PRÓLOGO
La física es como el sexo. A veces nos proporciona algo útil, pero no es por eso que la practicamos.
Richard Feynman
Cuando tras el éxito de La seducción de las matemáticas me preguntaron a qué disciplina me dedicaría a continuación, no tuve que darle muchas vueltas: estaba claro que la elegida sería la física. He estudiado matemáticas, que para mí sigue siendo la reina de las ciencias (y a ella le dedicaría yo la cita de Feynman que encabeza este prólogo), pero la física me fascina tanto como aquella. Si la matemática permite crear, prácticamente a partir de nada más que un seso de mamífero formado por la evolución, los universos mentales más complejos, los físicos dan un paso más y dicen: somos capaces de describir el mundo —tal vez incluso el mundo entero— con ecuaciones y modelos matemáticos. Porque las demás ciencias naturales, como es sabido, no son más que prolongaciones de la física: la química se ocupa de las reacciones entre moléculas que describe la física; la biología es la ciencia de la vida, que se puede describir mediante reacciones químicas, que a su vez se remiten a la física. Con ello no pretendo en absoluto levantar la bandera del reduccionismo total: a partir de un determinado grado de complejidad la física se pierde, no en vano el demonio de Laplace es un ser fabuloso (véase la página 189). Sin embargo, la física subyace efectivamente a todos los fenómenos de este mundo, incluida la génesis del universo entero.
Pero no se preocupe, que en La seducción de la física no voy a hablar de los modelos físicos que utilizan los teóricos del big bang o de las supercuerdas. Al igual que La seducción de las matemáticas, este libro trata principalmente de aquellos fundamentos científicos que el no iniciado es capaz de entender. Dejando de lado los capítulos 8 y 14, que se adentran en la teoría de la relatividad y de la física cuántica, esto significa que nos ocupamos de un mundo en el que prácticamente todos los fenómenos se explican por la colisión de masas pequeñas o grandes. Para describir ese mundo nos bastan magnitudes como la fuerza, la aceleración y la energía, bien en un plano macroscópico —como cuando chocan dos automóviles—, bien en un plano microscópico: la temperatura es la energía cinética media de partículas que nos imaginamos como pequeñas pelotas de goma, y la presión es el efecto del choque de estas pelotas contra la pared de un recipiente. El libro muestra hasta qué punto nos basta un modelo físico tan ingenuo, capaz de explicar por qué vuelan los aviones y cómo es posible que funcione un móvil perpetuo. Esto podría ampliarse también a fenómenos eléctricos y magnéticos, que en este libro solo se mencionan de pasada.
Pero las moléculas no son pelotas de goma, sino que se componen de átomos y estos, a su vez, están formados por partículas elementales todavía más pequeñas. Y si el lector sigue pensando que el núcleo de un átomo es como un conglomerado diminuto de neutrones y protones que recuerda a una mora alrededor del cual orbitan, a cierta distancia, los electrones como mosquitos alrededor de una bombilla, sepa de entrada que también esto no es más que una imagen auxiliar destinada a estimular nuestra fantasía. En la física «real», todas esas bolitas se deshacen en un momento dado en ondas que vibran en el espacio vacío y no describen más que probabilidades. Los físicos son incapaces de imaginar esto de un modo concreto y mantienen un debate casi religioso sobre cómo hay que interpretar los resultados de la teoría, desde luego confirmados experimentalmente (véase el capítulo 14).
Al igual que su predecesor matemático, el libro dedicado a la física también contiene fórmulas. Sigo creyendo que una buena fórmula matemática y física aclara mejor una relación que una frase bonita. Por otro lado, sé muy bien que las fórmulas no se pueden leer como un texto entretenido, que obligan a detenerse y a veces incluso a tomar papel y lápiz para calcular alguna cosa. Por eso he resaltado los pasajes en que se trata de calcular. El lector puede pasarlos por alto o reservarlos para más adelante, que no por ello dejará de comprender la argumentación del capítulo. Claro que no son del todo prescindibles, pues de lo contrario ya habría prescindido yo de ellos.
La seducción de la física no es un libro de texto ni un tratado completo. Lo que pretendo es explicar algunos conceptos de la física a la luz de unas historias divertidas, o refrescar la memoria sobre ellos, y si usted echa de menos algún aspecto, será porque no se me ha ocurrido ninguna historia divertida en relación con el mismo o porque el libro ya no daba más de sí. Mi tarea no es desarrollar un programa de estudio, sino que estaré contento si consigo divertirle un poco y despertar su curiosidad para que trate de rellenar por su cuenta los huecos que haya detectado.
Quiero dar las gracias en este punto a mi agente Heike Wilhelmi y a mi corrector Frank Strickstrock, de la editorial Rowohlt; a Bernd Schuh y Max Rauner por su lectura del manuscrito y sus importantes comentarios científicos; a Rüdiger Dammann, de Booklett, quien tuvo la idea original de La seducción de las matemáticas; sin él no existiría La seducción de la física. Y a mi hijo Lukas Engelhardt por el retoque de los gráficos en este libro.
C HRISTOPH D RÖSSER
Hamburgo, octubre de 2010
1 NO TE PRECIPITES
O QUÉ «EUREKA» NI QUÉ NARICES
Arquímedes va y viene, visiblemente agitado. En realidad, esa tarde tenía previsto tomar un baño caliente para relajarse y por eso ha ido antes de lo habitual a la casa de baños. Los demás hombres, que también han acudido para escapar del bullicio de las calles de Siracusa y tal vez también del régimen doméstico de sus esposas, le miran de reojo. ¿Cómo relajarse si ese hombre desprecia olímpicamente el consejo de Homero de aprovechar el baño como «remedio contra el trabajo que debilita el espíritu»? Con una mano sujeta el paño que cubre su desnudez y camina de un lado para otro, sudoroso y jadeante. No es un espectáculo bonito de ver, pero nadie se atreve a decirlo en voz alta; al fin y al cabo, ese Arquímedes no solo es un pensador admirado por todos, sino también un buen amigo del rey Hierón II.
Y es el pensamiento en este rey el que no deja que Arquímedes se tranquilice. No se trata de los fantásticos artefactos de guerra que ha de construir el inventor para su rey, quien ha de defender su territorio frente a romanos y cartagineses, pues los planos de las catapultas y los espejos ya están casi listos; solo falta que los obreros los materialicen, y Arquímedes no duda de que sus invenciones revolucionarias funcionarán. Lo que le abruma es un problema aparentemente sencillo que le ha planteado el rey esa mañana.
Hierón II, también llamado «el Joven», es un guerrero de tomo y lomo y cree ver un enemigo detrás de cada matorral. Arquímedes es uno de los pocos en quien el rey confía, pero el orfebre Filipos, que tiene una pequeña tienda en una callejuela cutre de la ciudad antigua, no forma parte de este círculo. A este Filipos le había entregado Hierón dos minas de oro puro (hoy diríamos que alrededor de un kilogramo) para que fabricara con ellas una corona. El rey pretende depositarla en el famoso santuario de Apolo, desde luego que con acompañamiento de fanfarrias y celebraciones, pues se trata de que todos los ciudadanos de Siracusa vean cuán devoto es su monarca.
Filipos ha creado una corona maravillosa y a cambio ha recibido un pago bastante escueto por su labor; la corona pesa exactamente dos minas. Hasta aquí, ningún problema, todos podrían estar contentos… pero Hierón no se fía. ¿Es posible, le ha preguntado esta mañana a Arquímedes, que el orfebre se haya guardado una parte del oro y la haya sustituido por plata? Nada más que un décimo de mina, equivalente a diez dracmas, convertirían a ese menesteroso en un hombre rico. Y a simple vista no sería posible descubrir la impureza del oro.