Carly Phillips
Sensaciones Al Límite
Serie Simply, 03
Título original: Simply Sensual.
Traducida por Jesús Gómez Gutiérrez.
Ben Callahan miró con el ceño fruncido la taza de porcelana china servida en bandeja de plata que tenía delante de sí. Incapaz de introducir uno de sus largos dedos en el agujero del asa, alzó la delicada taza abarcándola con toda la mano. De no haber sido por su anciana anfitriona, no le habría importado lo más mínimo rechazar el té. Pero Emma Montgomery había anunciado que era la hora del té, y por lo que Ben había podido ver, no iba a conseguir sacarle ninguna información relevante mientras no hubiera compartido con ella aquel diario ritual.
Nunca había entendido a los ricos, y su experiencia con ellos jamás le había dejado una impresión positiva. Su madre se había ganado la vida fregando suelos y Ben, desde que era un niño, había sido muy consciente de lo mal que siempre la habían tratado. Tan pronto como pudo ganar por sí mismo algún dinero, había procurado alejarla de aquellas ingratas tareas y del abuso verbal que solía acompañarlas. Resultaba irónico. A la mayor parte de los clientes que habían contratado sus servicios como investigador privado les sobraba el dinero. Y a Ben no le importaba cobrárselo con largueza. Con ese dinero no solo pagaba sus propias facturas, sino el coste de la plaza en el cómodo complejo residencial privado que le había regalado a su madre. Lo consideraba una especie de compensación por los muchos años de esfuerzo que le había dedicado.
La anciana que se hallaba frente a él era una cliente potencial. Se había puesto en contacto con Ben a través de una persona de su círculo social, para la cual había trabajado durante el año anterior. A primera vista, Emma Montgomery le parecía una persona tan tenaz como encantadora. Mientras que otros clientes intentaban esperar hasta el final del trabajo para pagarle.
Emma le había pagado el viaje y las dietas desde Nueva York a Hampshire, Massachusetts, solamente para que pudiera entrevistarse con ella. Le había ofrecido además una suculenta cantidad que jamás antes nadie le había pagado por un solo caso, prometiéndole que cubriría enteramente sus gastos fueran los que fueran, sin hacerle preguntas. Y todo eso antes de explicarle para qué había requerido sus servicios.
Ben no solamente estaba intrigado, sino inclinado a aceptar. El dinero que le había prometido le permitiría trasladar a su madre a una residencia en la que pudiera contar con atención individualizada. Dado el deterioro que estaba sufriendo en la vista ya no podía vivir sola, o al menos tendría que disponer de una ayuda constante. Si eso significaba transigir con manías como una hora fija para tomar el té con todo ese complicado ceremonial, lo soportaría encantado. Miró a su anfitriona. Aquellos penetrantes ojos castaños lo miraban a su vez por encima del borde de la taza, como diciéndole: «Espera, no tengas prisa». Ben se resignó a alzar su taza para tomar otro sorbo.
– Mi nieta necesita alguien que la cuide -le informó de repente la anciana.
Ben a punto estuvo de atragantarse con el té, y de paso tirar la taza al suelo. No debía de haberla oído bien. ¿Le estaba ofreciendo todo ese dinero por atender a una niña?
– ¿Perdón?
– Quizá no me haya expresado bien. Mi nieta está en proceso de encontrarse a sí misma y necesita que alguien la vigile.
Ben dejó la taza sobre su plato, antes de que finalmente se le acabara por caer.
– Creo que la han informado mal, señora Montgomery -hubiera o no dinero de por medio, no estaba dispuesto a ponerse a cuidar críos.
– Llámeme Emma -le ofreció ella, sonriendo.
– Emma. Soy un investigador privado, no un niñero. Por cierto, ¿qué edad tiene su nieta?
Emma recogió entonces un retrato de una mesa, y se lo enseñó. La mujer de la fotografía no era ninguna niña. Tenía el cabello rubio como la miel, unos cálidos ojos castaños y un rostro tan fino y delicado como la porcelana china que había estado a punto de tirar al suelo. Una oleada de deseo barrió a Ben, acelerándole el corazón.
– Tiene casi treinta años y es una verdadera belleza, ¿no le parece? -le preguntó Emma, orgullosa.
– Sí, -se movió incómodo en su asiento-… en efecto -«una auténtica princesa», añadió para sí.
En su profesión, Ben estaba acostumbrado a observar a mucha gente en la realidad y en fotografías. Estaba acostumbrado a formarse opiniones sobre las personas por pura intuición. Raramente se equivocaba en sus impresiones y nunca se dejaba engañar por una cara bonita. Y siempre había sido capaz de mantenerse distante. Hasta ahora. Aquella mujer era lo suficientemente bella como para abrumar sus sentidos y excitar su libido. Sus ojos reflejaban una riqueza de sentimientos y de ocultos secretos que ansiaba desvelar. Aquella misión, que había estado a punto de rechazar, de repente se había convertido en otra que no podía resistir, que se imponía por sí misma.
– Hace unos años Grace se trasladó a Nueva York -le informó Emma-. Ella siempre ha vivido de la cuenta que sus padres le abrieron nada más nacer. Siempre sin un trabajo permanente, sin una pareja estable -subrayó esas últimas palabras antes de mirar apreciativamente a Ben de arriba a abajo.
– Pero… ¿qué le sucede ahora a Grace para que usted haya decidido contactar conmigo así, de repente?
– Ha dejado de retirar dinero de su cuenta y ha decidido ganarse sola la vida.
– A mí me parece que ésa es una decisión admirable -comentó Ben.
– Bueno, claro que lo es. Fue así como la eduqué yo, al fin y al cabo: para que fuera una persona autónoma e independiente. Y lo logró, de sobra. Abandonó Hampshire para escapar al agobiante control de su padre, Edgar, que es mi hijo. Le llamamos «el juez», ya que ése es su oficio -se echó a reír, irónica-. Ese hombre no tiene ni idea de lo que significa una familia; en la suya, imparte justicia como si estuviera en un tribunal. Aunque tengo que admitir que, con el matrimonio de su otro hijo Logan y el bebé que acaba de tener, está aprendiendo un poco… Pero Grace, de cualquier manera, no se ha quedado a contemplar sus progresos.
– Entonces… ¿usted quiere que Grace vuelva a casa? -le preguntó Ben.
– No si ella vive segura y feliz en Nueva York. Ya lo ve; eso es todo lo que me importa. Pero no me llega ninguna información de ella porque no me dice absolutamente nada -la anciana se pasó un dedo por los labios imitando el cierre de una cremallera-. Lo único que me dice es que está bien y que no tengo que preocuparme -de repente resopló de furia-. ¿Cómo puedo no preocuparme cuando va por ahí con una cámara colgada del cuello, prestando más atención a sus fotografías que a cualquier otra cosa?
– Es una persona adulta -se sintió obligado a recordarle Ben.
– Las mujeres como ella son asaltadas todos los días en Nueva York. Ella jura y perjura que ha hecho un curso de autodefensa, como si eso bastara para tranquilizarme. Yo sé que me oculta cosas. Piensa que así yo, que soy ya muy vieja, estoy más tranquila. Pero se equivoca. No se da cuenta de que tenerme en la ignorancia es algo fatal para mi débil corazón.
Ben asintió, comprensivo. Su propio padre había muerto de un ataque cardíaco cuando él sólo tenía ocho años. Lo recordaba como un hombre bueno, con un corazón de oro. El problema era que ese corazón había sido tan débil que había muerto conduciendo a casa de regreso de su trabajo como director de un departamento comercial, no dejándole a su familia nada más que un poco de dinero en el banco y ningún seguro. Su madre se había visto entonces obligada a trabajar en lo único en que tenía experiencia: en actividades domésticas, sólo que en esa ocasión trabajando en las casas de los demás.
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