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Harriet Stowe - La Cabaña Del Tío Tom

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La Cabaña Del Tío Tom: resumen, descripción y anotación

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De la autora abolicionista estadounidense Harriet Beecher Stowe, La Cabaña del tío Tom es una novela cuyo tema central es la esclavitud. Fue publicada en 1852, y causó gran polémica por la división de posturas que existían en el país en vísperas de la Guerra Civil. Fue la novela más vendida en el siglo XIX. El libro narra los acontecimientos de la vida del Tío Tom, un esclavo negro del sur de Estados Unidos que pasa de unos amos a otros, construyendo anécdotas entrelazadas y que reflejan la realidad de los esclavos americanos de la época, creando un contraste entre los personajes bondadosos y el contexto de injusticia en el que viven. Su importancia radica en que es una novela con un gran contenido sentimental que que pretende crear un retrato y establecer una denuncia. Stowe logra la identificación del lector con los personajes, y con ello la comprensión más profunda de la injusticia. Es una novela que se conserva como manifestación histórica, que si bien es exagerada, tiene un objetivo claro y bien logrado. Es recomendable porque nos da a conocer una parte importante e interesante de la historia estadounidense. Divertida, ligera y llena de sentimientos conmovedores (Escrito por Andrea Pieck)

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Harriet Beecher Stowe La Cabaña Del Tío Tom CAPÍTULO PRIMERO EN EL QUE SE - photo 1

Harriet Beecher Stowe

La Cabaña Del Tío Tom

*

CAPÍTULO PRIMERO

EN EL QUE SE PRESENTA AL LECTOR A UN HOMBRE HUMANITARIO

EN EL QUE SE PRESENTA AL LECTOR A UN HOMBRE HUMANITARIO

A mediados de una fría tarde de febrero, dos hombres estaban sentados solos con una copa de vino delante en un comedor bien amueblado de la ciudad de P. de Kentucky. No había criados, y los caballeros estaban muy juntos y parecían estar hablando muy serios de algún tema. Por comodidad, los hemos llamado hasta ahora dos caballeros. Sin embargo, al observar de forma crítica a uno de ellos, no parecía ceñirse muy bien a esa categoría. Era bajo y fornido, con facciones bastas y vulgares, y el aspecto fanfarrón de un hombre de baja calaña que quiere trepar la escala social. Vestía llamativamente un chaleco multicolor, un pañuelo azul con lunares amarillos anudado alegremente al cuello con un gran lazo, muy acorde con su aspecto general. Las manos eran grandes y rudas y cubiertas de anillos; llevaba una gruesa cadena de reloj repleta de enormes sellos de gran variedad de colores, que solía hacer tintinear con patente satisfacción en el calor de la conversación. Ésta estaba totalmente exenta de las limitaciones de la Gramática de Murray , y salpicada regularmente con diversas expresiones profanas, que ni siquiera el deseo de dar una versión gráfica de la conversación nos hará transcribir.

Su compañero, el señor Shelby, sí parecía un caballero; y la organización y el aparente gobierno de la casa indicaban una posición cómoda si no opulenta. Como hemos apuntado, estaban los dos inmersos en una seria conversación.

– Así dispondría yo el asunto -dijo el señor Shelby.

– No puedo hacer negocios de esa forma, de verdad que no, señor Shelby -dijo el otro, alzando su copa entre él y la luz.

– Pues el caso es, Haley, que Tom es un muchacho poco común; desde luego que vale ese precio en cualquier parte, pues es formal, honrado, eficiente y me lleva la granja como la seda.

– Quiere usted decir honrado para ser negro -dijo Haley, sirviéndose una copa de coñac.

– No, quiero decir que Tom es un hombre bueno, formal, sensato y piadoso. Se convirtió a la religión hace cuatro años en una reunión , y creo que se convirtió de verdad. Desde entonces, le confío todo lo que tengo: dinero, casa, caballos, y lo dejo ir y venir por los alrededores; y siempre lo he encontrado honrado y cabal en todas las cosas.

Algunas personas no creen que haya negros piadosos, Shelby -dijo Haley, con un movimiento candoroso de la mano-, pero yo sí. Había un tipo en este último lote que llevé a Orleáns: era como un mitin religioso oír rezar a ese individuo; y era bastante tranquilo y callado. Me dieron un buen precio por él también, pues lo compré barato a un hombre que tuvo que venderlo todo; así pues gané seiscientos con él. Sí, creo que la religión es una cosa valiosa en un negro, cuando es de verdad, he de decirlo.

– Bien, Tom tiene religión de verdad, sin duda -respondió el otro-. El otoño pasado, le dejé ir solo a Cincinnati a hacer negocios en mi lugar y me trajo a casa quinientos dólares. «Tom», le dije, «me fio de ti porque creo que eres buen cristiano y se que no me engañarías». Tom volvió, desde luego, como ya lo sabía yo. Cuentan que algunos tipos rastreros le dijeron: «Tom, ¿por qué no te largas al Canadá?» y él respondió: «El amo conga en mí y no podría hacerlo», eso me contaron. Me da pena desprenderme de Tom, he de confesarlo. Debería usted cogerle por toda la deuda, Haley; y si tuviera usted conciencia, lo haría.

– Pues tengo tanta conciencia como se puede permitir cualquier hombre de negocios, sólo un poco para ir tirando, como si dijéramos -dijo chistoso el comerciante-; y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa razonable para contentar a mis amigos, pero lo que pide usted es un poco excesivo -el comerciante suspiró pensativo y se sirvió más coñac.

– ¿Cómo quedamos, entonces, Haley? -preguntó el señor Shelby, después de una pausa incómoda.

– ¿No tiene usted un niño o una niña que pueda meter en el lote con Tom?

– Bien, ninguno que me sobre; a decir verdad, si no fuera absolutamente necesario, no vendería a ninguno. La verdad es que no me hace gracia desprenderme de ninguno de mis muchachos.

En este momento, se abrió la puerta y entró en la habitación un pequeño cuarterón de entre cuatro y cinco años. Había algo hermoso y atractivo en su aspecto. El cabello negro, suave como la seda y de color azabache, caía en rizos brillantes alrededor de su rostro redondo con hoyuelos en las mejillas, mientras que unos grandes ojos negros, llenos de fuego y dulzura, se asomaban bajo unas pestañas largas y pobladas y miraban con curiosidad por el aposento. Un alegre traje de cuadros rojos y amarillos, cuidadosamente cortado y entallado, resaltaba su belleza exótica; y un curioso aire de seguridad mezclado con timidez demostraba que estaba acostumbrado a que su amo se fijara en él y le hiciera mimos.

– Hola, Jim Crow -dijo el señor Shelby, silbando y lanzando un racimo de pasas en dirección al niño-, recoge esto, vamos.

El muchacho salió corriendo en pos de su premio mientras se reía su amo.

– Ven aquí, Jim Crow -dijo. Se acercó el muchacho y el amo le dio golpecitos en la cabeza y le acarició la barbilla.

– Vamos, Jim, demuestra a este caballero lo bien que sabes bailar y cantar.

El muchacho comenzó a cantar con voz clara y rica una de esas canciones salvajes y grotescas de los negros, acompañando su canción con muchos movimientos cómicos de las manos, los pies y el cuerpo entero, todo al compás de la música.

– ¡Bravo! -gritó Haley, echándole un cuarto de naranja. Vamos, Jim, anda como el viejo tío Cudjoe cuando le da el reuma -dijo su amo.

En el acto las flexibles extremidades del muchacho adoptaron la apariencia de la deformidad y la distorsión mientras, con la espalda encorvada y el bastón de su amo en la mano, andaba a trompicones por la habitación con su rostro de niño dibujando una mueca de dolor, escupiendo a diestro y siniestro como un viejo.

Los dos caballeros se rieron estrepitosamente.

– Ahora, Jim, muéstranos cómo el viejo Robbins canta el salmo -el muchacho rechoncho alargó la cara de manera sorprendente, con gravedad imperturbable, y comenzó a entonar nasalmente un salmo

– ¡Hurra, bravo! ¡Qué chico! -dijo Haley-; que me aspen si ese muchacho no es todo un caso. ¿Sabe lo que le digo? -dijo de repente, golpeando al señor Shelby en el hombro-, incluya usted a este muchacho y cerraremos el trato, se lo prometo. Venga ya, no diga usted que no es un buen trato.

En ese momento se abrió suavemente la puerta y entró en la habitación una joven cuarterona de unos veinticinco años. Sólo hacía falta una mirada al muchacho para identificarla como su madre. Tenían los mismos ojos oscuros y expresivos con largas pestañas, los mismos rizos de cabello sedoso y negro. Su cutis moreno mostraba un rubor perceptible en las mejillas que se oscureció cuando se percató de la mirada osada de franca admiración del desconocido fija en ella. Su vestido se ceñía perfectamente a su cuerpo resaltando sus formas armoniosas; la mano de delicada factura y el pie y el tobillo pequeños no escapaban a la mirada perspicaz del comerciante, acostumbrado a evaluar con una mirada las ventajas de un buen ejemplar femenino.

– ¿Y bien, Eliza? -preguntó su amo cuando ella se detuvo para mirarlo vacilante.

– Buscaba a Harry, señor, si no le importa y el muchacho se le acercó de un salto mostrándole su botín, que había recogido en la falda de su vestido.

– Pues llévatelo, entonces -dijo el señor Shelby; y ella se retiró deprisa con su hijo en brazos.

– Por Júpiter -dijo el comerciante, mirándolo con admiración- ¡ése sí que es un buen artículo! Podría usted hacerse rico cuando quisiera con esa muchacha en Nueva Orleáns. He visto a más de cien hombres pagar al contado por muchachas menos guapas.

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