José Ortega y Gasset - Tomo VII (1948-1958)
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- Libro:Tomo VII (1948-1958)
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1961
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Tomo VII (1948-1958): resumen, descripción y anotación
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Séptimo, de los nueve tomos, de la edición de la Revista de Occidente.
José Ortega y Gasset
Obras Completas de Ortega y Gasset - 7
ePub r1.0
Titivillus 21.12.17
José Ortega y Gasset, 1961
Diseño de cubierta: Piolin
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
En la nota antepuesta al primer tomo de esta edición de Obras Completas, decíamos entre otras cosas: «Hemos tratado de seguir en estos tomos el orden cronológico en la mayor medida posible. Al orden cronológico rigoroso se oponían varias dificultades, puesto que muchos artículos y ensayos, publicados primeramente en periódicos y revistas, han sido incluidos después por el autor en libros. Desprenderlos de éstos sería deshacer la estructura y consistencia de los libros que son siempre los títulos que se citan. Por otra parte, libros y artículos han sido separados en dos grupos: el primero comprende los de tema filosófico, científico o literario; el segundo, todos los demás. Estos quedan reservados para los tomos posteriores al VI, que, por ahora, cerrará esta recopilación».
Esos tomos anunciados posteriores al VI no se han publicado y, por ahora, se remite su edición. En cambio, hemos creído oportuno ampliar esta edición de Obras Completas, agregando a los citados seis volúmenes otros en que se irá recogiendo la obra de Ortega, publicada —por él o con carácter póstumo— con posterioridad a la primera edición de estas Obras, en 1946/47. El criterio seguido en su ordenación es el mismo enunciado en el párrafo anterior, salvo casos excepcionales que se anotarán oportunamente. En este volumen VII se incluyen obras publicadas en los años 1948 a 1948, y en tomos sucesivos las aparecidas ulteriormente.
LOS EDITORES.
DE
HUMANIDADES
Publicado en 1948, como anuncio de las actividades del Instituto.
SENTIDO DE LAS NUEVAS HUMANIDADES
L A palabra «humanidad» —humanitas—, probablemente un invento verbal de Cicerón, significó primero aproximadamente lo que en el siglo XIX se decía con los vocablos «civilización» o «cultura», por tanto, un cierto sistema de comportamientos humanos que se consideraban ejemplares y a que los hombres grecolatinos de la época helenística creían «por fin» haber llegado. No significa, pues, la condición humana y el carácter problemático de su destino ni la innúmera y antagónica variedad de sus modos de conducirse. Por una sorprendente y hasta paradójica coyuntura, durante la Edad Media, en la mente de árabes y cristianos, que eran hombres de Dios, esta ejemplaridad humana, puramente humana, enunciada por humanitas, refluyó sobre todo lo que habían sido Grecia y Roma; es decir, sobre la Antigüedad, ungiéndola con un carácter magistral, de suerte que, por una de sus caras, la Edad Media íntegra resultó ser un movimiento, lento al principio, luego uniformemente acelerado, de absorción de la obra filosófica y poética, jurídica, política y artística de griegos y romanos. Esta absorción de tan enorme masa de residuos mentales tuvo que disgregarse y articularse en una pluralidad de disciplinas, cuyo conjunto se impuso en los estudios universitarios medievales como otro hemisferio del saber contrapuesto a las ciencias de lo divino o teológicas. De aquí que el singular humanitas se dispersase en el plural Humanidades. Al cambiar de número el término cambió de significación. Mientras la humanitas era un cierto modo de comportamiento real por parte del hombre, las Humanidades significaron una serie de conocimientos y enseñanzas, cuyo tema era, a su vez, las obras poéticas, retóricas, históricas, jurídicas, didácticas que griegos y romanos tuvieron a bien engendrar. Por tanto, eran las Humanidades conocimientos de conocimientos, enseñanzas de enseñanzas, alimento enrarecido y de escasas, aunque algunas, vitaminas con que ha pretendido nutrirse el Occidente durante siglos. Menéndez Pelayo llamó a los estudios clásicos «medula de león». Sospechamos que exageraba este señor. Claro es que todo aquel torrente de prosas y versos antiguos arrastraba algún poso de realidad humana, a saber, la referencia que hacían a la vida efectiva de griegos y romanos. Pero en las Humanidades esa vida trasparecía sólo oblicuamente. La atención iba dirigida, sobre todo, a las palabras y por eso, cuando en el siglo XV culmina todo este movimiento de absorción, la actividad intelectual aparece dominada por la disciplina que era clave para todas las demás: la ciencia de las palabras, la gramática. Se llamó a aquello Humanismo, es decir, la dictadura de los gramáticos. El hecho es de sobra grotesco, pero está ahí sin remedio y «ahí» quiere decir dentro de nosotros los occidentales que no hemos acabado todavía de digerir y, merced a ello, de eliminar nuestro abolengo humanístico, toxina aún operante en las entrañas de la vida europea.
Mas al alzarse de nuevo sobre el horizonte, como un cometa pavoroso, la urgente duda del hombre respecto a sí mismo fue menester desentenderse de meras ejemplaridades y ponerse a estudiar los hechos de la multiforme realidad humana. Hízose esto primero empleando, con algunas modificaciones, el mismo instrumental de conceptos que tan fértil rendimiento había dado en las ciencias naturales. El empeño, como no podía menos, fracasó y entonces hubo que postular un tipo nuevo de ciencias que estudiasen el hombre por su lado más peculiar, el cual escapa a cuanto se había llamado «naturaleza» y le diferencia específicamente del animal, la planta y el mineral. Pero acaece que hasta ahora ese convoluto de ciencias no ha encontrado un nombre que podamos pronunciar con satisfacción. Verdad es —y el hecho debía ser más notorio— que las ciencias no han tenido casi nunca un bautismo afortunado. La lengua les ha proporcionado nombres ineptos, con frecuencia ridículos. Valga como ejemplo superlativo de inexpresividad y ridiculez el nombre «filosofía», que sólo sirve para despistar. Tan es ello así, que acaso en uno de los coloquios-discusiones proyectados para este primer curso del Instituto, mostremos haber sido esta palabra escogida circunstancialmente con el propósito deliberado de despistar, y no, como suele creerse, por un pujo de modestia ni sincero ni irónico. El cómo y el porqué precisos de este acontecimiento no ha sido nunca hecho manifiesto a pesar de que constituye un ejemplo soberano, apasionante por su dramatismo, de lo que pasa a las palabras cuando se hace su historia como es debido, esto es, sabiendo verlas como lo que son, como algos humanos vivientes a quienes, por lo mismo, les pasan en efecto cosas y hacen que les pasen a los hombres que las usan, las desusan y las abusan —por tanto, evitando dejarlas ser «sólo palabras», mariposas exánimes clavadas con un alfiler en el diccionario o en la gramática.
La primera expresión con que, al lado de las inveteradas Humanidades, se intenta apellidar las ciencias de lo humano o, por lo menos, una gran parte de ellas es la que usan los franceses, y por eco, usamos nosotros: ciencias morales y políticas. Este nombre recurre desmañadamente a la operación de enganchar una tras otra dos palabras y tras ellas dos cosas, renunciando a su expresión unitaria y dejándonos la sospecha de que aún serán menester nuevos enganches, con lo cual nos parece asistir más bien que a la nomenclatura de un sistema de ciencias a la formación de un tren mixto. Además, no se ve cómo en aquel nombre pueda alojarse la lingüística ni la hermenéutica, ni la retórica y poética y falta en él sitio nada menos que para la teoría general del hombre. La teoría de la sociedad o sociología tiene que encogerse dentro de la Política cuando ésta es sólo un capítulo de aquélla, revelándose con ello que a comienzos del siglo XIX, fecha aproximada en que cuajó esta denominación, se seguía como en tiempos de Aristóteles. Los griegos todos, incluso Aristóteles, eran ciegos para la realidad que hoy llamamos «sociedad». No acertaban a verla y, en su lugar, percibían sólo el Estado. El caso es que Aristóteles, con su pasmosa sensibilidad para los hechos, palpa tenuemente que Estado y sociedad no son una misma cosa. Pero esto le lleva sólo a decir, sin mucho compromiso, que hay otras sociedades, por ejemplo, la familia, distintas del Estado, lo cual no hace sino remachar que para él el Estado era, por lo menos, una sociedad; en rigor, la sociedad por excelencia. La percepción de que familia o Estado no son sociedades, sino algo que hay en la sociedad, que en ella acontece, les fue negada. Esta ceguera, ni que decir tiene, no les es imputable ni siquiera es extraña. Es naturalísima. Porque toda realidad está pronta a ocultarse —ya lo dijo Heráclito— y cada una posee un determinado coeficiente de ocultación. La cifra máxima en este poder de clandestinidad corresponde a Dios y por ello su advocación más filosófica debiera ser la de
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