Rosa Regàs - Azul
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Rosa Regàs
Azul
© 1994 Rosa Regàs
Prólogo
Rosa Regàs (Barcelona, 1933) es una niña de la guerra española, como «niños de la guerra» han sido llamados los miembros más jóvenes de la generación del mediosiglo ligados a la Escuela de Barcelona. Uno de estos niños, el poeta Carlos Barral, en su día compañero editorial de Rosa Regàs, describiría una trayectoria semejante: editar poesía, traducir, escribir ensayo, participar en foros y publicar novelas. Cito esta semejanza porque ambos compartieron en su día (Rosa Regàs la mantiene) la pasión por el mar, la querencia por la costa mediterránea catalana y la mirada ética que, tras la muerte de Barral, ha distinguido con más intensidad la obra literaria de Rosa Regàs, a la que asoma el modelo de intelectual «gramseiano» comprometido con su tiempo que no prescinde de los placeres del sentir del pensar, ligados a un paisaje marino tan real como literario y simbólico.
De ahí surge, fruto de un pensar contemplativo, la narrativa de Rosa Regàs, desde Memoria de Almator, relato publicado a comienzos de los 90, a la más reciente, Luna Lunera, ambos en distinta medida equidistantes de Azul, la novela que hoy me complace presentar. Azul se alzó con el premio Nadal en 1994 sumando a la conquista del gran público el impulso mayoritario de la crítica. En sus páginas leemos a una escritora española que ha sabido transmitir en dos frases, puesto que no es su tema, la atmósfera del último franquismo, dos frases a través de las cuales el lector capta las ganas de una generación que tenía entre 18 y 40 años, de romper con la corsetería dictatorial, las ganas de esta generación de inventarse un país, una lengua liberadora y una realidad psíquica nueva de una generación de mujeres modernas que hallaba, por primera vez colectivamente, su modo de nombrar el mundo que tenía delante.
Azul arranca de la dedicatoria «para Storni, esta historia que le pertenece» que evoca a la más venerada suicida del amor de nuestra lengua, Alfonsina Storni, y es que la historia de amor entre dos enamorados separados por la edad, el ambiente y los gustos, Andrea y Martín, eje de la novela, guarda como la de Storni una semilla trágica que Regàs muestra a lo largo del relato, pero, a diferencia de la primera, Regàs da tiempo a que de la historia de Andrea y Martín Ures broten otros recursos que reserva el carácter del personaje femenino y que el mismo personaje va administrando a medida que despierta psicológicamente. Rosa Regàs lo expresa de manera tan minuciosa y acotable como dibujaría un cartógrafo una carta de marcar para uso de navegantes poco avezados.
El nombre de Andrea coincide con el de la protagonista de Nada, la novela de Carmen Laforet, primera ganadora del mismo premio, pero esta Andrea es una mujer profesional de éxito, casada, partidaria de vivir un amor paralelo con Martín Ures, quien se convertirá en su nueva y exclusiva pareja, mientras el joven «doncel» venido de una aldea en los prados de Sigüenza con ganas de volar a través de la profesión elegida, director de cine, da el salto a Nueva York, ciudad en la que sobrevive gracias a la sombra protectora y frágil de Andrea, que corre en su busca. A partir de ese momento, los logros profesionales de Martín son inversamente proporcionales al proceso de autodestrucción de la nueva pareja. Y es en este momento cuando los personajes se embarcan por unos pocos días en compañía de un par de amigos y un timonel en un pequeño crucero de recreo.
Coincide esta fase depredadora de la relación con el hecho de convivir en grupo en el pequeño crucero Albatros gobernado por el multilingüe magnate del cine Leonardus, viejo amigo de Andrea, con un pasado digno de las mejores novelas picarescas: de adolescente, Leonardus se ganó la vida en el puerto de Sidón y después entró en Nápoles escondido en un carguero chipriota, pero aquí hace de maestro en el arte de marear siempre flanqueado por una joven atractiva, Chiqui, y un muchacho danés a cargo del timón llamado Tom. De manera imprevista, los navegantes deben atender un problema técnico que les hace arrimarse a la costa de una inquietante isla del mar griego, una isla misteriosa venida a menos en la que Arcadia es una vieja visionaria, junto a la que los navegantes vivirán situaciones parecidas a las del barco y los enamorados estarán a una braza de convertirse en homicidas. Bien cierto es que en la novela las vidas parecen timones de barcazas que tan pronto navegan en punto muerto como dejan de acusar las reducciones de velocidad, como si los signos del mar avisaran desde afuera de señales de cambio de unos seres que muestran el alcance de sus pasiones hasta el límite del peligro, incluso más allá.
Así, el cogollo narrativo levanta sus estratos con el ligero contratiempo que ayuda a que Andrea y Martín entren en fase devoradora. Lo mismo que el esposo Carlos, en una de las escasas escenas evocadas que le tocan sin que necesite más para mostrarlo, representa, en principio, la pasión bien amarrada tal y como maneja los amarres de la barcaza en la que llega. Está claro que para Leonardus lo importante no es vivir sino navegar, en contra del muchacho Martín, que odia el mar, y por tanto, navegar, incluso nadar. Pero tal vez contagiada del instinto de navegación de Leonardus, la narradora Rosa Regàs avanza al compás de la proa que surca las aguas plácidas de la mañana.
Maestra en las artes de jugar con la idea de tiempo, Rosa Regàs reconstruye en la novela Azul las distintas etapas de la vivencia amorosa: el balanceo de los inicios diez años atrás, el oleaje cuando el amor entra en la fase de la mentira o la venganza que no deja de ser pasión, el camino sosegado de la resignación metáfora marina del final del viaje y la cínica prospección fatal -digámoslo ahora- a partir del embrujo extraño que detuvo el Albatros. La novelista disecciona una pasión por cuyo poder combaten los implicados que han quedado, como sucede casi siempre, en tres. Como un Ingmar Bergman de nuestros días que no abandona a sus parejas cinematográficas hasta que éstas vomitan la última papilla, Regàs busca en el subconsciente del hombre frustrado a pesar de su juventud, quien necesita mostrar trofeos inexistentes y en la atractiva mujer diez años mayor que se deja conquistar complacida por un nuevo doncel de Sigüenza a quien llama «corazón» con la distancia de una tía carnal, luego entregada a la patología de los celos sumida en el alcohol, que sitúa a Regàs en la familia literaria de Malcolm Lowry y su obra Bajo el volcán. Pese a ello, la novelista no renuncia a ironizar a propósito de esa mujer que está siempre perdiendo sus gafas y a darse un respiro de vez en cuando aparcando a Martín y dejando a Andrea con su melancolía para contarnos el gusto por el mar, junto al descubrimiento léxico excepcional de la navegación, sus ambages, sus ritos. Guiña, además, un ojo al cine y otro a la narrativa moderna, de Clarín a Benet. ¡Cómo sobrevuela el filme Perros de paja de Peckinpah en el capítulo más violento de Azul, donde la culpa, el miedo y el rencor aparecen en estado puro!; ¡cómo no vera la escritora catalana en la pincelada que dedica a la ciudad de Barcelona, el homenaje a La Regenta en el amasijito de servilleta de papel y resto de café de la taza que ella entrega a Martín, despertando en el hombre la aversión, como en la obra de Clarín lo hiciese Ana Ozores!
Azul culmina con la constatación de una evidencia: nadie nos ama como quisiéramos ser amados, de ahí la inútil búsqueda. Sin embargo el motor que lleva al naufragio de las emociones es el azar, la convicción, se dice, de que cada acontecimiento lleve dentro de sí el rumbo que ha de seguir la historia, por encima de acciones y voluntades. Por eso Regàs narra sin aspavientos la agonía del amor, la violencia anticipada en la salvaje muerte de un can, los horrores de la culpa, la crueldad, los contrastes entre pasado y presente encarnados en las dos mujeres separadas por un puñado de años, la interpretación de los amores de los otros, la casa de Nueva York en la que ya llevaban viviendo siete años. Así el amor entra en la fase de la carcoma, destrucción que queda amortiguada gracias a la alternancia de los tiempos, el contraste entre el vibrante comienzo del amor y su consumación, la huida de quienes corrieron a gozarse, la degradación de lo que fuera en otro tiempo entrega y, a la postre, la revancha del aspirante, ahora en papel de sádico, «más enardecido cuanto más ofendida ella», aunque a cambio recibirá de Andrea la confesión de una verdad imprevista.
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