Jennifer Greene
Fuerte como el amor
Fuerte como el amor (14.02.2001)
Título Original: Rock Solid (2000)
Serie Multiautor 3º Cuerpo y alma
El cielo de Idaho era de un azul resplandeciente; el paisaje montañoso, una belleza; la tarde primaveral tan seductora como el beso de un amante… y el corazón de Lexie latía, aterrorizado.
Siempre le había gustado volar y la avioneta era más emocionante que una montaña rusa. Volar no era el problema. Sus recientes ataques de ansiedad lo eran.
Llevaba varios meses soportándolos. Su corazón empezaba a dar saltos en cualquier momento, le sudaban las manos, no podía dormir y se le hacía un nudo en el estómago. Su médico le había dicho que era estrés, pero ella sabía que no era cierto.
A los veintiocho años, su vida era un sueño. Ganaba dinero a sacos y, además de tener éxito, su trabajo era una alegría y un reto para ella. No había ninguna excusa para esos repentinos ataques de pánico… pero Lexie podía sentir que empezaba de nuevo: el nerviosismo, el nudo en la garganta, el miedo absurdo…
– ¿Se encuentra bien, señorita Woolf? -preguntó el piloto, un personaje con camisa de flores y un gran bigote.
– Estupendamente -contestó ella. O debería estarlo, pensó. Había decidido retirarse a la montaña precisamente para resolver ese estúpido problema suyo.
– Estamos a punto de aterrizar. La montaña Silver es uno de los lugares más bellos del mundo. Le va a encantar.
– Ya -murmuró ella. Montañas, árboles, aire fresco. Estaba empezando a sentir náuseas. Lexie recordó su despacho en Chicago, con el escritorio de caoba, la alfombra persa y… la pantalla gigante de televisión, conectada permanentemente al servicio de noticias financieras de la NBC.
Quizás aquel ataque de ansiedad era justificado, pensó entonces. Además de su constante preocupación por el índice de bolsa Dow Jones, para ella una estancia en el campo era peor que tomar jarabe de ricino.
La avioneta rodó sobre la hierba, dio un par de botes y volvió a rodar hasta quedar parada. Frente a ella no había nada, excepto pinos y montañas. Ni edificios, ni teléfonos, ni asfalto… nada familiar.
El piloto, Jed Harper, apagó el motor y abrió la puerta de la avioneta con una sonrisa en los labios.
– Usted no se preocupe de nada, señorita Woolf. Será una persona nueva dentro de un mes, se lo garantizo. Y… ah, mire, ahí llega Cash. Le va a encantar. Como a todas las mujeres.
Lexie salió de la avioneta. No había ido allí para conocer a nadie. Solo había ido para librarse de sus ataques de ansiedad. Sin embargo, el aire tan puro, el aroma a… naturaleza, hacían que su estómago se encogiera. A aquella altura, el aire era tan limpio que le dolían los pulmones. ¿Cómo iba a respirar sin polución? No estaba acostumbrada. ¿Dónde estaba el reconfortante monóxido de carbono, el olor a gasolina? ¿Dónde estaban los grandes almacenes?
– Hola, Jed. La estábamos esperando, Alexandra. Bienvenida a la montaña Silver.
Lexie estaba tan distraída con el paisaje, que no le prestó atención al hombre con voz de tenor. Había pagado una pequeña fortuna por pasar allí un mes, de modo que sería culpa suya si se ahogaba con tanto oxígeno.
– Gracias, señor McKay… Cash. Y no me llames Alexandra, llámame Lexie…
Lexie no pudo terminar la frase. Sabía que el hombre con el que estaba hablando era Cash McKay, el propietario del refugio. Había reconocido su voz por las conversaciones telefónicas, pero pensó que sería un tipo feo y viejo.
El sol le impedía ver su cara, pero cuando se acercó, se dio cuenta de dos cosas: la primera, que estaba frente al hombre Marlboro en carne y hueso… sin cigarrillo. Aquel tipo era guapísimo; alto, musculoso, con los ojos azules y… «estaba para comérselo». Y la segunda, que estaba colocada en una pendiente y la mano que había alargado para estrechar la del hombre estaba peligrosamente cerca de la entrepierna del «bombón».
Lexie levantó la mano hasta una altura apropiada y Cash la estrechó, sonriendo. Ella se había resignado a un mes de tortura, pero ver a Cash McKay de vez en cuando iba a aliviar gratamente sus sufrimientos.
– Lexie… -repitió él, con una sonrisa. Pero ella se dio cuenta de que no le había causado demasiado efecto. Quizá no le gustaban las morenas de pelo corto y piel pálida-. Me alegro de conocerte en persona. Espero que te guste la montaña. Jed, ¿quieres subir a tomar un té?
– Claro. ¿Dónde está mi mocoso favorito?
– Sammy está en el colegio, pero llegará a casa dentro de una hora -sonrió Cash.
– ¿Sammy? -repitió Lexie.
– Mi hijo. En realidad, es mi sobrino, pero yo lo considero mi hijo. Lo conocerás durante la cena, si no antes… aunque es un poco vergonzoso con las mujeres -explicó Cash, sonriendo. Lexie se quedó alelada mirando aquella sonrisa de cine. Jed sacó dos de sus maletas de la avioneta y él sacó otras tres. Ninguno de los dos hombres hizo comentario alguno sobre la enorme cantidad de equipaje-. ¿Alguna cosa más, Lexie?
– Eso es todo -contestó ella, pensando en eso del sobrino-hijo. Pero, mientras lo pensaba, se tropezó con una raíz. No tenía mucha importancia porque Lexie estaba acostumbrada a tropezarse continuamente, pero debía cambiar sus sandalias italianas por algo más cómodo. Cuando llevaban caminando unos metros, empezó a faltarle la respiración-. No estoy acostumbrada a hacer ejercicio.
– Nadie lo está la primera vez que llega aquí. Para eso vienen. Para olvidarse del estrés de la gran ciudad, ¿no es así?
– Sí -contestó ella. Aunque nadie le había advertido que tendría que respirar un aire tan exageradamente limpio.
– Aunque no estés acostumbrada al campo, esto te gustará. Aquí no hay reuniones, ni presión…
Lexie conocía las razones por las que había ido allí, de modo que no tenía por qué escucharlo. Además, podría haber estado mirando su espalda durante todo el día.
Durante años, había elegido a sus novios con el mismo cuidado con el que elegía sus acciones, estudiando los pros y los contras, la posible duración, el valor a largo plazo. Su método de análisis funcionaba estupendamente en la bolsa, pero con los hombres… Lexie había renunciado temporalmente a jugar con algo tan arriesgado.
Como le había dicho a su amiga Blair, los vibradores eran mucho menos exigentes.
Pero eso no significaba que no le gustase mirar. En una escala de 0 a 10, Cash McKay era un diez en lo que se refería a traseros. Y a Lexie siempre le habían gustado mucho los traseros masculinos. Los vaqueros le quedaban como si se los hubiera hecho a medida. Tenía el pelo corto, de un color entre castaño y caramelo, y su piel bronceada contrastaba con sus brillantes ojos azules. Era un hombre, hombre, con mandíbula cuadrada, nariz recta y… aquel trasero del que Lexie no podía apartar la mirada.
– Estamos llegando. La casa está a unos metros.
– Muy bien -suspiró Lexie, sin dejar de mirar el objeto de sus simpatías. Unos segundos después, una cabaña de madera apareció ante sus ojos. Una cabaña enorme de tres pisos, con un porche que la rodeaba completamente. Lexie subió los escalones, tropezándose en uno de ellos, y entró en la casa.
Aquel sitio parecía el decorado de una película del oeste. En el vestíbulo había una escalera estilo Lo que el viento se llevó y a la derecha, un enorme salón, con una chimenea de piedra y sillones de cuero. Las ventanas eran muy altas y el suelo de madera estaba cubierto de alfombras. En una esquina, una mesa de billar y un piano.
Un sitio muy acogedor.
– Aquí es donde solemos pasar las tardes -explicó Cash, indicándole que lo siguiera-. Por la noche encendemos la chimenea porque casi siempre hace fresco. Aquí está el comedor… -Lexie asomó la cabeza y vio una enorme mesa de pino y una lámpara hecha con una antigua rueda de carromato-. Encontrarás las horas de las comidas en tu habitación, pero si tienes hambre, puedes bajar a la cocina cuando quieras. Queremos que te sientas como en casa… con una sola excepción. Antes de seguir, tenemos que parar un momento -siguió diciendo Cash, mientras abría la puerta de una oficina-. Me temo que tienes que desnudarte.
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