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Regas Rosa - Musica De Camara

Aquí puedes leer online Regas Rosa - Musica De Camara texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2013, Editor: Seix barral, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Regas Rosa Musica De Camara
  • Libro:
    Musica De Camara
  • Autor:
  • Editor:
    Seix barral
  • Genre:
  • Año:
    2013
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Musica De Camara: resumen, descripción y anotación

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Índice Jurado del Premio Biblioteca Breve 2013 JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD PERE GIMFERRER JOSÉ MARÍA GUELBENZU ELENA RAMÍREZ CLARA USÓN

A Carlos Barral, siempre en la memoria .

Nada retorna... aun cuando cada aliento del ser humano clama por la resurrección. Nada que haya sido puede volver a ser y, no obstante, el mayor anhelo del ser humano es el de volver de nuevo. De nuevo, de nuevo, ésas son las palabras que nos hacen débiles. Hasta que no hayamos conseguido superarlas, seguiremos siendo un juguete del destino...

J AKOB W ASSERMANN , Golowin

PRIMERA PARTE
1949-1960

ESTOS DÍAS AZULES

Estos días azules y este sol de la infancia.

A NTONIO M ACHADO

Aquí termina tu exilio, habría dicho mi padre si aquel día lluvioso de abril me hubiera acompañado a la estación. Habría subido conmigo al tren y después de dejar mi maleta en la redecilla del compartimiento y de comprobar que mi billete correspondía al asiento vacío junto a la ventana en la dirección de la marcha me habría levantado el cuello del abrigo para que no cogiera frío, habría descendido del vagón dejándome en la plataforma y se habría situado en el andén adquiriendo un aire mayestático, con el sombrero puesto y los guantes cubriéndole las manos enlazadas en la cintura. Sólo entonces habría pronunciado esas palabras sobre el exilio preparadas y pensadas durante muchos días y muchas noches como si ese breve golpe de trascendencia al que tan aficionado era aunque no recurriera a él más que en las grandes ocasiones pudiera condensar el ansia inalcanzable de su dolorido corazón. Y aprovechando los minutos previos a la leve sacudida que anuncia la partida del convoy habría fijado sus ojos en los míos convencido de que con esa tenue corriente de comunicación yo sería capaz de revivir aquel momento todos los días de mi vida.

Pero mi padre no había ido a la estación de Toulouse a despedirme ni yo de haber podido mantener su mirada cargada de emoción habría comprendido lo que suponía para él acabar con el exilio. A mis doce años el exilio como la vejez era una curiosa situación en la que se encontraban las personas mayores, muy mayores, como mis padres, que habían vivido sumergidos en él, siempre hablaban de él y suspiraban por que un día la frase que mi padre me habría dicho en la estación de haberme acompañado se la hubieran podido dedicar el uno al otro. Para mí en cambio era poco más que el telón de fondo de nuestra vida familiar.

Lo mismo ocurría con la muerte, había pensado yo siempre. Es algo que les pasa a los demás, a los más viejos y bien que lo había demostrado la repentina ausencia de mis padres, la aparición precipitada de tía Inés al día siguiente y el largo parlamento que el directeur del lycée me había dedicado, paseando arriba y abajo de su pomposo despacho sobre los imprevistos que la vida ofrece y contra los que de nada vale rebelarnos para acabar diciéndome que mis padres habían muerto y que tenía que ser fuerte ante la nueva situación que —esto no me lo dijo pero así había de ser— iba a alterar el rumbo de mi vida.

No podría precisar cómo ocurrió este cambio que comenzó con su muerte y mi salida de Toulouse en un tren envuelto en espesos humos negros, es difícil recordar mi reacción ante la noticia que con tan pocos miramientos y tanta ceremonia me había comunicado el directeur con el deseo de acabar cuanto antes con aquella misión que se le había encomendado. Se detenía, buscaba las palabras que no parecían acudir en su ayuda, me miraba con los ojos medio entornados como si no tratara de verme a mí sino a mi sombra porque era evidente que no sabía cómo enfrentarse a la situación. Y volvía a ponerse en marcha ante el gesto inquieto y lloroso de la profesora que me había acompañado a esa sala en la que yo nunca había entrado, y de Luis y Teresa Ruiz, nuestros vecinos, compungidos también y perdidos sin saber qué decir ni qué hacer. Yo mantenía la mirada en un punto indefinido que debía de estar frente a mí porque no recuerdo haber bajado la cabeza en ningún momento ni haberla vuelto hacia ellos cuyos movimientos seguía por el rabillo del ojo como si con esa postura de indiferencia evitara tomar conciencia de lo que me estaban diciendo.

Me habían sacado de clase con mucha delicadeza cogiéndome del brazo como si temieran que mi cuerpo se desmoronara y me habían llevado a la sala de visitas donde ya me esperaban los Ruiz, con los que yo iba a vivir hasta que mis padres volvieran de su viaje de tres días al que habían sido invitados por su amigo el pintor Grau Sala —también huido de Barcelona al final de la guerra pero en mejor situación económica— para asistir a su última exposición en París donde residía desde que se había exilado. Era su primer viaje desde que se habían instalado en Toulouse gracias a la ayuda de un colega francés, Yves Monat, que se había personado en el campo de concentración de Argelès —«un infierno sobre la arena», como lo había descrito Robert Capa, palabras que mi padre repetía cada vez que recordaba nuestra historia— en el que nos habían internado cuando entramos en Francia huyendo del ejército de Franco, en enero del 39; él junto a los hombres y mi madre y yo en otro campo colindante. Fue Yves Monat, catedrático de Historia del Arte y vicerrector de la Universidad de Toulouse, quien respondió por mi padre y su familia, es decir, mi madre y yo, lo que nos permitió abandonar el campo antes de morir de hambre, humedad, frío o abatidos como tantos otros por la disentería, el tifus o la sarna. Nos llevó a Toulouse y además le ofreció a mi padre un puesto de profesor invitado en la universidad. Al cabo de dos años se convirtió en ayudante de cátedra de Historia Contemporánea y pudo así conseguir el permiso de residencia y gracias a éste mi madre fue a París y en dos o tres semanas lo consiguió también para nosotras.

Recuerdo el frío que hacía en aquella sala de visitas que no debía de usarse jamás, las lágrimas que Teresa intentaba contener, las voces lejanas y vibrantes de los niños en el parque más allá de la carretera donde íbamos a jugar después de las comidas y una mosca que revoloteaba en torno a la cabeza del directeur quien al no atreverse a acabar con ella de un manotazo precisamente en esas dolorosas circunstancias se limitaba a alejarla con un suave movimiento de la mano como si se diera aire, sin conseguir más que llevarla de un sitio a otro y que volviera al principio, concitando toda mi atención. Yo seguía sin darme cuenta de lo que había pasado. Comprendía las palabras del directeur y los sollozos de Teresa, veía lo que querían decir, entendía que había ocurrido un terrible accidente y que mis padres habían muerto esa misma mañana junto a muchas otras personas que viajaban en aquel tren, pero se me antojaban conceptos vacíos de contenido como las palabras que repetidas hasta la saciedad acaban despojadas de significado. Ni siquiera por la noche con nuestra casa llena de gente que había venido a darme el pésame ni menos aún cuando se fueron yendo todos los amigos y nos quedamos Teresa Ruiz y yo solas en ella de pronto vacía e inabarcable logré vivir el dolor que mi mente reclamaba ante la noticia y la nueva situación que poco a poco iba tomando cuerpo en mi vida y en mi alma. El desamparo se iba adueñando de mí pero no la tristeza.

El tren corría por los campos cubiertos de escarcha pero el sol que asomaba por el horizonte habría de acabar con ella mucho antes de que llegara a mi destino. Junto a mí, tía Inés, que había venido de España para recoger la casa y llevarme con ella, había conseguido mitigar sus constantes sollozos después de casi tres semanas.

«Qué va a ser de ti, Arcadia, qué va a ser de nosotras», susurraba de habitación en habitación intentando poner orden en un espacio que había estado siempre atiborrado de libros, carpetas y documentos. «Qué va a ser de ti, Arcadia, qué va a ser de nosotras», repetía mientras me cogía de la mano, me ponía el abrigo y la bufanda y tiraba de mí hasta los grandes edificios donde teníamos papeles que presentar, preguntas que responder, permisos que conseguir. Hasta que cuando ya me había hecho a esa nueva vida de desidia y andaba por la casa sin saber qué hacer, sin poder salir por el frío intenso y la nieve que aquel año se encarnizó con la ciudad, sin tener que ir al lycée ni a la École de Musique de Toulouse porque ya me habían dado de baja, sin saber lo que sería de mí al día siguiente ni entender qué se proponía tía Inés, apareció en casa una tarde con una carpeta llena de papeles en una mano y en la otra unos billetes que aireaba como si quisiera abanicarse, orgullosa y feliz, diciendo a gritos:

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