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Zygmunt Bauman - Retrotopia

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Zygmunt Bauman Retrotopia

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A Aleksandra compañera de mi pensamiento y de mi vida 1 DE VUELTA A HOBBES - photo 1

A Aleksandra, compañera de mi pensamiento y de mi vida

1
¿DE VUELTA A HOBBES?

La idea de que la pregunta que sirve de título a este capítulo es un signo de nuestros tiempos es de aquellas que, cuando menos, se deduce del examen de una serie de pronósticos cada vez más frecuentes (algunos de ellos vestidos/disfrazados de diagnósticos) o que pueden extrapolarse (como típicamente se hace con las predicciones) a partir de los titulares más recientes y estadísticamente más comunes. Cada vez se confía menos en que el Leviatán de Hobbes (del que, hasta no hace tanto, se creía que se había desenvuelto como correspondía en la misión —inicialmente postulada para él— de reprimir la crueldad innata de los seres humanos a fin de hacer que la vida entre ellos fuese realmente vivible, y no «desagradable, brutal y corta») sea capaz de hacer bien su trabajo o, por lo menos, de conseguir que alguien lo haga bien por él. La agresividad humana endémica, que se traduce una y otra vez en una propensión a la violencia, no parece haberse atenuado ni, menos aún, apagado; está muy viva y siempre preparada para colear sin apenas avisar (o hacerlo sin previo aviso).

El proceso civilizador que se suponía que el Estado moderno se había encargado de diseñar, llevar a cabo y supervisar se parece cada vez más a como Norbert Elias (con toda la intención o sin ella) nos lo presentó, es decir, a una reforma de los modales humanos, que no de las humanas capacidades, las predisposiciones y los impulsos. En el curso del proceso civilizador, los actos de violencia humana fueron barridos de nuestra vista, pero no de la naturaleza humana en sí, amén de «externalizados», «subcontratados» a profesionales (sastres confeccionadores de violencia a medida, por así llamarlos) o filializados a unos seres humanos inferiores, «impuros»: esclavos, semiesclavos o siervos (cabezas de turco, por así decirlo, sobre cuyas espaldas se arrojó la carga de los vergonzosos pecados de una agresividad indómita). En el fondo, hablo aquí de un proceso que no difiere sustancialmente de aquel que se completó en la India, muchos siglos antes, por medio de su sistema de castas, que relegó los trabajos considerados impuros, degradantes y contaminantes a los «intocables», una casta situada fuera del sistema de castas mismo, un grupo (el de los llamados «parias») que venía a ser la quinta casta, pero ubicada fuera (entiéndase «debajo») o, para ser más precisos, en un vacío social, sin derecho a volver, despojada de las reglas morales/conductuales que vinculan a los miembros de dentro de la sociedad propiamente dicha —y que, en general, son quienes las cumplen—, la cuatripartita varna a la que el grueso principal de la sociedad india se suponía que pertenecía. Lo mismo puede decirse de la muy reciente reencarnación de ese tipo de casta en forma de una clase marginada o «infraclase»: una clase situada fuera del sistema de clases y, por consiguiente, fuera también de una sociedad dividida en clases. La función «civilizadora» del «proceso civilizador» consistía en poner fin a las ejecuciones públicas, las picotas y los cadalsos en las plazas públicas, así como en trasladar a las cocinas, rara vez visitadas por los comensales, la labor de descuartizar las carcasas sangrientas de los animales que antes se llevaba a cabo en los comedores de las casas donde aquellas se consumían; o, para el caso, en exaltar al mismo tiempo la maestría humana natural y la inventada superioridad moral sobre los animales mediante el ritual anual de la caza del zorro. Erving Goffman añadiría a esa lista de labores civilizadoras la «desatención cortés» —el arte de desviar la mirada de un extraño con el que coincidimos en una acera, en un vagón del transporte público o en la sala de espera del dentista—, indicativa de la intención de abstenerse de contactar con esa otra persona, no sea que de una interacción entre actores desconocidos entre sí surjan impulsos desagradables fuera de control que nos revelen (para vergüenza nuestra) al «animal que llevamos dentro» y que hay que mantener enjaulado, recluido bajo llave y bien oculto.

Con la ayuda de estos recursos y estratagemas y de otros parecidos, el animal hobbesiano encerrado en el ser humano salió de la reforma moderna de los modales intacto y sin domar, potente, rudimentario, tosco, zafio, grosero y en perfecto estado de conservación: el proceso civilizador solo había conseguido revestirlo de cierta pátina o «externalizarlo» (como cuando la agresividad se transfiere de los campos de batalla a los campos de fútbol), pero no remediarlo ni, menos aún, exorcizarlo. Ese animal vive aguardando su momento, preparado para borrar la terriblemente fina capa de decoro convencional que nos recubre y que está ahí para esconder esa parte tan poco atractiva de nosotros, que no para reprimir y contener lo siniestro y lo sangriento.

Timothy Snyder ha hecho una particular relectura y reevaluación de la espeluznante y funesta experiencia del Holocausto (y, en particular, del hecho de que el mal fuese perpetrado por muchos y que solo unos pocos fueran capaces de mantener y exhibir un «instinto moral» y una «bondad humana»):

Quizá nos imaginamos a nosotros mismos como rescatadores en una catástrofe futura. Pero si se destruyesen los Estados, si se corrompiesen las instituciones locales y si los incentivos económicos nos orientasen hacia el asesinato, pocos de nosotros nos comportaríamos como es debido. Apenas hay razón alguna que nos induzca a pensar que somos éticamente superiores a los europeos de las décadas de 1930 y 1940, ni que somos menos vulnerables a ideas como las que Hitler tan eficazmente promulgó y llevó a la práctica.

Lo que, para consuelo nuestro, creímos que era (al menos, en cuanto a su intención, cuando no en cuanto a sus efectos ya tangibles) un hito de la ingeniería social por haber conseguido extirpar y desterrar a Mr. Hyde de las entrañas del doctor Jekyll de una vez por todas, nos da ahora la impresión visual y táctil de parecerse cada vez más a un intento de cirugía plástica —más propio de Dorian Gray— dirigida a suplir la realidad por su presentación. Cuando se efectúan en la vida real, las intervenciones estéticas tienden a requerir nuevas y regulares repeticiones, pues los efectos de cada una de ellas tienen, por regla general, una esperanza de vida breve. Lo que hemos comprendido es que, en vez de aspirar a esa batalla que lo decidirá todo en última y victoriosa instancia entre calma/cortesía/mantenimiento de las distancias (por un lado) y violencia (por el otro), tenemos que prepararnos más bien para una sucesión infinitamente larga de acciones «proactivas» neutralizadoras. Parece que nos estamos haciendo a la idea de la posibilidad de una guerra hasta la extenuación, continua y nunca decisiva, entre una violencia buena (desplegada en nombre de la ley y el orden, comoquiera que los definamos) y una violencia mala (perpetrada con el fin de debilitar, quebrar e incapacitar la versión actual de la ley y el orden, pero que es mala también porque tienta insidiosamente a las fuerzas de la violencia buena para que adopten los instrumentos y la estrategia de su enemiga). No nos queda más remedio que clasificar la utopía de un mundo sin violencia como una de las más hermosas, pero, por desgracia, también una de las más inalcanzables.

¿Cómo explicar ese poco previsto (aunque no por ello menos radical y trascendental) giro en el modo en que tendemos a concebir el fenómeno de la violencia? Puede que se debiera a la repentina erupción de actos violentos que los ubicuos e infatigables medios de comunicación nos han hecho llegar, siguiendo el patrón indicado ya en su momento por William Randolph Hearst y su fórmula para crear noticias que capten la atención («las noticias deberían servirse como el café, recién hechas y calientes»): noticias que literalmente son introducidas a la fuerza en nuestro umbral de atención. ¿Podríamos entonces considerar ese estallido de violencia altamente visible y palpable un efecto de la transformación de las fronteras (que, en tiempos, imaginábamos murallas infranqueables) en elementos sumamente porosos y osmóticos, zarandeadas como están por los crecientes vendavales agitados y potenciados por los actuales procesos de la globalización?

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