Jennifer Greene
Toda una dama
@ 1987 Jennifer Greene
Título original: Lady Be Good
– Acuéstate conmigo, Clay.
Clay estaba metiendo el brazo derecho en la manga de su chaqueta vaquera cuando oyó el femenino susurro procedente del sofá. La suave y soñolienta voz de contralto vibraba atolondradamente.
Liz Brady siempre había tenido una voz capaz de volver del revés a un hombre. Si existiera justicia en esta vida, la dama ya debería estar completamente borracha. Años atrás, Liz apenas soportaba un vaso de vino y en las últimas cuatro horas él había añadido a sus limonadas vodka suficiente para dejar fuera de combate a un borracho empedernido.
– ¿Clay?
– Te he oído, encanto.
Metió el brazo izquierdo y se puso la chaqueta. El músculo de su mejilla se tensó cuando una esbelta y descalza pierna apareció por encima del respaldo del sofá. Clay había participado en más de una pelea en un callejón oscuro. Ahora amplió mentalmente la definición de problemas a los tobillos delicados y las pantorrillas perfectamente torneadas.
La pierna desapareció, afortunadamente, pero la cabeza de ella surgió gradualmente desde el extremo opuesto del sofá. Su cara era ovalada, de frágiles y hermosos huesos. El elegante pelo rubio ceniza le rozaba los hombros. A Clay le parecía de seda. Sus ojos eran más oscuros que el café y más suaves que la lluvia. Liz tenía el don de parecer la eficiente bibliotecaria de veintisiete años que era, pero esa noche no. Ninguna mujer tenía derecho a parecer tan descaradamente… apetecible.
La sensación de déjà vu le golpeó como un torpedo. Hay cosas por las que un hombre debe pasar dos veces en la vida. La última vez que Liz había intentado seducirle, ella tenía diecisiete años y se disponía a sacrificar su virginidad porque él «necesitaba una buena mujer». Él supuso que debió tardar meses en reunir el valor necesario para comprar los preservativos. Ya a los diecisiete años, Liz pensaba que había que ir preparada por la vida. En ese momento, no parecía preparada para nada, salvo para provocarle un inminente ataque cardíaco.
– Clay…
El que contrató a las sirenas para seducir a los marinos debía haber oído antes la voz de Liz.
– Ya voy, encanto.
Apagó la lámpara del sofá y avanzó hacia ella.
A los diecisiete años ella había sido una cosita vulnerable, insolente, vivaz y dulce. Entonces él la adoraba y nunca había sido tan feliz como cuando ella se fue a la universidad. En las raras ocasiones en las que ella, volvió a Ravensport durante los pasados diez años, él se había mantenido cuidadosamente lejos. No la había tocado cuando ella tenía diecisiete años, pero cómo había deseado hacerlo.
El tiempo no había modificado las reglas. Los perdedores no tocan a las damas, por muy seductoras que fueran aquella lánguida sonrisa y aquellas piernas. Liz había sido y sería siempre una dama. Aunque en ese momento no fuera consciente de serlo.
Ella se tambaleó hacia él. Su ceño fruncido parecía indicar que una enorme y monumental batalla filosófica estaba teniendo lugar en su mente, pero cuando llegó hasta él, ella sólo murmuró:
– Hola.
Él estuvo a punto de sonreír. En cambio, le pasó un brazo por los hombros antes de que volviera a derrumbarse.
– Hola.
– La cuestión es… -ella calló para bostezar-. Siempre te he amado, Clay.
– Seguro -dijo él, empujándola hacia la puerta.
Ella se detuvo a mitad de camino. Arqueó una fina ceja rubia.
– Me parece recordar… haber hecho esto antes.
– Mmmm.
– Estuve casada, ¿lo sabías?
– Sí.
Ella hablaba de un modo tan confuso que apenas podía entenderla. Además, estaba concentrado en dirigir 55 kilos hacia la puerta.
– Ya no estoy casada.
– Lo sé.
– El matrimonio es… un infierno.
– Eso he oído.
Ella seguía hablando con las manos. En medio del pasillo hizo algo más que hablar con ellas. Se volvió y le pasó los brazos por el cuello. Alzó hacia él sus luminosos ojos grises y sus caderas iniciaron un giro que elevó la temperatura del cuerpo de Clay.
Él le retiró los sedosos mechones de la frente e intentó imaginar a una colegiala de diecisiete años con trenzas. No funcionó. Aquella niña-mujer había estado llena de orgullo e inocencia y había despertado los instintos de protección de un hombre. En diez años todo había cambiado. La niña-mujer se había transformado en toda una mujer. Pero él seguía aferrándose al mismo instinto. No había esperado encontrarse con Liz aquella noche. Hablaba frecuentemente con el hermano de ella, Andy, pero Andy nunca le había comentado que Liz había conseguido el divorcio ni que había vuelto a casa. Su visita a casa de Andy había sido improvisada y, si hubiera sido más sensato, habría dejado solos a los hermanos.
Clay nunca había sido muy sensato. Acarició con la palma la pálida mejilla de Liz. Estaba tan condenadamente delgada que un soplo de viento podría haberla arrastrado. Nada más verla, había comprendido que estaba agotada y peligrosamente al borde del colapso. Ella no había dejado de sonreír falsamente, hablar y mover las manos. Sus ojos tenían una expresión dolida y su piel estaba más blanca que el papel. Andy le había dirigido a Clay una mirada de desánimo. No sabía que hacer con una mujer que se estaba viniendo abajo.
Clay sí, pero el alcohol debería haber hecho efecto ya. Lo había añadido a la limonada porque recordaba que a ella antiguamente le gustaba mucho. Pero había olvidado que Liz era lo bastante cabezota como para desafiar la gravedad… y al alcohol.
– Bésame, Clay
Sus labios rozaron obedientemente los de ella. Liz tenía una boca pequeña con el labio superior nítidamente dibujado y el inferior más generoso. Su frágil cuello se arqueó hacia atrás invitando a la presión de un beso de amante. El áspero pulgar de Clay acarició la suave piel. Ella sabía a limón y olía a primavera. El hombre que había provocado la desesperación de su mirada tenía mucha suerte de estar a más de cien kilómetros.
– A la cama -murmuró Clay.
– Sí. ¡Oh, Clay! Necesito…
– Sé exactamente lo que necesitas, encanto.
La sujetó por la espalda para poder controlar la marcha de ambos. Con tacones, ella tenía una estatura decente, principalmente porque siempre usaba unos zancos criminales. Descalza era un renacuajo. Llevaba un conjunto de rayitas grises y coral con una blusa de seda y pendientes de coral en las orejas. El conjunto era recatado, femenino y elegante. Un ángel no habría parecido más casto.
Él guió al ángel hasta su dormitorio. Sabía dónde estaba; prácticamente había crecido en aquella casa. Andy tenía su habitación en el piso superior. Liz ocupaba la habitación de la parte posterior que antes había sido un porche.
No tuvo tiempo de encender la luz. Ella se volvió y le sonrió con una seguridad total. Sus caderas describieron otro de aquellos movimientos circulares que harían que un monje renunciara a los hábitos. Clay no había sido un monje nunca.
– Me deseas, ¿verdad, Clay? -susurró ella.
– Sí.
Jamás le mentía a una mujer en el dormitorio. Además, Liz no iba a recordar nada de aquello.
– Siempre me has deseado.
– Sí.
Consiguió quitarle la chaqueta, pero contuvo la respiración cuando ella se frotó contra él como un gatito desperezándose al sol. Le sujetó las manos antes de que creara más problemas de los que él podía controlar.
– No te preocupes si me porto tímidamente -susurró ella.
No era aquello lo que le preocupaba a Claro
– He intentado ser buena -confesó ella-. He intentado hacerlo todo bien. No importa. No me importa. Esta vez soy libre. Voy a ser mala y alocada. Vaya bailar a la luz del sol. Y esta vez voy a seducirte, Clay Esta vez no te vas a escurrir. ¿Crees que no puedo?
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