© 2013 por Ana Cortés
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A menos que se indique lo contrario, todos los textos bíblicos han sido tomados de la Santa Biblia, Versión Reina-Valera 1960 © 1960 por Sociedades Bíblicas en América Latina, © renovado 1988 por Sociedades Bíblicas Unidas. Usados con permiso. Reina-Valera 1960® es una marca registrada de la American Bible Society y puede ser usada solamente bajo licencia.
Editora en Jefe: Graciela Lelli
Adaptación del diseño al español: Grupo Nivel Uno, Inc.
ISBN: 978-1-60255-972-1
Impreso en Estados Unidos de América
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Contenido
N o recuerdo con exactitud cuándo fue que sentí curiosidad por el mundo de los negocios. Creo que sucedió de niña, como a los diez u once años, al ver a mi madre trabajando arduamente; tanto, que su tiempo no le pertenecía sino a los jefes de turno, al político, al proyecto, a cualquier cosa menos a ella. Mi madre siempre tenía que salir muy temprano de casa, tres o cuatro de la mañana, y regresaba tal vez para las diez u once de la noche. El dinero era escaso, el tiempo con nosotras casi no existía. Y lo peor de todo es que yo no sé ni siquiera si ella era feliz en lo que hacía. Fue precisamente entonces cuando empecé a pensar si la vida de los adultos era de esa manera; una de las personas más importantes de mi vida estaba creando en mí la imagen de: trabaja mucho, muy duro, y por tres pesos. Definitivamente eso me hacía sentir ya derrotada para vivir mi futuro.
O tal vez sentí curiosidad por los negocios de tanto ver a mi abuela materna, mamá Violeta, con su negocio de ropa. Ella es una mujer con unas dotes admirables para hacer empresa, y por eso en la casa que tenía construyó un cuarto a un costado y ahí habilitó su tienda. Yo me sentaba a su lado en el cuarto de la tienda a ver cómo ofrecía la ropa, las telas. Me encantaba estar ahí cuando llegaba el que le surtía la ropa. Ella escogía lo que mejor o más rápido se vendería, y yo soñaba en mi cabecita que todo lo que ella escogía era para mí. Mi abuela siempre ha sido muy perseverante, aun a sus ochenta y tantos años, sigue rentando sus casitas, de ahí se mantiene; administra su dinero, su tiempo; ella era y es una mujer libre. Siempre buscando qué más podría venderles a sus clientas cautivas. Ella conocía el gusto de cada una de las personas a las que les vendía, tenía muy buen conocimiento de sus clientes, y disfrutaba al darles un buen servicio.
Recuerdo que ella también iba a otra ciudad y en un mercadito de saldos compraba grandes cantidades de retazos de tela; los traía, los clasificaba y posteriormente los vendía en su pequeño negocio. Ella hacía milagros financieros, «vendía» la idea de la belleza, del crédito y de la confianza. Algunas veces me tocó ir con ella de compras y ver cómo hacía que el dinero le rindiera; era como imaginarme a Jesús haciendo el milagro de multiplicar los peces y los panes. Me llamaba mucho la atención y me llenaba de esperanza el darme cuenta de que la gente venía semana tras semana a darle el «abono»; y pensaba que quizás un día yo también podría recibir dinero semana tras semana por el solo hecho de dedicar un poco de tiempo para hacer lo que realmente me gustaba. Esa idea me resultaba increíble. Claro, en esa época yo no sabía que de lo que estaba hablando era de ganancias de capital, y de que cuando ella cobraba intereses por los pagos se estaba haciendo de ingresos pasivos con los que seguía adelante su vida. Creo que a sus clientas les gustaba regresar con mi abuela porque ella las escuchaba; si lo pienso de esa manera, ellas le pagaban por el tiempo que compartían con mi abuela, y lo hacían por medio de la compra de la ropa que ella vendía. Mi abuela era, además, un ejemplo para esas mujeres, ya que al ver lo que mamá Violeta lograba, la mayoría se sentían motivadas a seguir adelante en una vida que tal vez no les parecía la más hermosa. Pero con mi abuela, lo era, ya que ella tenía el don de vestirlas y hacerlas sentir hermosas por dentro y por fuera.
Recuerdo una tela azul y negra que compró, de la cual yo me enamoré… aún no sé por qué, pero yo me imaginaba cortando la tela y haciéndome vestidos; las telas representaban para mí la posibilidad de vivir una vida diferente a la que yo conocía. Representaban creatividad, ingresos, cambio de vida, felicidad, por eso aprendí a coser, a CREAR lo que nadie más podía hacer, una realidad en la que yo era feliz y en la cual tenía el control de mi vida.
Mis padres se separaron cuando yo tenía once años. Tengo dos hermanas, y hemos sido el «cordón de tres dobleces» por muchísimos años. El estar solas por tantas horas, porque mi mamá tenía que trabajar tanto para mantenernos, nos hizo ser muy unidas y siempre buscar soluciones juntas, y así seguimos hasta ahora.
Las tres formamos parte de la compañía que tengo en la actualidad, y seguramente este lazo tan fuerte que tenemos existirá hasta el día en que nos vayamos de esta tierra. Recuerdo que mientras mis amigas tenían regalos y les compraban ropa para el día del estudiante, muchas veces a mí me tocaba usar la ropa de mi mamá. En una ocasión, durante una fiesta de quinceañera, estando ahí sentada con todas mis amistades, una amiga se acercó y me preguntó por qué siempre usaba ropa tan grande y tan de «señora». No tenía palabras en mi boca, no sabía cómo contestar. Por dentro quería que me comiera la tierra, tenía mucha vergüenza, gracias a Dios un buen amigo me tomó de la mano y me llevó a bailar. Aún siento vergüenza en mi corazón cuando pienso en ese momento, pero también siento el gozo al recordar que vi los ojos de mi Salvador que me llevó a la pista. Cada vez que pienso en momentos como esos, me queda claro que esas emociones se anclaron a ideas que pronto me ayudarían a decidir que yo no quería en mi vida la escasez, la limitación y mucho menos la esclavitud al dinero.
A veces simplemente le pedía a mamá Violeta que me regalara alguna tela, y me sentaba a coser, a hacerme alguna ropa para esas festividades, cosía en una máquina de pedales Singer, de esas viejitas que hay que darle vueltas. Mi abuela, con gusto y disgusto, terminaba dándomela y me decía: «¡Ándele pues! hágase su ropa, y más le vale que le quede bien bonita!». Ella se sentía orgullosa de que yo no me detuviera con la limitación del dinero. Así que me animaba a que tuviera creatividad, a que me disciplinara, y me sentara a hacer realidad mi felicidad. Unas telas, el hilo, la aguja y las tijeras eran suficientes para cambiar mi tristeza por felicidad. La escasez por abundancia, la imposibilidad por un infinito de posibilidades.
No era buena para coser, pero de eso a nada aprendí a contentarme con lo que podía crear. Con encontrar posibilidades en lo que tenía a la mano. ¡Uf!, las costuras siempre me quedaban torcidas o volteadas, unos lados más largos o cortos que otros. La verdad es que por algún tiempo me avergonzó mucho que mis amigas vistieran ropa nueva y yo tuviera que coser la mía o usar la de mi mamá. Más bien dentro de mí siempre estaba buscando cómo encajar con el resto de mis amigas y así poder ser aceptada. Durante el período entre los doce y los diecisiete años no había nada más importante para mí que poder encajar en un ambiente en el cual la mayoría de mis amigos tenían papá y mamá, y ellos proveían todo. Yo no tenía ninguna de las dos cosas. Aunque mi mamá estaba con nosotros, siempre estaba ausente, y no era su ausencia física la que me dolía, era su ausencia de amor y de apoyo hacia nosotras. Más tarde entendí que mi madre simplemente me daba lo que ella sabía dar, y lo entendí mucho más cuando me tocó a mí ser madre. Mi abuela me enseñó a ser fuerte; ella parecía no necesitar a nadie, y muy pronto terminé imitando esa forma de ser. De esa manera, la felicidad era mía, yo la producía, sin que nadie tuviera que proporcionármela.
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