Título original: Royal Nights
(Secretos del Reino) Harlequin Internacional Narrativa.nº 309
El precioso día de verano no mostraba insinuación alguna de lo que estaba a punto de suceder. No había ningún mensaje en el viento que estremecía los árboles de la orilla del lago, ni sentimiento alguno de aprensión en la brisa que acariciaba el cabello de los espectadores, ni cautela en el rugido de las lanchas que calentaban motores antes de empezar la carrera.
Si el príncipe Damian hubiera pensado en ello, tal vez habría desconfiado del día por ser tan perfecto, brillante y soleado. A fin de cuentas, el menor de los Roseanova, la Casa Real de Nabotavia, poseía un profundo sentido de la ironía que probablemente lo habría puesto sobre aviso; pero se sentía fuerte y con el nivel suficiente de adrenalina.
Las cosas le estaban yendo bien. Thana Garnet, la estrella cinematográfica, lo saludaba con alegría desde la grada. Por el brillo de sus maravillosos ojos verdes y por la forma en que minutos antes lo había acariciado en el brazo, Damian adivinaba que estaba dispuesta a concederle un premio muy satisfactorio por su éxito.
Sabía que iba a ganar, aunque no sería fácil: su primo Sheridan era un buen piloto que se concentraba mucho en las carreras. Siempre habían competido en todo, y a veces, Sheridan salía ganando. Pero aquel día, la victoria sería suya. Damian podía sentirlo en sus venas, en la tensión de su cuerpo, en un sentimiento especial de confianza que no dejaba lugar a dudas.
Cuatro lanchas esperaban impacientemente en la línea de salida, con los motores ya en marcha. Conocía al resto de los participantes y sabía que eran buenos, pero la victoria final se decidiría entre Sheridan y él, así que miró a su primo y sonrió con suficiencia. Sheridan no le devolvió la sonrisa. Su mandíbula estaba tan tensa que sus labios habían palidecido.
– Caramba, Sheridan -pensó Damian para sus adentros-. Si te relajaras un poco, serías mejor competidor.
La grada de espectadores se encontraba al final del muelle. Thana volvió a saludarlo y él asintió con la cabeza. Penny Potherton se había sentado a su lado, al igual que Muffy Van Snook y las demás. El ruido de los motores le impedía entender sus gritos de aliento, pero pensó que todas las integrantes del grupo eran preciosas.
A lo largo de los años había salido con todas ellas en algún momento, porque una de las ventajas de ser príncipe y de estar soltero era que las mujeres lo encontraban muy atractivo.
Definitivamente, la vida le sonreía.
Pero había llegado el momento de ponerse serio, de modo que se cerró el casco e intentó concentrarse. La carrera se disputaba en un circuito que consistía en cruzar el lago, girar al llegar a una boya y regresar al punto de partida. La adrenalina circulaba por sus venas y estaba deseando empezar, pero se sentía tranquilo y confiado. Sabía que aquél era su día. Estaba seguro de ello.
La señal llegó por fin y las cuatro lanchas salieron disparadas. Damian tomó la delantera enseguida, atravesando las aguas como si pilotara un jet. Era todo velocidad, sonido, fuerza, una fuerza de la naturaleza que nadie podía detener. Y aunque se encontraba totalmente concentrado en su tarea, sabía que estaba sacando ventaja a los otros y tuvo que hacer un esfuerzo por contener su alegría. Ya tendría ocasión de celebrarlo cuando ganara. Ahora debía concentrarse en el giro de la boya para no perder ni un segundo.
Realizó el giro a gran velocidad, inclinándose hacia el lado contrario para equilibrar la fuerza centrífuga. Y entonces, pasó algo.
La lancha perdió contacto con el agua, se alzó en el aire y cayó segundos después, destrozándose, con un ruido ensordecedor. Damian no tuvo tiempo de preguntarse por lo que había sucedido: sintió el duro contacto con la superficie del lago, un intenso dolor y luego nada salvo una fría y profunda oscuridad.
Sara Joplin llegaba tarde.
Desesperada con el retraso, se preguntó cómo era posible que las cosas siempre se complicaran cuando tenía un compromiso importante. El día se había empezado a estropear por la mañana, cuando su embarazada hermana la llamó por teléfono para pedirle que la llevara al tocólogo porque su coche se había quedado sin batería.
La espera en la consulta se le había hecho interminable y, cuando por fin dejó a Mandy en su casa, tuvo que ir a su despacho de Sepúlveda Atrium.
Acababa de encontrar los documentos que necesitaba cuando el edificio decidió jugarle una mala pasada. El aire acondicionado se detuvo, las luces se apagaron y los ascensores dejaron de funcionar. Al parecer, la ciudad estaba sufriendo otro de los habituales cortes eléctricos veraniegos.
Salió del despacho, se dirigió a la escalera, bajó los veinticuatro pisos andando y al llegar al piso bajo se llevó otra sorpresa: la puerta que daba al vestíbulo estaba cerrada.
La fortuna quiso que unos minutos más tarde apareciera uno de los guardas jurados del edificio, pero la hora ya se le había echado encima tras la solución del enésimo problema del día. Cuando llegó al coche, sabía que no llegaría a tiempo a su cita con Verónica Roseanova, duquesa de Gavini, en su residencia de Beverly Hills.
Poco tiempo después se encontró en mitad de un enorme atasco en la autopista de Santa Mónica. Y ya había decidido rendirse a la evidencia de que estaría allí un buen rato, cuando el sistema de aire acondicionado corrió la misma suerte que el del edificio de oficinas y dejó de funcionar.
Aquello parecía una maldición. Hacía tanto calor que estaba cubierta de sudor y ni siquiera podía bajar la ventanilla: se encontraba detrás de un gigantesco camión que expulsaba una inmensa nube de humo negro.
A pesar de todo, sólo llegaba media hora tarde cuando detuvo el vehículo frente a la puerta principal de la propiedad. El guardia de la verja se acercó a ella y Sara se las arregló para mostrar una sonrisa, pero entonces lo llamaron por teléfono y se pasó los cinco minutos siguientes hablando con otra persona y sin hacerle el menor caso.
El comportamiento del guardia fue la gota que colmó su paciencia. Hacía calor, estaba sudando, tenía el pelo revuelto y se sentía muy agobiada por llegar tan tarde. De modo que miró al guardia con cara de pocos amigos, tomó su maletín y se dirigió andando a la puerta principal de la imponente mansión.
Los zapatos de tacón alto la molestaban un poco. No estaba acostumbrada a llevarlos, pero aquel día había decidido vestirse de forma especial porque a fin de cuentas no todos los días la invitaban a reunirse con la realeza.
Odiaba llegar tarde y sobre todo odiaba la sensación de tener prisa; sabía muy bien que las prisas no eran buenas para nada y que provocaban muchos errores. Pero a pesar de ello intentó tranquilizarse.
Ya estaba a punto de pulsar el timbre cuando pensó que llamar a la puerta principal tal vez no fuera lo más apropiado. Echó un vistazo a su alrededor, contempló las enredaderas que cubrían la mansión, y decidió tomar uno de los innumerables caminos de la propiedad. Pero lamentablemente, tropezó con una roca y a punto estuvo de perder el equilibrio.
– ¡Maldita sea!
– Deberías cuidar tu lenguaje, jovencita – dijo una voz con ironía.
Sara se giró en redondo y observó que la voz procedía de una puerta lateral ante la que acababa de pasar. Era un hombre. Estaba apoyado en la pared, con las-manos en los bolsillos de unos pantalones que probablemente costaban más de lo que ella ganaba en toda una semana.
La sombra de los árboles y la gorra de marino que llevaba en la cabeza impedían que pudiera distinguir sus rasgos con claridad, pero le pareció sencillamente impresionante. Un hombre espectacular, con ropa espectacular, apoyado en la pared de una mansión espectacular.
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