Zygmunt Bauman - Miedo líquido
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- Libro:Miedo líquido
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2006
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Miedo líquido: resumen, descripción y anotación
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Hasta ahora se creía que la modernidad iba a ser aquel período de la historia humana en el que, por fin, quedarían atrás los temores que atenazaban la vida social del pasado y los seres humanos podríamos controlar nuestras vidas y dominar las imprevisibles fuerzas de los mundos social y natural. Y, en cambio, en los albores del siglo XXI volvemos a vivir una época de miedo. Tanto si nos referimos al miedo a las catástrofes naturales y medioambientales, o al miedo a los atentados terroristas indiscriminados, en la actualidad experimentamos una ansiedad constante por los peligros que pueden azotarnos sin previo aviso y en cualquier momento. «Miedo» es el término que empleamos para describir la incertidumbre que caracteriza nuestra era moderna líquida, nuestra ignorancia sobre la amenaza concreta que se cierne sobre nosotros y nuestra incapacidad para determinar qué podemos hacer (y qué no) para contrarrestarla.
En esta obra, Zygmunt Bauman —uno de los pensadores sociales más influyentes de nuestra época— nos presenta un Inventario exhaustivo de los temores de la modernidad líquida y nos explica cómo podemos desactivarlos o hacer que se vuelvan inofensivos.
Zygmunt Bauman
La sociedad contemporánea y sus temores
ePub r1.0
diegoan 18.03.16
Título original: Liquid Fear
Zygmunt Bauman, 2006
Traducción: Albino Santos Mosquera
Diseño de cubierta: Gustavo Macri
Editor digital: diegoan
ePub base r1.2
SOBRE EL ORIGEN, LA DINÁMICA Y LOS USOS DEL MIEDO
… tiene el miedo muchos ojos
y vee las cosas debajo de tierra.
MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA,
Don Quijote
No se necesita un motivo para tener miedo […] Yo me asusté, pero está bien tener miedo sabiendo por qué
[…]
ÉMILE AJAR (Romain Gary),
La vie en sol
Permítanme aseverar mi firme creencia en que nada debemos temer sino el miedo en sí.
FRANKLIN DELANO ROOSEVELT,
discurso de investidura, 1933
E xtraño, bien que muy habitual, amén de familiar a todos nosotros, es el alivio que sentimos y la súbita irrupción de energía y valor que nos invade cuando, tras un largo período de desasosiego, ansiedad, oscuras premoniciones, días de aprensión y noches sin dormir, conseguimos finalmente enfrentarnos al peligro real: esa amenaza que podemos ver y tocar. Aunque quizá no sea esta una experiencia tan singular como parece si tenemos en cuenta que, tras tanto tiempo, llegamos por fin a saber qué se escondía detrás de aquella sensación indefinida (aunque obstinada) de fenómeno terrible (aunque inevitable) que se cierne sobre nosotros y que ha envenenado los días que deberíamos haber disfrutado pero que, por alguna razón, no pudimos, además de quitarnos el sueño por las noches… En el momento en el que averiguamos de dónde procede esa amenaza, sabemos también qué podemos hacer (sí es que podemos hacer algo) para repelerla o, cuando menos, adquirimos conciencia de lo limitada que es nuestra capacidad para salir indemne de su ataque y de la clase de pérdida, lesión o dolor que tenemos que aceptar.
Todos hemos oído anécdotas de cobardes que se transformaron en luchadores intrépidos cuando se vieron enfrentados a un «peligro real», cuando el desastre que habían estado esperando día tras día, pero que en vano habían tratado de imaginar, les sacudió finalmente. El miedo es más temible cuando es difuso, disperso, poco claro; cuando flota libre, sin vínculos, sin anclas, sin hogar ni causa nítidos; cuando nos ronda sin ton ni son; cuando la amenaza que deberíamos temer puede ser entrevista en todas partes, pero resulta imposible de ver en ningún lugar concreto. «Miedo» es el nombre que damos a nuestra incertidumbre: a nuestra ignorancia con respecto a la amenaza y a lo que hay que hacer —a lo que puede y no puede hacerse— para detenerla en seco, o para combatirla, si pararla es algo que está ya más allá de nuestro alcance.
La experiencia de la vida en la Europa del siglo XVI —el momento y el lugar en el que estaba a punto de dar comienzo nuestra era moderna— fue escuetamente resumida por Luden Febvre en sólo cuatro célebres palabras: «Peur toujours, peur partout» («miedo siempre, miedo en todas partes»). Febvre vinculó esa omnipresencia del temor a la oscuridad, que empezaba al otro lado de la puerta de la choza y envolvía el mundo existente más allá de la valla de la granja, En la oscuridad, todo puede suceder, pero no hay modo de saber qué pasará a continuación. La oscuridad no es la causa del peligro, pero sí el hábitat natural de la incertidumbre y, por tanto, del miedo.
La modernidad tenía que ser el gran salto adelante: el que nos alejaría del miedo y nos aproximaría a un mundo libre de la ciega e impermeable fatalidad (esa gran incubadora de temores). Como bien reflexionaba Victor Hugo, hablando con añoranza y elogiosamente sobre la ocasión: impulsada por la ciencia («la tribuna política se trasformará en científica»), una nueva era vendrá que supondrá el fin de las sorpresas, las calamidades, las catástrofes, pero también de las disputas, las falsas ilusiones, los parasitismos…, en otras palabras, una época sin ninguno de los ingredientes típicos de los miedos. La que iba a ser una ruta de escape acabaría convirtiéndose, sin embargo, en un largo rodeo. Transcurridos cinco siglos, como espectadores que contemplamos —desde el extremo del presente— una dilatada fosa de esperanzas truncadas, el veredicto de Febvre suena —de nuevo— sorprendentemente oportuno y actual. Los nuestros vuelven a ser tiempos de miedos.
El miedo es un sentimiento que conocen todas las criaturas vivas. Los seres humanos comparten esa experiencia con los animales. Los estudiosos del comportamiento de estos últimos han descrito con gran lujo de detalles el abundante repertorio de respuestas que manifiestan ante la presencia inmediata de una amenaza que ponga en peligro su vida, y que, como en el caso de los humanos cuando se enfrentan a una amenaza, oscilan básicamente entre las opciones alternativas de la huida y la agresión. Pero los seres humanos conocen, además, un sentimiento adicional: una especie de temor de «segundo grado», un miedo —por así decirlo— «reciclado» social y cultural mente, o (como lo denominó Hugues Lagrange en su estudio fundamental sobre el miedo) un «miedo derivativo» que orienta su conducta (tras haber reformado su percepción del mundo y las expectativas que guían su elección de comportamientos) tanto si hay una amenaza inmediatamente presente como si no. Podemos considerar ese miedo secundario como el sedimento de una experiencia pasada de confrontación directa con la amenaza: un sedimento que sobrevive a aquel encuentro y que se convierte en un factor importante de conformación de la conducta humana aun cuando ya no exista amenaza directa alguna para la vida o la integridad de la persona.
El «miedo derivativo» es un fotograma fijo de la mente que podemos describir (mejor que de ningún otro modo) como el sentimiento de ser susceptible al peligro: una sensación de inseguridad (el mundo está lleno de peligros que pueden caer sobre nosotros y materializarse en cualquier momento sin apenas mediar aviso) y de vulnerabilidad (si el peligro nos agrede, habrá pocas o nulas posibilidades de escapar a él o de hacerle frente con una defensa eficaz; la suposición de nuestra vulnerabilidad frente a los peligros no depende tanto del volumen o la naturaleza de las amenazas reales como de la ausencia de confianza en las defensas disponibles). Una persona que haya interiorizado semejante visión del mundo, en la que se incluyen la inseguridad y la vulnerabilidad, recurrirá de forma rutinaria (incluso en ausencia de una amenaza auténtica) a respuestas propias de un encuentro cara a cara con el peligro; el «miedo derivativo» adquiere así capacidad autopropulsora.
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