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José María Álvarez - La invención de las enfermedades mentales (ESCUELA LACANIANA)

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José María Álvarez La invención de las enfermedades mentales (ESCUELA LACANIANA)
  • Libro:
    La invención de las enfermedades mentales (ESCUELA LACANIANA)
  • Autor:
  • Editor:
    Gredos
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  • Año:
    2018
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La invención de las enfermedades mentales (ESCUELA LACANIANA): resumen, descripción y anotación

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© José María Álvarez, 2008.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018.
Diagonal, 18908018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: GEBO487

ISBN: 9788424938000

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

¿Qué juicio es más difícil de rebatir que un pre - juicio?

STEFAN ZWEIG , La curación por el espíritu

Musa, háblame de aquellas cosas que ni ocurrieron antes ni existirán en el futuro.

PLUTARCO , Moralia 153 f

El lenguaje que me me gusta es un lenguaje simple y natural, igual sobre el papel que en la boca, un lenguaje suculento y vigoroso.

MICHEL DE MONTAIGNE , Los ensayos, I, cap. XXV

Prólogo
PSIQUIATRÍA Y CULTURA

Las relaciones de la psiquiatría con la cultura son elocuentes y a la vez antagónicas. Por una parte, decimos que las prácticas psiquiátricas y los discursos teóricos que las legitiman son siervos del momento. Bajo una aceptación general reconocemos que la psiquiatría es hija de la cultura a la que pertenece, si entendemos por cultura los modos de vida de una época en relación a las creencias, las técnicas, las costumbres, el arte, el derecho o los códigos morales vigentes. Probablemente, nadie movería un dedo para contrariar o refutar esta idea.

Por otra parte, podemos sostener con la misma firmeza que la psiquiatría presente es radicalmente inculta, si nos referimos ahora a su relación con el conjunto de los conocimientos de su tiempo. Inculta en cuanto que se desentiende del pensamiento de la locura y de las influencias del pasado que corrigen su tradicional déficit de sabiduría. Salvo en algunos foros, reducidos y marginales, ya no existe la intención de enlazar las ideas de la psiquiatría con las nociones que provienen del resto de las ciencias humanas: psicoanálisis, antropología, lingüística, historia, literatura o filosofía. La psiquiatría, tras sus esponsales con el positivismo científico, ha dado la espalda al deseo de saber sobre la locura, enterrando la curiosidad y despreciando la inteligencia. Y si me atrevo aquí a sostener una afirmación tan redonda, tan tentada de exageración y tan sospechosamente dogmática, es porque me siento protegido por la corrección y pertinencia del libro al que estoy invitado como prologuista. Porque, para poner límites a la ceguera doctrinaria de la ciencia, nacen libros como el de José María Álvarez, quien, en vez de limitarse al estudio abstracto del presente, se propone insertar la psicopatología en el monumento de saber que nos precede. Su texto no se aviene a inclinar la reflexión ante el modelo de la evidencia, o a dar por bueno el último invento experimental, ni siquiera se contenta con alinear opiniones más o menos eruditas según un orden cronológico, sino que nos enseña el modo como unas ideas vienen determinadas por las anteriores, descubriéndonos la manera como la ciencia psiquiátrica ha tomado posesión de su dominio en un ambiente de confrontaciones y fidelidades entre las distintas escuelas.

Si, bajo la celosa protección que me concede La invención de las enfermedades mentales, iniciamos nuestro análisis por la parte culta de la relación, cumpliendo de este modo indirecto con el homenaje al autor que es todo prólogo, descubrimos enseguida cuatro dominios de influencia de la cultura que localizamos de momento en relación con los siguientes supuestos: con los cambios de la demanda, con el perfil de las enfermedades, con la rehabilitación de las psicosis y, por último, con los estilos de interpretación del malestar.

Respecto a la primera, es evidente que el signo que identifica la demanda actual es la profusión disparatada de consultas. De constituir un hecho vergonzoso, que era ocultado como un signo de pudorosa lasitud, hemos pasado a un consumo abusivo y casi ostentoso. Ya no se enjuicia como una debilidad ir a pedir ayuda a un centro de salud mental, sino más bien como el obligado ejercicio de un derecho a la salud. Lógicamente, a la par que este gesto social se hipertrofiaba, el sentimiento de autonomía y resistencia moral ha caído a niveles muy bajos. Se busca la tutela hasta en los asuntos que creíamos más naturales y gobernables para cualquiera, mientras la dependencia psicológica ha crecido en pocos años hasta extremos difíciles de prever.

La tolerancia con las debilidades y la generosidad impotente con las propias flaquezas son un signo de los tiempos. Para algunos, semejante fragilidad se encuentra en relación con esa atonía del padre que han señalado repetidamente los psicoanalistas, o con la liquidez de los discursos destacada por los sociólogos. Sin olvidar, como otra contribución explicativa, la debilidad del pensamiento propia de nuestra filosofía. Sin embargo, no conocemos los efectos que en la conducta hayan de aportar a largo plazo estos cambios en los fondos íntimos de la persona. Amos Oz comentaba no hace mucho que quizá el peor efecto de la globalización era la infantilización del género humano, pero desconocemos las consecuencias de esta reniñez obligatoria. Aunque, a decir verdad, no es imposible que terminemos sorprendidos porque una sociedad más infantil y dependiente acabe comportándose de un modo mucho menos bárbaro y violento que el maduro, autoritario y sangrante siglo XX .

En segundo lugar, la expresión social de la enfermedad es también esclava de los cambios culturales. Hemos aprendido que la sociedad de consumo indujo unas estrategias del deseo exigentes e insaciables, cuya primera consecuencia es la inestabilidad psicológica, la ansiedad y esa intolerancia al duelo, la depresión y la frustración que tan acertadamente nos caracteriza. Una vez instaurado el derecho a la felicidad como una exigencia irreemplazable, cualquier fallo, lentitud o tropiezo del deseo nos vuelve pacientes de la psiquiatría con excesiva facilidad. Al fracaso de las relaciones afectivas contribuye el carácter automático de los deseos propio de la sociedad de consumo, donde todo se desea de repente y bajo una exigencia inmediata que no conoce la demora subjetiva que imponen los demás cuando, en vez de consumirnos unos a los otros como objetos del mercado, se trata de querernos con tiempo por delante y recuerdos a la espalda. Llegar a considerar la simple tristeza como una enfermedad, o incluso someter la depresión al modelo nosológico tradicional es un reflejo exacto de nuestra indolencia ante las responsabilidades subjetivas y una consecuencia de ese paralelismo que llegamos a establecer entre el deseo y los hábitos de consumo, pues el capitalismo, como una cultura de afirmación diferencial, se lee bajo el lenguaje del deseo con la misma conformidad con que la realidad se somete al lenguaje de las matemáticas.

Hija de nuestro tiempo es también la esquizofrenia. Pese al auge positivista, siguen siendo poderosos los argumentos que alejan la esquizofrenia del modelo de las enfermedades físicas y la incluyen entre las perturbaciones de raíz histórica. En realidad, la antigua melancolía se tornó esquizofrenia cuando los cambios de la división del hombre alumbraron una nueva mentalidad, amenazada por un fracaso específico que ha poblado la conciencia del psicótico de voces, aislamiento, persecución y omnipotencia. Buena prueba de esta metamorfosis la encontramos en la fundada sospecha sobre si la esquizofrenia, en vez de contentarse con ser la enfermedad natural que con tanto celo nos anuncian, no es sino el reflejo de los excesos de la escisión del hombre, que cambia con los tiempos y acusa en su fractura el efecto de la época. No es descabellado pensar que, en el nuevo aposento de la conciencia que descorre la modernidad, el individualismo creciente o las nuevas formas de privacidad hayan inducido una división de la conciencia más acusada e incongruente, tanto que obligue al yo a fragmentarse más a menudo y más expeditivamente.

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