Tessa Korber
La Reina de Saba
Die Königin Von Saba, 2005
LIBRO PRIMERO
La niña Jinni
Las tropas de Salomón, compuestas de genios, de hombres y pájaros,
fueron agrupadas ante él y formadas. […]
Pasó revista a los pájaros y dijo:
«¿ Cómo es que no veo a la abubilla?
¿O es que está ausente?» […]
No tardó en regresar y dijo:
«Sé algo que tú no sabes, y te traigo de los saba una noticia segura.
He encontrado que reina sobre ellos una mujer, a quien se ha dado de todo y que posee un trono augusto.
He encontrado que ella y su pueblo se postran ante el sol…»
El Corán, Sura 27
Era grácil como una gacela y astuta como un zorro del desierto.
Tenía los suaves ojos castaños del corzo,
pero a veces desprendían también destellos dorados
como los de un leopardo.
Al-Kisai, según Clapp en La reina de Saba
La noticia de la Abubilla
El viejo Arik suspiró al tumbarse en la piedra que quedaba a la sombra de la acacia. El solitario árbol se alzaba al pie de unos peñascos negros y escabrosos que se derramaban en aquel lugar del desierto y se perdían entre pedregales y unas colinas de arena sobre las que el cielo blanco se deshacía como metal fundido.
El camino hasta allí había sido largo, pero había merecido la pena.
En la pendiente de la duna de delante pacían sus cabras, manchas blancas en una extraña ondulación de un verde intenso que el viento hacía estremecerse como el flanco de un animal. Unas noches antes había llovido en la linde del desierto y la lluvia había hecho brotar ese desacostumbrado esplendor de raudo florecer. Arik lo había presentido nada más salir de su tienda aquella tarde, en el olor del aire, en el zumbar de los insectos. Había visto incluso el oscuro telón de la tromba de agua a lo lejos, negro como la barba del demonio de la lluvia, Afrit, donde los demás no habían visto más que una extraña nube en el crepúsculo.
Hasta el viejo llegaba el incesante sonido de los animales arrancando la hierba con el hocico, y lo hacía asentir, complacido. Las bobas chiquillas de la tribu que solían encargarse del pastoreo de los rebaños, que corrían por ahí con sus cayados dando saltos sin atender a nada, no conocían las lluvias del desierto. Las últimas habían caído cuando ellas no habían nacido aún, y las siguientes las contemplarían siendo ya madres, pero el viejo Arik las conocía bien y no pensaba compartir con nadie su secreto. La hierba y las flores crecerían durante apenas unos días, las cabras las devorarían y darían una leche más sustanciosa y dulce. Bien podían reírse en el pueblo de él porque, callado y tozudo, seguía siempre sus propios senderos apartados. Por un momento, Arik creyó oír en el viento unas risas y un cristalino tintineo de campanillas, y alzó la cabeza.
No, se había confundido. Con un gemido volvió a echarse sobre la piedra lisa; el brazo por almohada bajo la cabeza, y los duros pies, ennegrecidos por el sol, escondidos bajo los pliegues de su larga única como al abrigo de una tienda. Con gran parsimonia sacó un pañuelo azul y se lo echó sobre la cara. Un último gesto de su cayado ahuyentó al gran lagarto que compartía con él aquel lugar. Las fauces del animal se abrieron sin emitir sonido alguno cuando el viejo blandió el bastón hacia él, y luego desapareció veloz entre los zarzales. «Eso, eso -pensó Arik-, mi furia es mayor que la tuya.»
Inmóvil bajo su pañuelo, sintió cómo caía el peso del calor sobre sus extremidades sin dejar de escuchar el silencio. Oía cada paso de su rebaño. Arik no era como esas jovencitas que se reunían a mediodía en improvisadas tiendas a charlar y echar un sueñecito, ajenas al mundo, para soñar con sus amados o incluso pasar allí con ellos unos íntimos momentos de amor, mientras fuera el aire se estremecía de calor y las cabras erraban descarriadas.
El viejo levantó el pañuelo y escupió. Se rascó el muslo, malhumorado, y volvió a tumbarse en una buena postura. Jamás dejaría que ninguna de esas niñas pastoreara sus animales, por mucho que se burlaran los demás.
– Viejo Arik -se mofaban cuando pasaba cojeando por delante de ellas con la cabeza gacha y mirando al suelo-, amargo Arik. Tu tienda está vacía como un uadi seco, estás solo, eres solitario como el caminante en el desierto, tan regañón y espinoso como una acacia. -Soltaban unas risitas y se alejaban con sus chivos saltarines, haciendo ondear sus melenas mientras sus tobilleras tintineaban.
«Id, id -se burlaba entonces él en silencio-. Id y manchad con deshonra vuestros nombres y los nombres de vuestros padres.»
Como si él pudiera olvidar que talmente así había partido su propia hija aquella mañana lejana, brincando como el palpitar de un corazón feliz. Y la noche no la trajo de vuelta. Al viejo se le escapó un sonoro gemido al verse rendido por ese recuerdo.
Arik la había buscado durante días enteros, había gritado su nombre en los uadis, se había arrastrado por la arena del desierto hasta llegar casi a los límites de la legendaria ciudad muerta. También había ascendido por la ladera negra de la montaña, donde le salió al paso el macho cabrío: Almaqh en persona, con la luna divina entre los cuernos.
En su mirada ancestral no encontró Arik ninguna esperanza, de modo que aferró su cayado con más fuerza, descendió hasta el pie de la montaña y se retiró a su tienda.
La negra tienda de vellón de cabra estaba vacía. Todo lo familiar le era indiferente. La tetera de plata seguía fría y llena de hollín junto al fuego extinguido, no salía de ella ningún aroma a té preparado por las manos de su hija, especiado con jengibre y cardamomo, como a él le gustaba. Durante cuarenta alientos solía dejar que se hiciera la infusión, exactamente cuarenta cada vez, antes de servirla desde bien arriba y ofrecerle una taza. Nadie sabía servir el té desde tan arriba como su hija, ninguna muchacha escanciaba el delgado chorro en la taza con tanto tino. Encima de la infusión dulce y caliente quedaba entonces una espuma crepitante que él sorbía siempre con placer, y ella lo miraba en ese momento con una sonrisa. De pronto estaba solo.
Aquel día Arik se tumbó sobre las alfombras arenosas, abatido, y en sus oídos sonó entonces una voz:
– ¿Venerable padre?
Se le detuvo el corazón durante un latido entero, pero la que hablaba no era su hija, sino una boba chiquilla de mejillas sonrosadas y ojos negros que había entrado a importunar su duelo. La muchacha se balanceaba con timidez sobre los talones y vaciló largo rato antes de ponerse a soltar disparates. El viejo no alzó la cabeza para oír lo que tenía que contarle.
Que ella y sus amigas, aquel día en que desapareciera la niña de sus ojos, habían visto a unos jinn allí donde la arena se encontraba con las piedras. Que iban montados en unos fastuosos camellos con bridas doradas, uno de los cuales llevaba sobre su lomo una litera con colgaduras más brillantes que la granada, un palacio de la aurora. Que en la caravana se oía música, que las sedas tableteaban al viento, que resonaban campanillas de plata y que unos espíritus maravillosos conformaban la comitiva.
Arik la escuchó con los labios apretados, palabra tras palabra, y con cada una de sus absurdas frases moría un poco más.
Los «espíritus» que habían visto eran grandes y hermosos, dijo la niña, no se parecían a los mortales, llevaban los refulgentes ojos perfilados con kohl, alhajas en las barbas. Había sido una visión inimaginable, Arik debería haberlos visto.
El viejo permaneció en silencio para no gritar y no zurrar a aquella necia. Ay, demasiado bien podía imaginar la escena, hasta el último detalle.
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