantes a estrellas dispuestas a todo. Lo que en el pasado sucedía en las fiestas en Caidwater alimentaba las columnas de cotilleo de todo el mundo. De las magníficas fincas de Los Ángeles, ninguna supera a Caidwater en sus sabrosos escándalos y en sus secretos, que nunca lo son del todo.
Si hablamos de secretos que nunca lo son del todo, Celeb! no puede dejar de susurrarte al oído que corre el rumor de que esa noche el atractivo y soltero Rory Kincaid anunciará su candidatura al Senado. Cuando le preguntaron qué posibilidades tiene Kincaid de obtener el escaño, el experto en política Lionel Urbin, presentador de D. C. Dish, de la CNN, declaró: «Según las encuestas, el Partido Conservador y Rory Kincaid están que arden, arden, arden». Alana Urbin, esposa del anterior y entrevistadora de celebridades tanto de la costa Este como de la Oeste, afirmó: «Posee el carisma de Kennedy y el atractivo de Hollywood. Más allá de esto, hay algo en Rory…».
De todas maneras, Celeb! se muere de ganas de conocer las diferencias que existen entre Rory y el resto de sus parientes. Al fin y al cabo, lo insólito es que la familia Kincaid aporte un político relucientemente limpio. ¿Rory es realmente respetable o se asemeja a infames leyendas hollywoodienses como su padre, Daniel Kincaid, que se casó cuatro veces, y su abuelo, Roderick Kincaid, que tuvo siete esposas y falleció el mes pasado, a la asombrosa edad de noventa años? ¡Comprobarlo será muy divertido! Celeb! no le quitará ojo de encima.
Recuerda que Celeb! busca información constantemente. ¡Si pillas a Rory Kincaid o a cualquier celebridad haciendo trastadas, queremos saberlo! Llámanos al 1-900-555-0155 (0,99 dólares por minuto, la duración media de la llamada es de 5 minutos).
Revista Celeb!,
Volumen 26, número 1
Cuando una mujer mide metro cincuenta y siete y pesa cincuenta y pico kilos, con ese pico localizado principalmente entre el cuello y la cintura, no es acertado asistir a una reunión de trabajo por la tarde con un vestido de noche escotado y de color carne.
Si a ello añadimos sandalias de tiras finísimas, un puñado de lentejuelas doradas y el hecho de que era la cita profesional más decisiva de su carrera, por no decir de su vida, el desacierto se convertía en un más que probable desastre.
Jilly Skye lo sabía, pero también sabía que no tenía otra opción, sobre todo si no quería llegar imperdonablemente tarde.
De todos modos, titubeó antes de pulsar el botón del intercomunicador situado en el exterior de la verja de hierro forjado, negra y de aspecto sólido. Era el último de la sucesión de obstáculos que había salvado desde primera hora de la mañana, cuando Rory Kincaid había accedido a recibirla. Gracias a un chivatazo, sabía que Rory quería deshacerse de un montón de ropa vieja y vestuario de escena. Jilly era una comerciante de ropa vintage que deseaba desesperadamente entrar en la mansión de los Kincaid.
Mejor dicho, lo deseaba con locura.
A pesar del ceñido vestido de gasa, el estómago de Jilly dio varios saltos mortales. Ciertamente, la palabra locura era la correcta. Aunque la maestra de ceremonias del desfile de modas benéfico celebrado por la mañana había divagado durante más de una hora; a pesar de que su ayudante se había marchado con toda la ropa que su tienda, Things Past, había mostrado en el desfile, incluido el traje de calle que pensaba ponerse para acudir a la cita, y pese a que sus frenéticas llamadas a Rory Kincaid para explicarle que estaba en medio de un atasco solo habían dado por resultado la señal de que comunicaba… a pesar de los pesares, nada impediría que Jilly se reuniese con Rory, ya que había demasiado en juego.
Cogió fuerzas y se estiró a través de la ventanilla del coche para pulsar el botón, pero le temblaba tanto la mano que se detuvo.
Se dijo a sí misma que debía recobrar la calma, que esa no era la mejor manera de conseguir el trabajo y que lo más aconsejable era respirar hondo. Lo intentó, pero jadeó al reparar en que sus pechos estaban a punto de escapar del atrevido escote. Pensó que era lo único que le faltaba. Sujetó el corpiño para subirlo y se acomodó estratégicamente los senos. Se sonrojó como un tomate. Lo que le había parecido divertido y elegante para lucir en un evento de moda exclusivamente femenino se había vuelto casi… aterrador.
¡Maldito Rory Kincaid! También él tenía parte de culpa. Si su teléfono no hubiera comunicado tozudamente y hubiera podido hablar con él, habría tenido tiempo de llevar a cabo un decisivo cambio de ropa.
¿Por qué diablos ese hombre hablaba tanto por teléfono? Lo único que mantenía un número constantemente ocupado era un romance a distancia o una desaforada afición a navegar por internet.
Seguramente estaba enganchado a la red. Al parecer, Rory Kincaid era una especie de magnate de los soportes informáticos. Al igual que Bill Gates, era joven, triunfador y rico.
¡Ya lo tenía! ¡Bill Gates! El ritmo cardíaco de Jilly se redujo. Bill Gates… Volvió a pronunciar el nombre para sus adentros y el nerviosismo disminuyó un poco más.
Imaginó a Rory Kincaid como un hombre parecido a Bill Gates, es decir, alguien con gafas, desgreñado y más interesado en los disquetes que en la moda, y notó que recuperaba la confianza. Si se podía confiar en los tópicos, los amantes de la tecnología solían perder la noción del paso del tiempo… bueno, solían perderla casi siempre. Por otro lado, a Kincaid le importaría un bledo la ropa que ella llevaba. Si Jilly no decía nada sobre su vestido de noche, probablemente el magnate ni siquiera se enteraría.
La idea de concentrarse en Bill Gates dio mejores resultados que el bicarbonato. Su estómago dejó de dar vueltas, se le aligeró el corazón, extendió el brazo a través de la ventanilla del coche y, llena de confianza en sí misma, pulsó con el índice el botón del intercomunicador. Conseguiría ese trabajo. Levantó la barbilla y cuadró los hombros. Mientras la verja se abría lentamente, pisó el acelerador, sin dejar de repetir mentalmente el mantra recién estrenado: Bill Gates, Bill Gates, Bill Gates.
Pasó lentamente junto a la desocupada casa del portero y subió por la calzada de acceso, escarpada y sinuosa. Se movió en el asiento e intentó acomodarse el vestido color carne, con el que prácticamente parecía que iba desnuda. Se convenció de que la reunión discurriría sin dificultades mientras se aferrase a la idea de que Rory Kincaid era como Bill Gates. «Bill Gates, Bill Gates, Bill Gates…», repitió para sus adentros, deseosa de que la idea calase hondo.
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