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Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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El Asedio: resumen, descripción y anotación

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La nueva novela de Pérez-Reverte tiene como personaje central al Cádiz de 1812, un sitio histórico en el que se concentra la lucha entre todas las miserias heredadas del absolutismo y las libertades personales de la modernidad liberal que se atisba como posible. La pequeña ciudad porteña, es un nudo de contradicciones entre lo real y lo posible, de choques múltiples entre el pasado -reaccionario y jerárquico- y el futuro -anhelado-de derechos e innovaciones. Cádiz funge como sede de Las Cortes Extraordinarias y Constituyentes, un pintoresco Congreso que reúne a legisladores de todas las regiones de lo que hoy llamamos España, así como de las colonias en América y Filipinas. Cádiz es la proverbial nuez. Ahí se producirá la Primera Constitución de marcado acento Liberal que establece la Soberanía de la Nación -y no exclusivamente del Rey-, la División de Poderes, la Igualdad Jurídica de los Individuos, la Libertad de Imprenta, etc. En un espacio contenido, que sufre el acoso de la artillería Napoleónica, se entretejen las historias de un policía que busca develar una serie de asesinatos realizados con violencia extrema, pero que hace su labor detectivesca a lomo de dos caballos: los métodos de la tortura -herencia de la Inquisición-, y la deducción lógica propia de las ciencias. Cádiz concentra las vidas de Corsarios por necesidad que venden sus habilidades de combate marinero tanto a viejos comerciantes expoliadores de Las Indias, como a singulares mujeres empresarias que invaden gozosamente las aéreas de exclusividad masculina en la administración, las finanzas, y la ciencia. Pérez-Reverte logra narrar con delicioso detenimiento el horizonte marinero que circunda a una ciudad libre y corrupta, reaccionaria y liberadora, profundamente vieja -tri-milenaria- y audazmente vanguardista. Los valores, el lenguaje, el humor, los deseos y las obsesiones en choque; se hacen personajes de historias concurrentes. Una gran contradicción destaca por su contenido trágico: todos los estamentos Hispanos comulgan -con patriotismo exacerbado a mi parecer-en el imperativo de honor de combatir al invasor Napoleónico y, al hacerlo, toman como bandera al más miserable de sus Reyes, a Fernando VII que, recuperado el poder gracias a la gesta popular, en cuanto asume el trono anula la nueva Constitución. Pero, he ahí lo que hace admirable a la prosa de Pérez-Reverte: esta novela -como lo hizo Un Día de Cólera-, demuestra que la innovación, los valores liberales, la lógica de las ciencias, y el ejercicio práctico de las libertades y los derechos; ya habían encarnado en muchos Hispanos de las más diversas condiciones sociales, convirtiendo a la Inquisición, el absolutismo y la beatería en anclas del pasado que, al no ser desechadas, no solo condujeron al fin del Imperio, sino a la pérdida -para los Españoles condenados al aislamiento-del siglo XIX, el siglo de la Ciencia y la modernidad. La lectura de El Asedio es un verdadero placer literario, una evidencia de que aun derrotados los mejores en el pasado, lo vivido y lo luchado no fue en vano, que sus actos revolucionarios puede revivir en el presente, así sea como realidad novelesca.

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Arturo Pérez-Reverte

El Asedio

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A José Manuel Sánchez Ron,

amicus usque ad aras.

Si se trata de penetrar en los misterios de la naturaleza, es muy importante saber si es por impulsión o atracción que los cuerpos celestes actúan los unos sobre los otros; si es alguna materia sutil e invisible la que opera sobre los cuerpos impulsándolos unos sobre otros, o si están dotados de una cualidad escondida y oculta gracias a la cual se atraen mutuamente.

Leonard Euler

Cartas a una princesa alemana. 1772

Todo puede suceder si lo maquina un dios.

Sófocles

Ayax

1

Al decimosexto golpe, el hombre atado sobre la mesa se desmaya. Su piel se ha vuelto amarilla, casi traslúcida, y la cabeza cuelga inmóvil en el borde del tablero. La luz del candil de aceite colgado en la pared insinúa surcos de lágrimas en sus mejillas sucias y un hilo de sangre que gotea de la nariz. El que lo golpeaba se queda quieto un instante, indeciso, el vergajo en una mano y la otra quitándose de las cejas el sudor que también le empapa la camisa. Después se vuelve hacia un tercero que está de pie a su espalda, en penumbra, apoyado en la puerta. El del vergajo tiene ahora la mirada de un perro de presa que se disculpara ante su amo. Un mastín grande, brutal y torpe.

Con el silencio se oye de nuevo, a través de los postigos cerrados, el Atlántico batiendo afuera, en la playa. Nadie ha dicho nada desde que los gritos cesaron. En el rostro del hombre que está en la puerta brilla, avivada dos veces, la brasa de un cigarro.

– No ha sido él -dice al fin.

Todos tenemos un punto de ruptura, piensa. Pero no lo expresa en voz alta. No ante su estólido auditorio. Los hombres se quiebran por el punto exacto si se les sabe llevar a él. Todo es cuestión de finura en el matiz. De saber cuándo parar, y cómo. Un gramo más en la balanza, y todo se va al diablo. Se rompe. Trabajo perdido, en suma. Tiempo, esfuerzo. Palos de ciego mientras el verdadero objetivo se aleja. Sudor inútil, como el del esbirro que sigue enjugándose las cejas con el vergajo en la otra mano, atento a la orden de seguir o no.

– Aquí está todo el atún vendido.

El otro lo mira obtuso, sin comprender. Cadalso, se llama. Buen nombre para su oficio. Con el cigarro entre los dientes, el hombre de la puerta se acerca a la mesa, e inclinándose un poco observa al que está sin sentido: barba de una semana, costras de suciedad en el cuello, en las manos y entre los verdugones violáceos que le cruzan el torso. Tres golpes de más, calcula. Tal vez cuatro. Al duodécimo todo resultaba evidente; pero era preciso asegurarse. Nadie reclamará nada, en este caso. Se trata de un mendigo habitual del arrecife. Uno de los muchos despojos que la guerra y el cerco francés han traído a la ciudad, del mismo modo que el mar arroja restos a la arena de una playa.

– No fue él quien lo hizo.

Parpadea el del vergajo, intentando asimilar aquello. Casi es posible observar la información abriéndose paso, despacio, por los estrechos vericuetos de su cerebro.

– Si usted me lo permite, yo podría…

– No seas imbécil. Te digo que éste no ha sido.

Todavía lo observa un poco más, muy de cerca. Los ojos se ven entreabiertos, vidriosos y fijos. Pero sabe que no está muerto. Rogelio Tizón ha visto suficientes cadáveres en su vida profesional, y reconoce los síntomas. El mendigo respira tenuemente, y una vena, hinchada por la postura del cuello, late despacio. Al inclinarse, el comisario advierte el olor del cuerpo que tiene delante: humedad agria sobre la piel sucia, orín derramado en la mesa bajo los golpes. Sudor de miedo que ahora se enfría con la palidez del desmayo, tan diferente al otro sudor cercano, la transpiración animal del hombre del vergajo. Con disgusto, Tizón chupa el cigarro y deja escapar una larga bocanada de humo que le llena las fosas nasales, borrándolo todo. Luego se incorpora y camina hacia la puerta.

– Cuando se despierte, dale unas monedas. Y adviértele: como vaya quejándose de esto por ahí, lo desollamos en serio… Como a un conejo.

Deja caer al suelo el chicote del cigarro y lo aplasta con la punta de una bota. Después coge de una silla el sombrero redondo de media copa, el bastón y el redingote gris, empuja la puerta y sale afuera, a la luz cegadora de la playa, con Cádiz desplegada en la distancia tras la Puerta de Tierra, blanca como las velas de un barco sobre los muros de piedra arrancada al mar.

Zumbido de moscas. Llegan pronto este año, al reclamo de la carne muerta. El cuerpo de la muchacha sigue allí, en la orilla atlántica del arrecife, al otro lado de una duna en cuya cresta el viento de levante deshace flecos de arena. Arrodillada junto al cadáver, la mujer que Tizón ha hecho venir de la ciudad trajina entre sus muslos. Es una conocida partera, confidente habitual. La llaman tía Perejil y en otros tiempos fue puta en la Merced. Tizón se fía más de ella y de su propio instinto que del médico al que suele recurrir la policía: un carnicero borracho, incompetente y venal. Así que la trae a ella para asuntos como éste. Dos en tres meses. O cuatro, contando una tabernera apuñalada por su marido y el asesinato, por celos, de la dueña de una pensión a manos de un estudiante. Pero ésas resultaron ser otra clase de historias: claras desde el principio, crímenes pasionales de toda la vida. Rutina. Lo de las muchachas es otra cosa. Una historia singular. Más siniestra.

– Nada -dice la tía Perejil cuando la sombra de Tizón la advierte de su presencia-. Sigue tan entera como su madre la parió.

El comisario se queda mirando el rostro amordazado de la joven muerta, entre el cabello desordenado y sucio de arena. Catorce o quince años, flaquita, poca cosa. El sol de la mañana le ennegrece la piel e hincha un poco las facciones, pero eso no es nada comparado con el espectáculo que ofrece su espalda: destrozada a latigazos hasta descubrir los huesos, que blanquean entre carne desgarrada y coágulos de sangre.

– Igual que la otra -añade la comadre.

Ha bajado la falda sobre las piernas de la muchacha y se incorpora, sacudiéndose la arena. Después coge la toquilla de la muerta, que estaba tirada cerca, y le cubre la espalda, ahuyentando el enjambre de moscas posado en ella. Es una prenda de bayeta parda, tan modesta como el resto de la ropa. La chica ha sido identificada como sirvienta de un ventorrillo situado junto al camino del arrecife, a medio trecho entre la Puerta de Tierra y la Cortadura. Salió ayer por la tarde, a pie y todavía con luz, camino de la ciudad para visitar a su madre enferma.

– ¿Qué hay del mendigo, señor comisario?

Tizón se encoge de hombros mientras la tía Perejil lo mira inquisitiva. Es mujerona grande, robusta, más estragada de vida que de años. Conserva pocos dientes. Raíces grises asoman bajo el tinte que oscurece las crenchas grasientas del pelo, recogidas en un pañuelo negro. Lleva un manojo de medallas y escapularios al cuello y un rosario colgado de un cordoncito en la cintura.

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