Jennifer Greene
Mi Bella Durmiente
Mi Bella Durmiente (31.03.1999)
Título Original: Her Holiday Secret (1998)
Blanco. Cuando abrió los ojos, a su alrededor todo parecía asombrosamente blanco: paredes blancas, ruido blanco, dolor blanco, sábanas blancas.
Lo último que recordaba era una explosión de colores intensos. Unas imágenes vagas flotaban en su cabeza de lo ocurrido antes de ese estallido. Iba conduciendo, sola. Caía tanta nieve como en una ventisca y la noche estaba más negra que el alma de una bruja. Y entonces, de pronto, el sonido del metal contra el metal, el choque, y todos aquellos colores que habían explotado en su cabeza. Después, nada.
Absolutamente nada. Aquel lugar era una habitación de hospital y el cuerpo se le quejaba en tantos lugares que no podía preocuparse por todos a la vez. Además, lo que más la preocupaba era que hubiera podido perder la memoria. Su nombre, por ejemplo, no le venía a la cabeza. Parecía no haber nada dentro de ella, excepto todo aquel blanco deslumbrante, y la terrible y angustiosa sensación de que algo malo había ocurrido… algo de lo que ella era responsable.
– Bueno, bueno, bueno… por fin te nos has despertado, ¿eh? -la enfermera que entró en tromba a la habitación tenía unas facciones redondeadas, enmarcadas por rizos castaños. Le estaba dedicando una sonrisa dulce, pero su mirada era profesional-. No intentes proezas, cariño. Por ahora, limítate a permanecer tumbada. Voy a tomarte el pulso y la tensión…
Tenía la garganta seca, y casi le era imposible hablar.
– Algo ha pasado. Un accidente, creo…
– Sí.
– ¿Ha sido culpa mía? ¿Alguien más ha resultado herido? Ay, Dios mío…
– No es que yo sepa demasiado, porque nunca nos enteramos de nada aquí arriba, pero cuando Bertha te subió de urgencias me dijo algo sobre una colisión frontal. No me pareció que fuese culpa tuya -la enfermera le abrió los ojos y los enfocó con un brillante haz de luz-. Te sentirás un poco confusa y desorientada, ¿verdad?
– No soy capaz de recordar nada de…
– No te preocupes, cariño. Has de tener un poco de paciencia. Un accidente es siempre una agresión tremenda para el sistema, y cuando el organismo ha producido toda esa adrenalina, la cabeza necesita después un poco de tiempo para recuperarse.
La enfermera le tomó el pulso y le colocó el puño para tomarle la tensión. Parecía tener cinco manos.
– No tienes que preocuparte por nada. Hombre, no es que vayas a poder presentarte a un concurso de belleza hasta dentro de unos días, pero no hay huesos rotos ni daños internos, aunque sé que tú tendrás la sensación de haberte peleado con una compañía de marines, ¿a que sí? Tienes un chichón de campeonato en la cabeza y unas cuantas magulladuras tamaño olímpico, pero todo eso desaparecerá antes de que puedas darte cuenta. El doctor Howard vendrá a verte enseguida. Hemos estado esperando a que te despertaras. Y el sheriff también está esperando para verte… ¿conoces a Andy Gautier? Es un encanto. Si te sientes con fuerzas, tiene que hacerte algunas preguntas sobre el accidente.
– Me parece que voy a servirle de bien poco. No recuerdo nada -la voz empezaba a sonarle con más fuerza y hasta la habitación iba cobrando nitidez. Lo único que seguía borroso era su estúpida cabeza-. Maldita sea… no recuerdo nada. Nada de nada.
– No te angusties por eso. Si quieres, podemos intentarlo con las cosas más básicas. Vamos a ver: ¿sabes cómo te llamas?
Experimentó un enorme alivio al recordarlo.
– Maggie. Maggie Fletcher.
– ¿Lo ves? En tu carné de conducir dice que tienes veintinueve años, pelo castaño, ojos verdes y que pesas cincuenta kilos. ¿Te suena?
Maggie habría asentido, pero con cualquier mínimo movimiento de la cabeza tenía la sensación de que alguien aplastaba vidrio dentro.
– Creo que mentí en lo del peso.
La enfermera se echó a reír.
– Todos lo hacemos, querida. ¿Y tu dirección? ¿La recuerdas?
– 302 River Creek Road.
– Otro acierto. Vamos a probar con unas cuantas más difíciles. ¿Sabes qué día es hoy, y dónde estás?
– Sí. Es viernes…, el viernes después de Acción de Gracias. Y no he estado aquí nunca, pero esto tiene que ser el hospital de White Branch.
La preocupación de la enfermera iba desapareciendo rápidamente. Todo estaba allí. Era como si alguien hubiese encendido la luz y todos los detalles de su vida reaparecieran de pronto. Recordó su cabaña, su trabajo, que había cenado en casa de su hermana la noche de Acción de Gracias. No estaba perdida. Todo iba bien.
Lo único que no podía recordar era ni un solo detalle de lo ocurrido después de la cena. Las veinticuatro horas anteriores al accidente eran simplemente un vacío, y ello no le importaría particularmente de no tener la sensación de haber hecho algo mal.
En opinión de la enfermera, que fuese capaz de contestar a esas preguntas era síntoma inequívoco de que no había de qué preocuparse.
– ¿Lo ves? ¿Qué te había dicho? Estás empezando a recordarlo todo. Tu sistema ha sufrido un golpe tremendo y es perfectamente normal que te sientas algo aturdida.
– Pero sigo teniendo un vacío. No sé adónde iba, no recuerdo nada de lo que hice en todo el día, ni por qué conducía de noche y sola. Tampoco recuerdo nada del accidente… no me estará mintiendo, ¿verdad? Es decir, que no hay ningún otro herido, ¿no? Y que no ha sido culpa mía.
– Si supiera algo más, te lo diría, pero no lo sé. Mira, haremos un trato: tú cierra los ojos y descansa unos minutos. Tienes una vía sólo con glucosa en el brazo, pero no quiero que te levantes de la cama tú sola. Voy a buscar al médico, y si le parece bien una vez te haya examinado, dejaré entrar a Andy un momento y podrás preguntarle más detalles del accidente. ¿Te parece?
La enfermera se marchó, y el doctor Howard llegó y se marchó también, dejándola completamente agotada. Desde el pasillo llegaba el ruido de una silla de ruedas, timbres de teléfono, voces. Su única estancia en un hospital había sido cuando, a la edad de seis años, le extirparon las amígdalas, y en aquella segunda ocasión, le estaba gustando aún menos que en la primera. La cama era demasiado dura, la habitación demasiado estéril y extraña, y nunca le había gustado que la trataran como a una inválida.
Quería estar en su casa. Ya. Inmediatamente. La cabeza le quemaba, las costillas le dolían horrores, y las magulladuras empezaban a anunciarse por todo el cuerpo. Si estuviese en su casa, en su propia cama, todo sería mejor. Podría descansar. Podría pensar. Cerró con fuerza los ojos, consciente de que una extraña culpabilidad estaba abriéndose paso a través de su conciencia. Tenía que haber una razón. Sólo tenía que conseguir concentrarse…
– ¿Maggie Fletcher? ¿Maggie?
Abrió los ojos rápidamente. Se había olvidado del sheriff, pero le bastó echar un vistazo a la puerta para darse cuenta de que no cometería dos veces ese mismo error.
Normalmente no solía importarle conocer hombres guapos, pero aquella fue una excepción. Se sentía demasiado agotada, demasiado machacada como para tener una sola hormona femenina que funcionase, pero, al parecer, un par de ellas aún tenían vida.
– Maggie, soy el sheriff, Andrew Gautier… Andy.
Se acercó a la cama y le ofreció una mano. El contacto duró no más de un par de segundos; fue un saludo educado y cuidadoso, pero su palma era cálida y fuerte, y su apretón tan directo y franco como parecía ser el hombre.
– No me han dejado muy claro si puedo hablar o no contigo -dijo-. Como conclusión he obtenido que si soy bueno y no te molesto demasiado, puedo quedarme un par de minutos, pero podemos dejarlo para otro momento si quieres. Siempre hay papeles que cumplimentar después de un accidente, y ya que estaba en el hospital… además, Gert parece pensar que te tranquilizaría conocer algunos detalles del accidente.
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