José Ortega y Gasset - Tomo II (1916-1934)
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- Libro:Tomo II (1916-1934)
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1946
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Tomo II (1916-1934): resumen, descripción y anotación
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(pensamientos sobre África menor)
S I vemos que alguien no es ni siquiera curioso, pensaremos, por fuerza, que no es inteligente; menos aún, que carece de vitalidad. Vivir es un verbo muy extraño. Por una parte, significa el peculiar modo de existencia que lleva el organismo individual. Este es un trozo de realidad acotado y aparte de las demás cosas. Vida es siempre realidad propia y exclusiva de alguien, es vida mía, o tuya, o suya. Es lo que pasa dentro de mí, en los límites de mi cuerpo y mi conciencia. Pero si observamos qué es lo que pasa dentro de nosotros, qué es nuestro vivir, advertiremos que consiste siempre en un ocuparnos con las cosas en tomo, con el mundo en derredor: vivir es ver, oír, pensar en esto o en lo otro, amar y odiar a los demás, desear uno u otro objeto. De donde resulta que vivir es, a la vez, estar dentro de sí y salir fuera de sí; es precisamente un movimiento constante desde un dentro —la intimidad reclusa del organismo— hacia un fuera, el Mundo. Pero al llegar a ese «fuera», por ejemplo, a un paisaje cuando lo vemos, lo que hemos hecho es meterlo dentro de nosotros, nos lo hemos tragado. Por tanto, desde fuera hemos Vuelto a dentro, trayéndonos en las garras botín cósmico. En consecuencia, vivir es un movimiento circular que va de dentro a fuera y desde fuera otra vez a dentro. Vivir es un verbo, a la par, transitivo y reflexivo: vivirse a sí mismo en tanto en cuanto vivimos las cosas.
Para que la vitalidad sea completa y sana es menester que ese movimiento se cumpla enérgicamente en su doble dirección. No sólo salir de sí a las cosas, sino traerse luego éstas, apoderarse de ellas, internarlas, entrañárselas. El que sólo es curioso no hace más que lo primero: todo le llama la atención. Ya es algo. Comienza a vivir. Sale de sí. Pero si todo le llama la atención, no podrá fijarse en nada. Apenas llega a una cosa, ya otra estará reclamándole. Lo curioso de la cosa curiosa es simplemente su novedad, y como ésta se pierde en el primer contacto con el objeto, la curiosidad no hace más que resbalar por las cosas sin adueñarse de ellas, sin volver a la persona con la nueva riqueza. El curioso no vuelve a sí, no tiene fuerza para resistir a la llamada que le hacen las circunstancias, se pierde en ellas, se enajena y anula. Para apoderarse de las cosas es menester entrañárselas, y para esto es menester fijarse bien en ellas, y para fijarse en algo es menester extrañarse. El curioso no puede extrañarse de nada, porque le atrae la novedad de la cosa y nada más. No le atrae la cosa misma. La curiosidad es la vitalidad mínima, es su forma frívola. Alma sin densidad, la del curioso gravita a merced del panorama que le rodea. En cambio, el espíritu plenamente vital no es curioso. No sale de sí mismo sin más ni más: no vive, por decirlo así, en la calle. Es menester que haya algún serio motivo para abandonar su íntima reclusión, que la cosa ofrezca interés por sí misma, que obligue a fijarse en ella. Pero sólo podemos fijarnos en lo que nos extraña. Y ver algo extraño significa sencillamente que descubrimos un problema. La diferencia esencial entre la «cosa curiosa» y la «cosa extraña» es que aquélla tiene novedad y ésta contiene un problema. El problema propone a la mente una tarea, un trabajo, y en este esfuerzo sobre el objeto nos afirmamos frente a él, nos hacemos dueños de él, nos lo entrañamos.
La plena vitalidad del espíritu consiste, pues, en ser curioso de problemas.
Esto me ha ocurrido pensar cuando me he preguntado si mi interés por los temas africanos, continuado durante muchos años, era simplemente curiosidad, voluptuosidad de lo exótico, etc. Luego contaré cómo nació en mí ese interés: Melilla, conquistada por los españoles a fines del siglo XV, permanecía aún en el siglo XX encerrada dentro de sus murallas, sin trato con el campo. No había podido en cuatrocientos años contaminar ni siquiera um legua de campiña en tomo. Ciudad y campo vivían perpetuamente hostiles e incomunicantes. ¡Cosa extraña! Problema.
* * *
Cada uno de los pueblos superiores que han pasado por el Norte de África lo ha visto de distinto modo. Roma ve Númidas y Gétulos. Pasa Roma, y con ella desaparecen esas dos imágenes. Los árabes nos hablan de Botr y Beranés. Hemos llegado los europeos, y lo que hallamos es árabes y bereberes. Es sorprendente que al retirarse cada gran nación colonizadora se lleve al país consigo —quiero decir su aspecto: lo retira como se recoge un tapiz después de la fiesta.
Y es todavía más sorprendente que esos aspectos sucesivos del África Norte o África Minor coincidan en la forma dual. La pareja de denominaciones subsiste al través de los variantes nombres. Sospechamos al punto que en la escena africana se representa inmemorialmente un drama entre dos personajes. Esos nombres tan diversos son, por lo visto, nombres de actores que se suceden en la ejecución de los dos grandes papeles.
Este drama debe ser muy original, específicamente africano porque las razas egregias que lo han presenciado no lo han entendido bien. El romano y el europeo de hace tres siglos llegaban con sus ideas sobre la realidad histórica forjadas ya. Forjadas como se forjan todas nuestras ideas fundamentales: en vista de ciertos hechos constantes y muy simples que desde siempre hemos presenciado. Una vez que nos hemos formado una cierta idea de lo que es la realidad, si ésta cambia, nos costará mucho trabajo verla en su nuevo cariz. La vieja idea se interpone entre la retina y las cosas. Así, romanos y europeos, cegados por la concepción de lo histórico que su experiencia les había impuesto, sólo han notado que actuaban en África dos fuerzas históricas distintas y antagónicas, de cuyo conflicto y enlace surgía la peculiar vida africana. Pero no consiguieron descubrir la nota esencial de uno y otro poder.
Es preciso que preguntemos a un indígena, a un hombre intacto por nuestras ideas, para quien la realidad sea primordialmente la realidad africana. Lo malo es que los indígenas de África no suelen ser pensadores, aun cuando estudien y escriban libros históricos. Ese prodigioso acto —la gran hazaña de la mente—, en el cual el individuo se revuelve frente y, en cierto modo, contra la realidad circundante, y construye un esquema conceptual de ella —red con que la prende—, se ha cumplido muy pocas veces en África.
Afortunadamente, hay una egregia excepción. Un africano genial, de mente tan clara y tan pulidora de ideas como la de un griego, va a introducirnos en ese orbe histórico, donde nuestro espíritu no logra hacer pie. Es Abenjaldún, el filósofo de la historia africana.
Los Prolegómenos históricos, de Abenjaldún, son un libro clásico qué desde hace casi un siglo ha entrado en el haber común, merced a la traducción del barón de Slane. Abenjaldún, no contento con narrar los hechos del pasado africano —él escribe hacia 1373—, quiere comprenderlos. Comprender es, por lo pronto, simplificar, sustituir la infinidad de los fenómenos por un repertorio finito de ideas. Cuanto más reducido sea este repertorio, la comprensión es más enérgica. El ideal de la ciencia sería explicar con una sola idea todos los hechos del Universo. ¿En qué consiste ese poder mágico de una idea en virtud del cual, puesta a un lado, pesa ella sola tanto como los hechos todos de la realidad puestos de otro? Consiste sencillamente en que esa idea aísla y define un hecho radical del que todos los demás son puras modificaciones y combinaciones. Así la física ha aspirado a demostrar que las infinitas clases de movimientos observadas en el cosmos son casos particulares de un tipo único de desplazamiento: la caída de un cuerpo sobre otro. Donde se ensaye esta operación simplificadora hay ciencia en el sentido más rigoroso de la palabra, en el sentido helénico y europeo.
Pues bien; la obra de Abenjaldún nos enseña que la aparente baraúnda de acontecimientos africanos se reduce a uno sólo: la coexistencia de dos modos de vida —la vida nómada y la vida sedentaria. Este es el hecho radical, básico, inagotable, de que brota toda la historia africana. No es extraño que los otros grandes pueblos no hayan entendido nunca bien los intrincamientos de ese largo pretérito. Aquel hecho se da sólo en África del Norte, si se entiende por tal la faja enorme que va del Atlántico al golfo Pérsico y del Mediterráneo al borde Sur del Sudán, y al extremo de Arabia. En las restantes regiones del planeta, o hay nómadas o hay sedentarios; pero en ninguna hay inseparablemente ambas cosas. A lo sumo acontece que un pueblo sedentario se desplaza: entonces hablamos de emigración. Pero esta emigración, que en un cierto instante han emprendido todos los pueblos, es en ellos una manifestación transitoria, no es nomadismo. La emigración es el desplazamiento del sedentario.
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