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José Ortega y Gasset - Tomo III (1917-1928)

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José Ortega y Gasset Tomo III (1917-1928)

Tomo III (1917-1928): resumen, descripción y anotación

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Tercero, de los nueve tomos, de la edición de la Revista de Occidente.

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José Ortega y Gasset

Tomo III (1917-1928)

Obras Completas de Ortega y Gasset - 3

ePub r1.1

Titivillus 13.12.17

José Ortega y Gasset, 1947

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

ARTÍCULOS 1917-1920 DON GUMERSINDO DE AZCÁRATE HA MUERTO E N las mismas - photo 3

ARTÍCULOS

(1917-1920)

DON GUMERSINDO DE AZCÁRATE HA MUERTO

E N las mismas horas en que D. Rafael M.a de Labra sufre una grave enfermedad, D. Gumersindo de Azcárate se aleja de la vida. Al ausentarse tan venerable figura de entre nosotros parece entrar definitivamente en la historia, que habla por ecos —el documento, la imagen, la leyenda—, una edad de la existencia española. Estos años postreros habían segado las últimas filas de los hombres que actuaron en los tiempos anteriores a la Restauración y eran para nosotros como supervivientes de una época que nos parecía más heroica, más enérgica, de mayor frenesí espiritual, sobre la cual había venido luego un diluvio de corrupción, cinismo y desesperanza. Conforme iban cayendo al golpe de la hoz incansable esos hombres mejores y de histórica fisonomía, la figura castiza de Azcárate parecía condensar sobre sí todas las alusiones, remembranzas y sentimientos que en nosotros aquel pasado levantaba, como en la llanura, bajo el Sol, alza el viento doradas tolvaneras. «¡Ya se van, ya se van!» —decíamos. Y luego: «¡Queda Azcárate!» Enjuto, de aventajada estatura, barba de plata y rostro cetrino, le veíamos pasar, emocionados, como a un Don Quijote vuelto a la cordura. Con él pasaban las sombras de Castelar y Cánovas, Salmerón y Giner. Cuando entraba y salía, entraba y salía en nuestras almas un vasto rumor de ideales entusiasmos, una cálida ráfaga de esencial patriotismo y trascendente humanidad.

El semblante de la vida cambia con cada generación. Trae cada una de ellas una peculiar sensibilidad, ciertas propensiones genuinas para el pensar y el sentir. Esto hace que valoren las cosas de distinta suerte y prefieran, los de hoy, ideas y obras de arte que los de ayer desestimaron, o sientan aversión por lo que éstos amaron. Y acontece que en el regazo de cada época conviven siempre tres generaciones: los abuelos, los padres, los hijos. Así hemos habitado el mismo girón del tiempo los hombres de la República, los hombres de la Restauración y los que aún tenemos blanco y sin armas el escudo. Pues bien, nada acaso indica mejor cuál será el futuro español, como notar el hecho de que los hombres con el escudo blanco sentíamos mayor afinidad con los hombres de 1869 que con los restauradores. Y no era, ciertamente, su República lo que nos atraía, eran su sentido moral de la vida, su anhelo de saber y de meditar. Frente a ellos, los hombres educados en la Restauración parecían desmoralizados y frívolos, exentos de curiosidad y de estudio. Aquéllos fueron profesores, escritores, amigos del libro y la idea. Estos eran, y son, abogados, negociantes, aficionados a mínimas intrigas.

Se nos va con Azcárate el último ejemplar de una casta de hombres que creía en las cosas superiores y para los cuales toda hora llegaba con un deber y un escrúpulo en la alforja. Y como en todas las castas nobles parecen sutilizarse y aquilatarse las excelencias del linaje cuando la adversidad diezma sus filas, enrarecida por la muerte, la sangre de aquella venerada generación vino a adquirir en Azcárate, su hombre último, la más pura y sencilla calidad. Muere solo, nuestro bueno y amado Don Quijote de la barba de plata, solo entre sus libros y sus virtudes.

¿Solo? Con soledad de los suyos al menos. Porque nosotros somos del futuro. Nuestra filial piedad consistirá en seguirle. Pero seguir a Azcárate —como seguir a Giner— es seguir hacia adelante.

De un egregio pasado español ya no queda nada: ¡Ya no queda Azcárate!

Pero ahora queda sobre su tumba lo que debe quedar siempre cuando los que viven son fieles a los muertos: el verde brote de la esperanza.

Publicado sin firma en El Sol, 15 de diciembre de 1917.

ESTAFETA ROMÁNTICA

UN POETA INDO

I

S EÑORA, el nombre de Zenobia Camprubí suena a nombre de un hada que nos parece haber visto en el cuento mejor. En uno de sus vuelos, casi irreales, este hada, que tiene los ojos azules y una nube rubia sobre las sienes, cayó en la red de un poeta. Porque los poetas son furtivos cazadores de hadas: tienden en las afueras de la realidad redes de cristalinos hilos, que tejen para ellas unas arañas sentimentales. Todo lo grávido, todo lo material, todo lo filisteo atraviesa las ilusorias retículas sin romperlas ni mancharlas. ¡Sin enterarse de ellas! Sólo las hadas quedan prendidas. Así este hada Zenobia es hoy un hada bien maridada al egregio poeta Juan Ramón Jiménez. En lírico homenaje, como Titania y Oberón por la selva, atraviesan nuestra árida existencia nacional, fabricando inverosimilitud. Jiménez tañe sus propios versos, y ambos juntos traducen poetas lejanos, esto es, se dedican a hacer en España el contrabando de la poesía. Pues no otra cosa que contrabando es introducir en nuestro país mentefacturas poéticas, si se advierte que los españoles solemos adoptar ante el lirismo una actitud de carabineros.

Ahora nos ofrecen la obra del poeta indio Rabindranath Tagore. Primero tradujeron La luna nueva y El jardinero. Luego han seguido, con breve intervalo, El cartero del Rey, Pájaros perdidos y La cosecha.

¿Qué podré decir a usted, señora, de este poeta bengalí?

Nada define mejor a un hombre como las cosas que él necesita para la obra de su vida. Recordemos cuando de niños llegaba el artesano a nuestra casa. El alma se nos subía toda a los ojos para mirar lo que aquel hombre sacaba de su espuerta o de su faltriquera. Según los instrumentos que manejaba, sabíamos quién era. Era el Carpintero o el Lañador o el Vidriero. Había sobre todo uno que nos parecía un ser poderoso y envidiable; trabajaba acurrucado, en silencio, y de cuando en cuando encendía una linternita de la cual salía al punto un sonoro vendaval con una frenética lengua de fuego que lamiendo los metales se los comía. Era el Fontanero, que traía de su casa viento y fuego, prisioneros en su linternita.

Pues algo parejo acontece con los poetas. ¿Con qué material hace un poeta sus versos? ¿Cuál es su ajuar lírico? Piense usted en Zorrilla: ¿Qué hubiera sido de Zorrilla sin catedrales, sin castillos, sin callejas, sin dagas, sin chambergos, sin tocas, sin huríes, sin albornoces?

Rabindranath, en cambio, no necesita nada histórico y suntuario, nada peculiar de un tiempo y de un pueblo. Con un poco de sol, de cielo y de nube, de hontanar y de sed, de tormenta y de ribera, con el quicio de una puerta o el marco de una ventana donde asomarse, sobre todo con un poco de amoroso incendio y de fiebre hacia Dios, elabora sus canciones. Esta lírica se compone, pues, de cosas universales, que dondequiera hay, dondequiera ha habido, y hacen de ella un pájaro pronto a cantar desde toda rama.

Oiga usted, por ejemplo, esta voz, que en un aire inquieto y juvenil de primavera, llega hasta nosotros, anónima:

«Como corre la gacela, loca de su propio perfume, por la sombra del bosque, así en esta noche del corazón de mayo, caliente de la brisa del Sur, corro yo loco. He perdido mi camino y yerro al azar. Y quiero lo que no tengo y tengo lo que no quiero».

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