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Prólogo
Los siete ensayos aquí reunidos han sido escritos de forma independiente, entre los años 2000 y 2007. Una doble razón me ha llevado a reunirlos en un solo libro. En primer lugar, porque de este modo pueden ser de más fácil acceso para los lectores no especializados. En segundo lugar, porque hay un hilo común que los engarza entre sí, hasta el punto de que pueden ser considerados como siete variaciones de un mismo tema: la necesidad de repensar las categorías políticas, históricas y filosóficas del pensamiento occidental, a la luz de los profundos y acelerados cambios que han dado origen a la sociedad global.
La tradición filosófica, histórica y política de Occidente se ha basado en unos cuantos supuestos que es preciso poner en cuestión, dado que no nos permiten dar cuenta del mundo tal y como lo conocemos hoy, a comienzos del siglo XXI. Comencemos por la distinción ontológica entre fysis y polis, que está en la base de todo el pensamiento occidental. No podemos seguir aceptando la vieja disyuntiva que enfrentó ya a los primeros filósofos griegos, entre quienes defendían la estricta continuidad o correspondencia entre el orden físico y el político –y, más concretamente, entre las jerarquías naturales y las sociales–, y quienes postulaban la radical discontinuidad o contraposición entre las leyes de la fysis –supuestamente eternas, necesarias y universales– y las leyes de la polis –inevitablemente cambiantes, convencionales y plurales. En el primero de los ensayos, Física y política, trato de mostrar que entre ambos órdenes se da una relación paradójica, que es a un tiempo de continuidad y de discontinuidad. Las comunidades políticas son un cierto tipo de agrupaciones físicas –o de foedera naturae, como diría Lucrecio–, pues comparten con todas las demás la doble condición objetiva de la pluralidad y la aleatoriedad, sin la cual no podrían darse nuevas conjunciones de seres y nuevas secuencias de sucesos. Pero, al mismo tiempo, se distinguen de cualquier otra agrupación física porque sólo pueden surgir mediante la autoafirmación subjetiva (o, más bien, intersubjetiva) de un «nosotros» que reclama para sí el estatuto político (y no meramente biológico) de la humanidad, y que por ello mismo se contrapone al «mundo» no humano e incluso a los «otros» grupos humanos. Esta institución política de la diferencia ontológica entre el «nosotros» subjetivo y el «mundo» objetivo es la condición de posibilidad tanto de la ley como de la verdad, tanto de los poderes instituidos como de los saberes compartidos.
Hasta ahora, toda comunidad política se ha constituido y afirmado a sí misma diciendo «nosotros, los humanos», y al hacerlo no sólo ha excluido al resto de los seres naturales, sino también a los «otros» grupos humanos, a pesar de que esos otros grupos también se han autoafirmado diciendo «nosotros, los humanos». La gran novedad histórica de las últimas décadas es que todas las comunidades del mundo, sean grandes potencias o pequeñas tribus, se encuentran sometidas a un proceso de interconexión e interdependencia cada vez más acelerado, de modo que el gran reto político del siglo XXI consiste en construir entre todos –el Norte rico y el Sur pobre, el Occidente judeocristiano y el Oriente islámico y asiático– un «nosotros» de dimensiones planetarias, es decir, una democracia y una ciudadanía realmente cosmopolitas.
Durante más de 150.000 años, en ese largo periodo de tiempo que constituye el 95 por ciento de la historia de la humanidad –y que, sin embargo, sigue siendo denominado todavía como «prehistoria»–, las incesantes fragmentación, diversificación y multiplicación de las comunidades políticas tribales dieron origen a toda clase de conflictos y alianzas entre ellas, que las llevaron a extenderse por todos los rincones de la Tierra.
Pero, desde hace poco más de 5.000 años, tras el surgimiento de los primeros Estados estamentales en las grandes cuencas de Eurasia y en algunas zonas de Centroamérica y los Andes, el «nosotros» por antonomasia dejó de nombrar al conjunto de la comunidad tribal y pasó a designar a la clase dominante del Estado-ciudad o del Estado-imperio. A partir de la Grecia antigua, la comunidad política comenzó a ser identificada con el Estado, es decir, con la relación de gobierno entre dominantes y dominados en el marco de un determinado territorio. Esta identificación de lo político con el gobierno coactivo del Estado ha sido una constante en la historia de Occidente desde Platón hasta Hegel, pasando por Hobbes y todo el pensamiento político moderno.
La restricción de lo político al gobierno coactivo de una población y un territorio fue acompañada de la distinción histórica entre los pueblos «salvajes» y los «civilizados», es decir, entre los que viven en «estado de naturaleza» y los que viven sometidos al gobierno «político» o «civil» del Estado. Y no es ninguna casualidad que se haya dado este vínculo entre una cierta idea de la política y una cierta idea de la historia, puesto que el gobierno coactivo del Estado se instituyó mediante la conquista y la dominación de unos pueblos por otros. Los que se autodenominaron «civilizados» se consideraron por ello mismo legitimados para sojuzgar, gobernar y domesticar a los «salvajes». Por eso, tanto Atenas como Roma trataron de construir un imperio que se extendiera a todo el Mediterráneo; y, a partir de 1492, los Estados de Portugal, España, Francia, Holanda e Inglaterra trataron de construir sendos imperios que se extendieran a los siete mares del mundo. Así es como Europa occidental comenzó a proclamarse a sí misma como la vanguardia y la guía de la historia de la humanidad.
En el ensayo La invención de la Historia Universal, trato de mostrar los límites de este universalismo que hemos heredado de la Ilustración y planteo la necesidad de repensar el proyecto universalista tras los cambios históricos que han tenido lugar en los dos últimos siglos.
Uno de esos cambios tiene que ver con las migraciones.
El homo sapiens es un homo viator. La especie humana es una especie migratoria, dado que surgió por vez primera en África y en los últimos 80.000 años se ha extendido por toda la Tierra. Las recientes investigaciones de la genética de poblaciones han demostrado que todos los seres humanos actualmente vivientes estamos genéticamente emparentados, puesto que todos somos hijos de unos cuantos emigrantes africanos.
La historia de la humanidad es inseparable de la historia de las migraciones. La gran expansión colonial de Europa occidental y su hegemonía sobre el resto del mundo no habría podido producirse sin los millones de europeos que a lo largo de la época moderna emigraron al resto del mundo y diezmaron a las poblaciones nativas. Pues bien, en las últimas décadas está ocurriendo un fenómeno inverso: las poblaciones de las antiguas colonias europeas, víctimas de las crecientes desigualdades globales, están migrando de los campos a las megaciudades y de los países empobrecidos a los más ricos del planeta. Estas nuevas migraciones del Sur al Norte son inseparables del nuevo capitalismo neoliberal y de la nueva división transnacional del trabajo, y están dando lugar a una sociedad global cada vez más interdependiente e intercultural.