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José Enrique Campillo Álvarez - La cadera de Eva

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José Enrique Campillo Álvarez La cadera de Eva

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INTRODUCCIÓN
EL PROTAGONISMO DE UN HUESO

Uno de los múltiples relatos acerca del origen del ser humano, aquél que se incluye en la Biblia, concede una gran relevancia en tan delicado asunto a un hueso. En efecto, en el Génesis se lee: «Entonces Yahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne. De la costilla que Yahveh Dios había tomado del hombre formó a la mujer».

Los más modernos descubrimientos científicos sobre el origen y la evolución de la especie humana coinciden con el relato bíblico al señalar que fue un hueso el que tuvo la mayor responsabilidad a la hora de convertirnos en lo que hoy somos. Pero la ciencia y la creencia difieren en dos aspectos fundamentales: el tipo de hueso y el sexo del portador de la pieza. Para la Biblia fue la costilla de Adán; para la ciencia, la cadera de Eva.

Es indudable que la característica que nos hace humanos es nuestro cerebro: una poderosa estructura de gran complejidad y de un tamaño desmesurado en proporción al cuerpo que lo sustenta. Los más recientes avances de la ciencia sugieren que todos los grandes hitos evolutivos, los cambios cruciales que permitieron ese salto gigantesco desde un cerebro de cuatrocientos centímetros cúbicos hasta otro de mil trescientos centímetros cúbicos, con todo lo positivo y negativo que esto conlleva, tuvieron lugar sobre el organismo de la hembra de la especie y, sobre todo, en relación con la evolución de su cadera. En efecto, de nada hubieran servido las prodigiosas contribuciones morfológicas, neuroendocrinas y metabólicas que lograron construir a lo largo de millones de años de evolución nuestro gran cerebro si, paralelamente, no hubiera evolucionado una cadera capaz de parir el enorme cráneo que lo contiene.

Además, aquéllas peculiaridades fisiológicas que nos diferencian del resto de los animales, las que son tan específicamente humanas que es imposible encontrarlas fuera de nuestra especie, las que marcan, por tanto, nuestra propia identidad dentro del reino animal, todas ellas, son características propias de la fisiología de la hembra, adaptaciones extraordinarias que se han producido en el organismo de la mujer a lo largo de millones de años de evolución.

LAS BIOGRAFÍAS DE EVA

Son numerosos los estudios que se han publicado sobre la evolución de la especie humana. La mayor parte de ellos centran su relato en el macho de la especie: alaban sus proezas en la caza, exaltan sus logros en la fabricación de utensilios y resaltan que fueron estas adquisiciones evolutivas del macho las que permitieron nuestra evolución. A la hembra se le ha adjudicado tradicionalmente un papel secundario en el proceso evolutivo: siempre encerrada en la cueva, rodeada de una pandilla de crías chillonas y hambrientas, mientras aguarda esperanzada y temerosa la llegada del macho protector y nutricio. Sin embargo, hoy los datos paleoantropológicos de que disponemos muestran una imagen muy diferente: el hombretón llega a la cueva hambriento y cansado, tras dos días de vagar sin haber logrado cazar nada, y tiene que aceptar las bayas y los insectos que han recolectado la hembra y las crías por los alrededores de la cueva. Ésta es la razón del presente libro. Se trata de estudiar la evolución de nuestra especie desde un ángulo escasamente frecuentado, más original y sobre todo más realista: la evolución de la hembra de la especie.

Cuando se considera a la especie humana desde el punto de vista de la fisiología, y más desde la fisiología endocrinológica, y se la compara con el resto de las especies que viven en la actualidad, sorprende descubrir que las cualidades que diferencian a nuestra especie de las demás no son ni la inteligencia (unos animales tienen más y otros, menos) ni la bipedestación (que también practican algunas especies), ni la capacidad de utilizar objetos (que también ejercitan otros animales); ni siquiera la visión tridimensional en color. Desde el punto de vista de un fisiólogo (ésa es quizá mi deformación profesional), las características de la especie humana que no podemos encontrar en otras especies, son las siguientes:

  1. La receptividad sexual constante y la ocultación de la fertilidad; es decir, que la hembra humana es receptiva al macho, incluso fuera del periodo de fertilidad, y que cuando llega tan delicado momento, no se anuncia llamativamente. La posición ventral para la cópula, que, aunque no es la única postura posible en el ser humano, es la más natural por la disposición, también única en nuestra especie, de la vagina hacia delante, con apertura ventral de la vulva. Ningún otro animal copula normalmente cara a cara. El orgasmo femenino, una rareza en el reino zoológico y, al parecer, sin ninguna función respecto a la procreación, ya que a diferencia del hombre la mujer puede ser fecundada en ausencia de orgasmo. La menstruación; es decir, un aparente desperdicio periódico de nutrientes y de minerales, sobre todo de hierro, ya que el cuerpo desecha por la vagina la mucosa uterina no utilizada. Un parto difícil que requiere, en la mayor parte de los casos, la ayuda de otra persona, y se convierte, así, en un acto social. Unas crías prematuras, incapaces de valerse por sí mismas hasta los cinco años de edad. La menopausia, es decir, el cese de la actividad reproductora muchos años antes de la muerte biológica, y su consecuencia más directa: la invención de la figura de la abuela.

La hipótesis general que se plantea en este libro es que cientos de miles de hembras, a lo largo de millones de años de evolución, soportaron cambios drásticos en sus organismos para adaptarse con éxito a cada nueva circunstancia ambiental, a cada cambio ecológico, y así impulsaron la evolución de toda la especie humana. Este libro condensa las biografías evolutivas de todas esas Evas que nos precedieron.

UNA CUESTIÓN DE DISEÑO

El organismo humano es el resultado de millones de años de evolución. Desde el punto de vista evolucionista, el diseño actual del organismo humano, de cada una de nuestras funciones y de cada característica morfológica, es el óptimo, el que se fue moldeando milenio a milenio a lo largo de la evolución. Este diseño tuvo que desarrollarse para responder a los cambios continuos en el medio, en la alimentación y en la forma de vida a los que se enfrentaron nuestros ancestros en cada una de las etapas de la evolución. Hoy día, el desarrollo cultural y los avances tecnológicos nos permiten con frecuencia obviar las limitaciones de nuestro diseño, pero siempre es interesante y útil reconocer de dónde venimos y por qué somos así.

Un ejemplo de diseño evolutivo nos lo proporciona la variación genética que ocasiona un aumento de la cantidad de melanina de la piel. La abundancia de melanina en la piel es un rasgo que sólo está presente en una proporción de los individuos de la especie humana. Esta circunstancia es muy ventajosa para los habitantes de las zonas tropicales, donde el elevado grado de insolación exige disponer de una mayor protección contra la peligrosa radiación ultravioleta, que causa quemaduras y que puede promover que algunas células de la piel se tornen cancerosas. A lo largo de cientos de miles de años, aquellos individuos cuyo código genético determinaba una piel más oscura prosperaron en las zonas tropicales; su diseño de piel oscura, rica en melanina, era el más adecuado para sobrevivir en el ambiente de gran insolación en el que habitaban.

Pero este mismo diseño, es decir, un exceso de melanina en las células de la piel, no es beneficioso para los habitantes de las zonas frías del norte, donde la baja intensidad de los rayos del sol aporta poca radiación ultravioleta. El motivo es que esta radiación, en dosis adecuadas, es necesaria para la síntesis de la vitamina D, que es uno de los factores esenciales que permite la acumulación de calcio en los huesos. Por esta circunstancia, en los ambientes de baja insolación prosperaron los individuos cuyas características genéticas, su diseño, ocasionaban que las células de la piel sintetizaran menos melanina, lo que permitía tener la piel más clara.

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