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Albert Espinosa - El mundo azul. Ama tu caos

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Albert Espinosa El mundo azul. Ama tu caos

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ALBERT ESPINOSA Barcelona 1973 Actor director guionista de cine teatro y - photo 1

ALBERT ESPINOSA (Barcelona, 1973). Actor, director, guionista de cine, teatro y televisión e ingeniero industrial superior químico. Es creador de las películas Planta 4.ª, Va a ser que nadie es perfecto, Tu vida en 65’, No me pidas que te bese porque te besaré y Héroes. Asimismo es creador y guionista de la serie Polseres Vermelles, basada en su libro El mundo amarillo y en su propia vida y lucha contra el cáncer. Como escritor, ha publicado las novelas Brújulas que buscan sonrisas perdidas (2013), Si tú me dices ven lo dejo todo… pero dime ven (2011), Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo (2010) y el libro de no ficción El Mundo Amarillo (2008), todas ellas en Penguin Random House Grupo Editorial. El total de su obra literaria se ha publicado en más de 40 países, con más de 1 500 000 de ejemplares vendidos en todo el mundo. En 2015 publica su nuevo libro El mundo azul. Ama tu caos.

Capítulo 1

Mi padre escuchaba el mar, el sonido de las olas al romper contra el acantilado.

Jamás escuchó a las personas. El mar, decía, al menos no intentaba engañarte. Pasaba horas mirando ese acantilado deseando comprender qué le quería comunicar ese sonido.

—La naturaleza nos habla, pero estamos demasiado ocupados para entenderla —me susurraba algunas noches en mi oído bueno.

Padre jugaba a hacer equilibrios en ese acantilado. Fumaba justo en el borde y la ceniza que se desprendía de su cigarrillo marcaba esa leve diferencia entre caerse al vacío o permanecer en tierra.

Saltó desde ese acantilado cuando yo tenía once años, no sé si se lo ordenó el mar o si quería más a ese océano que a sus hijos adoptivos.

No lo llegué a saber nunca, tan sólo lo encontré por la mañana meciéndose en las olas. Divisé su sonrisa desde lo alto. Hoy hace casi siete años exactos que se marchó. Tan sólo me restan tres días para cumplir los dieciocho. Y no sé si llegaré…

Y es que aquella mañana, cuando abrí la puerta del despacho de mi médico, supe que estaba muerto.

Vi a aquel doctor en la silla de al lado de la que yo me iba a sentar y me lo imaginé.

Aquel hombre con bata me dijo que me quedaban dos o tres días de vida. Lo relató con una parsimonia y una naturalidad que no parecía que implicaba la pérdida de una vida. En este caso la mía.

Todos sabíamos de su poca habilidad dando malas noticias. Y es que él jamás se movía del sillón de delante de su escritorio a menos que tuviera que contarte algo trágico.

Entonces se levantaba de su cómoda poltrona, daba cuatro pasos exactos, se sentaba en la silla que había al lado del paciente y, sin ningún tipo de emoción, soltaba la noticia bomba.

Me imaginé que había aprendido aquel truco en algún curso de empatía con el enfermo. Pero sólo se había quedado con la parte teórica. Seguro que había apuntado en su libreta: «Levantarme y acercarme», pero la nota sólo hacía referencia a movimientos físicos; olvidó implantar la emoción.

Recuerdo a aquel chico pelirrojo con el que compartí habitación un tiempo, que me contó que un día el médico se levantó y él tembló pensando que su vida llegaba a su fin. Pero resultó que el doctor sólo deseaba café, se lo sirvió y se volvió a sentar. El pelirrojo suspiró aliviado; yo no tenía aquella suerte.

—En el hospital te proporcionaremos las herramientas que necesites para aliviar el dolor —dijo mi médico, que continuaba hablando con ese tono neutro.

Utilizaba la palabra «dolor» cuando en realidad quería decir «muerte». Hablaba de «herramientas» cuando se refería a morfina y a otras mierdas que harían que pasara esos dos o tres días sedado e inconsciente. Y desde hacía tiempo yo sabía que no deseaba morir así.

Tengo miedo a morir, no os confundáis. Mucho miedo, pero quiero estar consciente cuando llegue el momento. He pasado por demasiado para perderme ese final.

No os quiero hablar de lo que tengo, de lo que he padecido y de la enfermedad que me lleva a la muerte. Sólo serviría para regocijarme en ello. El dolor siempre es parecido. Cuando llega, es insoportable. Cuando pasa, lo olvidas.

El dolor emocional es justo lo contrario: cuando aparece por primera vez, jamás te imaginas lo que dolerá con el tiempo.

Notaba el miedo del médico a pronunciar la palabra «muerte». Fue entonces cuando hice lo que deseaba desde hacía tanto tiempo. Había buscado en internet como hacerlo sin romperme ningún dedo.

Y solté mi primer puñetazo. Eso sí, me hice daño. Internet nunca tiene toda la verdad aunque había consultado diez páginas diferentes.

Luego, sin mirar atrás, salí de aquella sala y de aquel hospital. Sabía adónde debía ir, no deseaba morir allí.

La enfermera joven con la que había tenido más confianza, se acercó a mí cuando dejaba el pasillo principal. Me dio una bolsa con medicamentos. Algunas noches especiales de hospital le había adelantado mis planes. Pensé que quizá entre nosotros podría haber algo, pero yo sólo le despertaba compasión y ternura. Y ése es el antídoto más potente contra el sexo.

No acepté los medicamentos. No deseaba llevarme nada de allí. Y es que nada poseía en mi vida. A mis diecisiete años, no tenía hogar, padres, hermanos… Tan sólo aquella llave que colgaba de mi cuello y que pertenecía a aquella casa del acantilado. No sé por qué padre me la dejó a mí, nunca regresé a aquel lugar.

Dentro del ascensor rompí mi pijama azul. Tanto las mangas como el pantalón. No quería parecer un enfermo. Cuatro plantas fueron suficientes para cambiar mi aspecto.

Al abrirse el ascensor, el olor de las visitas me asaltó. Siempre huelen a nuevas. Todos llegan de casa con su ropa limpia, su cara lavada y se cruzan con los que han pasado la noche en el hospital, que siempre apestan a largo viaje en avión. El ascensor siempre ha sido el intercambiador perfecto.

Aunque yo no sabía mucho de visitas, la vida me había arrebatado muchas cosas a mis pocos años y, entre ellas, la oportunidad de tener cerca de mí aquellas personas que tienen la necesidad de venir a verte cuando enfermas.

Salí del ascensor y me quedé parado en la entrada del hospital mirando el exterior. Me costaba abandonar aquel «hogar».

Me puse los auriculares que siempre llevaba conmigo. Amaba la música por encima de todas las cosas, aunque mi oído izquierdo no funcionaba. Aquel audífono azul me acompañaba desde que nací y me servía para enchufar o desenchufar una mitad de mí con el mundo.

Creo que fue Nietzsche que dijo que una vida sin música sería un error. Yo añadiría que, sin los mejores auriculares para escucharla, es un sacrilegio.

Sonó «Tu vuò fà l’americano» y fue como si todo aquel hospital se moviese a ritmo napolitano. Y comencé a garabatear en un papel lo que había vivido junto a aquel médico. Lo hacía siempre, dibujar secuencias de mi vida, era mi diario. No me gustaban mucho las palabras. Tan sólo los sonidos, incluido el del lápiz sobre una hoja, recreando instantes que acababa de vivir.

Siempre me ha entusiasmado marcar el ritmo del mundo. Jamás escucho el sonido de la calle; no es agradable. Las conversaciones de la gente siempre versan sobre quejas. Quejas sobre su vida, su pareja y su trabajo. Quejarse no tiene ningún sentido.

Siempre he creído que los problemas no existen, se crean pensando.

Un problema es tan sólo la diferencia entre lo esperado y lo obtenido de las personas o de la vida.

Capítulo 10

Condujimos en silencio bastante rato. Necesitaba preguntarle algo.

—¿Cuándo traerán a Tronco?

Él se rió, me imagino que no lo llamaban así, pero no me corrigió.

—Ellos lo incineran y lo dejan colgado en los dromedarios, que le dan una vuelta por última vez por donde él desee y luego los custodian hasta que lo recogemos.

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