José Ortega y Gasset - Tomo VI (1941-1946)
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- Libro:Tomo VI (1941-1946)
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- Año:1947
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Tomo VI (1941-1946): resumen, descripción y anotación
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Sexto, de los nueve tomos, de la edición de la Revista de Occidente.
José Ortega y Gasset
Obras Completas de Ortega y Gasset - 6
ePub r1.0
Titivillus 14.12.17
José Ortega y Gasset, 1947
Diseño de cubierta: Piolin
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Y
DEL IMPERIO ROMANO
(1941)
Publicado en traducción inglesa en 1935, formando parte del volumen Philosophy and History, dirigido por Klibansky y editado por la Oxford University Press.
I
L A vida humana es una realidad extraña, de la cual lo primero que conviene decir es que es la realidad radical, en el sentido de que a ella tenemos que referir todas las demás, ya que las demás realidades, efectivas o presuntas, tienen de uno u otro modo que aparecer en ella.
La nota más trivial, pero a la vez la más importante de la vida humana, es que el hombre no tiene otro remedio que estar haciendo algo para sostenerse en la existencia. La vida nos es dada, puesto que no nos la damos a nosotros mismos, sino que nos encontramos en ella de pronto y sin saber cómo. Pero la vida que nos es dada no nos es dada hecha, sino que necesitamos hacérnosla nosotros, cada cual la suya. La vida es quehacer. Y lo más grave de estos quehaceres en que la vida consiste no es que sea preciso hacerlos, sino, en cierto modo, lo contrario —quiero decir que nos encontramos siempre forzados a hacer algo, pero no nos encontramos nunca estrictamente forzados a hacer algo determinado, que no nos es impuesto este o el otro quehacer, como le es impuesta al astro su trayectoria o a la piedra su gravitación. Antes que hacer algo, tiene cada hombre que decidir, por su cuenta y riesgo, lo que va a hacer. Pero esta decisión es imposible si el hombre no posee algunas convicciones sobre lo que son las cosas en su derredor, los otros hombres, él mismo. Solo en vista de ellas puede preferir una acción a otra, puede en suma, vivir.
De aquí que el hombre tenga que estar siempre en alguna creencia y que la estructura de su vida dependa primordialmente de las creencias en que esté y que los cambios más decisivos en la humanidad sean los cambios de creencias, la intensificación o debilitación de las creencias. El diagnóstico de una existencia humana —de un hombre, de un pueblo, de una época— tiene que comenzar filiando el repertorio de sus convicciones. Son estas el suelo de nuestra vida. Por eso se dice que en ellas el hombre está. Las creencias son lo que verdaderamente constituye el estado del hombre. Las he llamado «repertorio» para indicar que la pluralidad de creencias en que un hombre, un pueblo o Tina época está, no posee nunca una articulación plenamente lógica, es decir, que no forma un sistema de ideas, como lo es o aspira a serlo, por ejemplo, una filosofía. Las creencias que coexisten en una vida humana, que la sostienen, impulsan y dirigen, son a veces, incongruentes, contradictorias o, por lo menos, inconexas. Nótese que todas estas calificaciones afectan a las creencias por lo que tienen de ideas. Pero es un error definir la creencia como idea. La idea agota su papel y consistencia con ser pensada, y un hombre puede pensar cuanto se le antoje, y aun muchas cosas contra su antojo. En la mente surgen espontáneamente pensamientos sin nuestra voluntad ni deliberación y sin que produzcan efecto alguno en nuestro comportamiento. La creencia no es, sin más, la idea que se piensa, sino aquella en que, además se cree. Y el creer no es ya una operación del mecanismo «intelectual», sino que es una función del viviente como tal, la función de orientar su conducta, su quehacer.
Hecha esta advertencia, puedo retirar la expresión antes usada y decir que las creencias, mero repertorio incongruente en cuanto son solo ideas, forman siempre un sistema en cuanto efectivas creencias, o, lo que es igual, que inarticuladas desde el punto de vista lógico o propiamente intelectual, tienen siempre una articulación vital, funcionan como creencias apoyándose unas en otras, integrándose y combinándose. En suma, que se dan siempre como miembros de un organismo, de una estructura. Esto hace, entre otras cosas, que posean siempre una arquitectura y actúen en jerarquía. Hay en toda vida humana creencias básicas, fundamentales, radicales, y hay otras derivadas de aquellas, sustentadas sobre aquellas y secundarias. Esta indicación no puede ser más trivial, pero yo no tengo la culpa de que, aun siendo trivial, sea de la mayor importancia.
Pues si las creencias de que se vive careciesen de estructura, siendo como son en cada vida innumerables, constituirían una pululación indócil a todo orden y, por lo mismo, ininteligible. Es decir, que sería imposible el conocimiento de la vida humana.
El hecho de que, por el contrario, aparezcan en estructura y con jerarquía permite descubrir su orden secreto y, por tanto, entender la vida propia y la ajena, la de hoy y la de otro tiempo.
Así podemos decir ahora: el diagnóstico de una existencia humana —de un hombre, de un pueblo, de una época— tiene que comenzar filiando el sistema de sus convicciones, y para ello, antes que nada, fijando su creencia fundamental, la decisiva, la que porta y vivifica todas las demás.
Ahora bien: para fijar el estado de las creencias en un cierto momento, no hay más método que el de comparar este con otro u otros. Cuanto mayor sea el número de los términos de comparación, más preciso será el resultado —otra advertencia banal, cuyas consecuencias de alto bordo emergerán súbitamente al cabo de esta meditación.
II
Si comparamos el estado de creencias en que el hombre europeo se halla hoy con el reinante hace no más de treinta años, nos encontramos con que ha variado profundamente, por haberse alterado la convicción fundamental.
La generación que florecía hacia 1900 ha sido la última de un amplísimo ciclo, iniciado a fines del siglo XVI y que se caracterizó porque sus hombres vivieron de la fe en la razón. ¿En qué consiste esta fe?
Si abrimos el Discurso del Método, que ha sido el programa clásico del tiempo nuevo, vemos que culmina en las siguientes frases: «Las largas cadenas de razones, todas sencillas y fáciles, de que acostumbran los geómetras a servirse para llegar a sus más difíciles demostraciones, me habían dado ocasión para imaginarme que todas las cosas que puedan caer bajo el conocimiento de los hombres se siguen las unas a las otras en esta misma manera, y que solo con cuidar de no recibir como verdadera ninguna que no lo sea y de guardar siempre el orden en que es preciso deducirlas unas de las otras, no puede haber ninguna tan remota que no quepa, a la postre, llegar a ella, ni oculta que no se la pueda descubrir».
Estas palabras son el canto del gallo del racionalismo, la emoción de alborada que inicia toda una edad, eso que llamamos la Edad Moderna. Esa Edad Moderna de la cual muchos piensan que hoy asistimos nada menos a su agonía, a su canto de cisne.
Y es innegable, por lo menos, que entre el estado de espíritu cartesiano y el nuestro no existe floja diferencia. ¡Qué alegría, qué tono de enérgico desafío al Universo, qué petulancia mañanera hay en esas magníficas palabras de Descartes! Ya lo han oído ustedes: aparte los misterios divinos, que por cortesía deja a un lado, para este hombre no hay ningún problema que no sea soluble. Este hombre nos asegura que en el Universo no hay arcanos, no hay secretos irremediables ante los cuales la humanidad tenga que detenerse aterrorizada e inerme. El mundo que rodea por todas partes al hombre, y en existir dentro del cual consiste su vida, va a hacerse transparente a la mente humana hasta sus últimos entresijos. El hombre va, por fin, a saber la verdad sobre todo. Basta con que no se azore ante la complejidad de los problemas, con que no se deje obnubilar la mente por las pasiones: si usa con serenidad y dueño de sí el aparato de su intelecto, sobre todo si lo usa con buen orden, hallará que su facultad de pensar es
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