Lucy Gordon
El hijo de italiano
El hijo del italiano (2004)
Título Original: The italian’s baby (2004)
Serie Multiautor: 8º Listo para el bebé.
Tenía diecisiete años y era tan bella como una muñeca, y tan inerte. Estaba sentada frente a la ventana mirando sin ver el paisaje italiano. No se volvió cuando se abrió la puerta y entró una enfermera con un hombre de mediana edad que mostraba una jovialidad que no acompañaba a la tristeza de sus ojos.
– ¿Cómo está mi niña preferida? Te he traído a alguien -saludó a la muñeca, que no contestó y ni siquiera lo miró, y se volvió a un joven detrás de él-. Que sea rápido.
El joven tenía veinte años, el pelo greñudo y una barba de días, y su mirada reflejaba al mismo tiempo dolor e ira. Fue corriendo hacia la niña y se arrodilló a su lado.
– Becky, mia piccina, soy yo, Luca. Mírame, te lo suplico. Perdona todo lo que he hecho. Dicen que nuestra hija ha muerto y que es culpa mía. Nunca quise hacerte daño. ¿Puedes oírme?
Ella volvió el rostro y pareció mirarlo, pero no había reconocimiento en sus ojos sin vida.
– Escúchame, lo siento, piccina, lo siento mucho. Becky, por Dios, di que me entiendes.
Ella seguía callada. Él le acarició el pelo, pero ella no se movió…
– No he visto a nuestra hija -dijo él con voz ronca-, ¿era tan guapa como tú? ¿La has tenido en brazos? Háblame. Di que sabes quién soy, que aún me quieres. Yo te querré toda la vida. Sólo di que me perdonas por todo el dolor que te he causado, sólo quería hacerte feliz. Por el amor de Dios, háblame.
Pero ella no dijo nada y siguió mirando por la ventana. Él dejó caer la cabeza sobre el regazo de la joven y lo único que se oyó en la habitación fueron sus sollozos.
Las palabras crudas resaltaban sobre el papel blanco: «Un niño, nacido ayer. 3,9 kilos», un mensaje que podía haber sido motivo de alegría, pero para Luca Montese significaba que su esposa le había dado un niño a otro hombre, y a él ninguno. Significaba que todo el mundo conocería su humillación, lo cual lo hizo maldecir a todo el mundo empezando por él, por haber estado ciego.
El miedo había forzado a Drusilla a abandonarlo nada más saber que estaba embarazada, hacía seis meses. Al llegar a casa aquel día Luca se había encontrado una nota en la que ella le confesaba que había otro hombre, que estaba embarazada y que no intentara buscarla. Nada más. Se había llevado todo lo que él le había regalado, hasta el último diamante y todos sus vestidos de alta costura. Él la había perseguido con furia vengativa a través de una batería de caros abogados que le enviaron un acuerdo de divorcio que la dejaba sin nada más que lo que ya se había llevado.
Lo irritó que el amante fuera tan pobre e insignificante que estuviera más allá del alcance de su venganza. Le habría resultado un placer arruinar a un empresario rico como él, pero a un peluquero… Aquello le parecía un insulto. Ahora ellos tenían un niño hermoso y él no tenía hijos. Todo el mundo sabría que era culpa suya que su matrimonio hubiera sido estéril y se reirían. Pensarlo casi lo volvió loco.
Tres pisos por debajo estaba el centro financiero de Roma, un mundo que había hecho suyo con astucia. Sus empleados se lo debían todo, sus rivales lo temían, pero ahora todos se reirían.
Dobló el periódico por la mitad, con manos que no eran las de un financiero internacional, sino las de un trabajador. Igual que su cara, con una rotundidad que tenía poco que ver con sus rasgos y más con el brillo de sus ojos. Aquello junto con su figura alta y de espaldas anchas atraía a muchas mujeres que gravitaban alrededor del poder. Poder físico, financiero, de todas clases. Desde la ruptura de su matrimonio no le había faltado compañía.
Las trataba bien, acorde con sus gustos, era generoso con regalos pero no con palabras o sentimientos, y rompía con ellas de forma brusca cuando se daba cuenta de que no tenían lo que buscaba. Aunque no podía decir qué era, sólo sabía que lo había tenido una vez, hacía mucho tiempo, con una chica de ojos vibrantes y gran corazón.
Apenas se acordaba del chico que era entonces, lleno de ideas nada prácticas acerca del amor duradero, no cínico ni codicioso, y que creía que tanto el amor como la vida eran buenos, una tontería que se le había curado de manera cruel.
Se obligó a regresar al presente, al considerar que recrearse en la felicidad pasada era síntoma de debilidad, y él siempre cortaba la debilidad de forma tan implacable como hacía todo lo demás. Bajó a zancadas al aparcamiento donde tenía su Rolls Royce. Aunque tenía chófer, le gustaba llevarlo él, pues lo consideraba su trofeo personal, la prueba de lo lejos que había llegado desde los días en que tenía una tartana que tenía que reparar cada dos por tres. Por más que lo intentara no podía borrar la imagen de ella riendo mientras le acercaba la llave inglesa. A veces se metía con él bajo el coche, y entonces se besaban y reían como locos.
Mientras conducía hacia su villa en el campo, pensaba que quizá había sido algún tipo de locura, al creer que aquella alegría duraría para siempre. No había sido así.
Volvió a borrar su recuerdo de la mente, pero en aquella ocasión ella parecía estar allí a su lado mientras él conducía en la oscuridad, atormentándose con recuerdos de su encanto, su amabilidad, su ternura. Él tenía veinte años y ella diecisiete, y ambos habían creído que duraría para siempre. Entonces pensó que quizá podría haber sido así.
Borró también aquel pensamiento, pero el espíritu de ella no se desvaneció, sino que le susurró que su breve amor había sido perfecto, a pesar de haber terminado con un corazón roto. También le recordó otras cosas, como cuando ella se tumbaba en sus brazos y le susurraba palabras de amor.
– Soy tuya, para siempre -le había dicho-. Nunca querré a ningún otro hombre.
– No tengo nada que ofrecerte.
– Si me das tu amor, es todo lo que pido.
– Pero soy pobre.
– No somos pobres -se había reído ella-, siempre que nos tengamos el uno al otro.
Pero de repente se acabó, y ya no se tenían el uno al otro.
De repente hubo un chirrido de ruedas y el volante le giró entre las manos. No sabía qué había pasado, pero el coche estaba parado y él estaba temblando. Se aclaró las ideas de la cabeza y miró a ambos lados de la calzada, que estaba vacía. Como su vida, pensó, saliendo de la oscuridad para volver a meterse en ella. Había sido así desde hacía quince años.
El hotel Allingham era el más nuevo y lujoso de Londres, con el mejor servicio y los precios más altos. Habían nombrado a Rebecca Hanley Jefa de Relaciones Públicas porque, en palabras del director, parecía haber crecido bañada en dinero y que no le importara, lo cual era bueno para hacer que la gente despilfarrara su dinero sin reservas. El gerente tenía mucha razón, pues el padre de Rebecca había sido un hombre muy rico, y en aquellos días a ella no le importaba nada.
Vivía en el Allingham, pues le resultaba más sencillo que tener casa propia. De aquel modo usaba el salón de belleza y el gimnasio del hotel, con el resultado de una silueta sin un gramo de grasa y un rostro perfecto.
Aquella noche se estaba dando los últimos retoques cuando sonó el teléfono. Era Danvers Jordan, el banquero con el que salía por entonces. Iban a asistir a la fiesta de compromiso del hermano pequeño de este, que se celebraba en el Allingham, así que ella debía estar «de servicio» por doble motivo, y debía estar perfecta.
Lo estaba. Tenía un cuerpo esbelto capaz de llevar aquel vestido negro ceñido, y sus largas piernas demandaban la falda corta. El escote era bajo pero dentro de los límites, y un enorme diamante le adornaba el cuello. Su cabello original era castaño, pero en aquel momento lo llevaba de un tono rubio que hacía resaltar sus ojos verdes. El toque final lo ponían unos diamantes pequeños en las orejas.
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