Christie Ridgway
La apuesta de la novia
Título original: The Bridesmaid's Bet
FRANCESCA Milano se ajustó la gorra de béisbol y miró a su hermano mayor, Cario. – Ayer me pasé todo el día metida en un vestido de dama de honor imitando a Escarlata O'Hara ¿y ahora me dices que te debo dinero?
La fría expresión de Cario no cambió. Seguía con la mano extendida hacia ella. -Cincuenta pavos.
Sin haberse recuperado aún de las horas pasadas dentro de aquel vaporoso vestido rojizo de poliéster, Francesca abrió la puerta trasera del apartamento de su padre para que entrara un poco de aire. La brisa de la calle se llevó un poco el olor a la pizza de carne que estaban comiendo su padre, a quien cariñosamente todos llamaban Pop, y el resto de sus hermanos mientras veían el partido de béisbol en la tele de la salita.
Cario levantó una ceja.
– Deja de remolonear, Franny.
Ella se estaba inspeccionando las cortas uñas que había dejado de morderse hacía poco tiempo.
– ¿Quién iba a adivinar que Nicky atraparía la liga? -el mayor de sus cuatro hermanos parecía ser un soltero empedernido.
– Yo -dijo Cario-. El virus del matrimonio se ha cebado con él.
Francesca frunció el ceño. Nicky casi había derribado al adolescente que tenía delante para asegurarse el trofeo.
– Apuesto que pensó que podría intentarlo con una de las damas de honor.
Cario movió la cabeza.
– Hermanita, ya estás tratando de incumplir una apuesta… Paga.
Ella se mordió los labios. Con veintiocho años, Cario era el que más cerca estaba de los veinticuatro de Francesca, y normalmente era el más amable.
– Cario, por favor -suplicó ella, intentando tocar su fibra sensible de hermano mayor. Estaba claro que había aprendido mucho siendo la pequeña de la familia-, luego tengo que ir de compras con Elise…
El no cambió su expresión. Después hizo un gesto y alargó aún más la mano:
– Los cincuenta. Probablemente los necesitaré para el regalo de boda de Nicky.
Francesca intentó cambiar de tema.
– ¿Cómo que de Nicky? Si vamos a hablar de bodas, creo que ya me toca a mí.
Los ojos de Cario se abrieron como platos y dejó caer la mano.
– ¿Que te toca qué?
Francesca no había planeado ponerse a pensar en voz alta, pero al menos Cario parecía haberse olvidado del asunto de los cincuenta dólares que desearía no deberle.
– El mes pasado me tocó ser dama de honor, ayer Corinne Costello me obligó a meterme en ese traje y se casó, y mi mejor amiga Elise dirá «sí, quiero» el mes que viene. ¡«Yo» tengo que ser la siguiente!
– ¡«Tú» tienes que estar de broma!
Molesta, Francesca se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.
– ¿Y por qué no puedo ser yo? :
Cario suspiró.
– Aparte de lo absurdo de desear verte metida en un infierno de idilio, está el pequeño detalle de que hace… ¿años? que no tienes una cita.
Tal vez ese pequeño detalle hacía perder validez a su reclamación de ser la siguiente.
– Voy a cambiar todo eso -dijo ella con tozudez. Cario cruzó los brazos y meneó la cabeza.
– ¡De verdad! -insistió Francesca.
– Vale, entonces… -dijo él sonriendo- tengo otra apuesta para ti.
La sonrisa intrigante de Cario produjo a Francesca un ligero escalofrío. Otra de las cosas que implicaba el crecer entre hermanos era que daba a una mujer un fuerte sentimiento competitivo.
– ¿Doble o nada?
– Vale. Cien dólares a que no puedes hacerlo.
– ¿Hacer qué? -preguntó extrañada. No podía adivinar lo que Cario, que había estado de un humor muy extraño los dos últimos meses, escondía bajo la manga, pero le gustaba la idea de poder recuperar su dinero.
– Te apuesto a que no puedes conseguir un proyecto matrimonial firme para… -se detuvo y después chascó los dedos- para la próxima boda a la que asistas como dama de honor.
Francesca frunció el ceño.
– ¿Qué tipo de apuesta es esa?
El rostro de Cario se ensombreció.
– Tal vez tengas razón. Tal vez sea hora de que nos busquemos una vida propia.
Ella se quedó mirándolo.
– Puff -dijo él -. Olvídalo. Tú pásame mis cincuenta dólares.
– No, ¡espera! -mientras pensaba, Francesca repiqueteaba con las uñas sobre la encimera de la cocina-. ¿No tendría que pagarte ahora?
– No. Pero cuando no tengas acompañante en la boda de Elise a finales de mes, me deberás cien.
Aquello le dolió. El que asumiera de antemano que perdería la apuesta no le sentó nada bien a una mujer que había peleado mucho con sus cuatro hermanos durante los veinticuatro últimos años.
– Vamos a dejar las cosas claras. Si voy a la boda de Elise con una pareja seria, ¿se cancelaría mi deuda?
Cario afirmó con la cabeza. Esa seguridad hizo, que Francesca se sintiera aún más determinada en su propósito.
¿La pequeña Franny Milano a la caza de marido? Al otro lado de la puerta abierta, Brett Swenson quedó fulminado por la idea.
Por supuesto, ella ya debía haber dejado la infancia tras los doce años que habían pasado desde que él se fue, pero Brett no se podía resistir al hábito de años rescatándola de las trampas de sus hermanos, y aquello parecía otra de esas trampas.
Para evitar que sellaran la apuesta, Brett golpeó el marco de la puerta con los nudillos. Cario, a quien podía ver perfectamente de perfil, se giró hacia él con una sonrisa en la cara.
– ¡Brett, viejo amigo! ¡ya estás aquí!
Brett alargó su mano para agarrar la que Cario le tendía.
– Y listo para instalarme. He pasado sólo a saludar y a recoger las llaves.
– ¿Brett? ¿Qué haces aquí, y de qué llaves hablas?- dijo Franny, interrumpiendo la charla.
Brett la miró por primera vez. Ella no había crecido mucho, seguía siendo menuda aunque no podía apreciar bien sus rasgos, ensombrecidos por la visera de la gorra. Suspiró de satisfacción: con todas las vueltas que daba la vida, había una cosa que no había cambiado, la chicazo Franny. La hermanita pequeña traviesa que nunca tuvo.
– Franny -dijo él, agachándose ligeramente para mirar por debajo de la visera y ver con más claridad como había cambiado en aquellos años.
Ella dejó de mirarlo rápidamente y volvió la cabeza hacia su hermano.
– ¿Qué pasa aquí?
Cario sonrió.
– ¿No te lo había dicho? Brett ha vuelto a San Diego. Me crucé con él en la Fiscalía del Distrito. Se va a quedar en el apartamento siete hasta que encuentre un lugar definitivo para vivir.
La coleta de Francesca bailó por detrás de la gorra cuando sacudió la cabeza.
– Pop no me había dicho nada. Cario se encogió de hombros.
– Has estado muy ocupada con el lío de la boda – se frotó las manos -. Lo que me recuerda, Franny…
– ¿Eso que huelo es pizza? -interrumpió Brett, en un nuevo intento de detener el trato.
Recordaba otra apuesta entre los Milano muchos años antes. Los hermanos de Francesca habían apostado si su hermanita, que les seguía a todas partes, lloraría cuando no la permitieran ir a una excursión en bici sólo para chicos. Incapaz de soportar la idea de las lágrimas de la niña, Brett volvió para buscarla. Le enjugó las lágrimas de la cara y la montó en la barra de su bici, donde ella se acomodó muy digna, como una princesita chicazo.
Ella señalaba otra puerta.
– Están todos en la salita con Pop: Nicky, Joe y Tony.
Brett esbozó una sonrisa. Todo seguía en su sitio, donde lo había dejado. La decisión de volver a su ciudad había sido la correcta. Habían pasado dieciocho meses desde la muerte de Patricia, y era hora de rehacer su vida.
Los Milano eran la familia apropiada para ayudarlo a conseguirlo. Los cuatro chicos Milano habían sido casi los suyos mientras crecían juntos. Y Franny…
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