Título original: Cioran, Manual de antiayuda
Alberto Domínguez Torres, 2014
Diseño de cubierta: Mauro Bianco
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A mis padres, por lo mucho que me han dado
y lo poco que les he devuelto
La sociedad en que vivimos quiere destruirnos. El arma que emplea es la indiferencia, y hay que poner el dedo en la llaga y apretar bien fuerte. Hablar de lo abyecto: la enfermedad, la ausencia de amor, la fealdad… pero sin adherirse a ninguna idea ni profesar ninguna militancia. La militancia es para la gente feliz.
MICHEL HOUELLEBECQ
Las obras de Cioran aparecen citadas bajo las siguientes siglas:
TE | La tentación de existir |
IN | Del inconveniente de haber nacido |
EA | Ejercicios de admiración y otros textos |
AD | El aciago demiurgo |
BP | Breviario de podredumbre |
LQ | El libro de las quimeras |
BV | Breviario de los vencidos |
MY | Ese maldito yo |
LS | De lágrimas y de santos |
SA | Silogismos de la amargura |
TA | Cuaderno de Talamanca |
HU | Historia y utopía |
CT | La caída en el tiempo |
CD | En las cimas de la desesperación |
DG | Desgarradura |
CU | Cuadernos 1957-1972 |
CV | Conversaciones |
OP | El ocaso del pensamiento |
EN | Ejercicios negativos |
SF | Sobre Francia |
PRÓLOGO
Hará unos diez años que leí por primera vez a Cioran. Yo era un chico de veinticinco, soltero, licenciado en Filosofía, trabajaba de auxiliar administrativo y me gustaba, entre otras cosas, leer y frecuentar librerías. Por aquel entonces, ya casi había desechado la idea de convertirme en escritor: lo había intentado, pero no daba la talla. Cervantes, Shakespeare, Salinger, Gómez de la Serna… Se había escrito ya tanto y tan bien, eran todos tan buenos, y, en comparación, tan falto de gancho y sin pegada y malo lo que yo escribía, que me dije que para qué, que no valía la pena, que pasaba, que mejor me dedicaba a leer, que dejaba la escritura para aquellos que no tenían tan aguzado el sentido de la vergüenza. Ignoraba que estaba a punto de dedicarme a la enseñanza, que es lo que hacemos los mediocres, los sintalento que, al contrario de lo que aconsejaba Quevedo, somos incapaces de igualar con la vida el pensamiento.
En aquella época, yo ya tenía formada lo que se dice una idea del mundo y de la vida: no me gustaban, ni el uno ni la otra, sentía que la existencia era un timo; me parecía que la vida estaba mal tasada (a mi entender, no valía la burrada que decían que valía), y para colmo, la muerte, la idea de la muerte, la cuestión de tener que morirme, se me instaló en la cabeza como una migraña crónica cuyo dolor aún perdura. Me preocupaba el hecho de ir por la vida con aquella cosmovisión tan negativa teniendo solo veinticinco años, pero ¿qué podía hacer? Quid pro quo, le decía yo al mundo, do ut des (no es que yo me dirigiese al mundo en latín, pero lo pongo así porque queda mejor y más serio), dame algo a cambio de estar aquí y admirarte y tratar de comprenderte, pero el muy codicioso se regía por la ley del embudo, lo ancho para él y lo estrecho para mí, yo quería que me declarase exento de la muerte y él solo me daba, juzgado desde cierto punto de vista, migajas: algún amigo, alguna chica, algún alcohol, nada más. Y lo peor de pensar que la vida era una cosa macabra era que no se lo podía decir a nadie, que, justo cuando se supone que uno está en edad de luchar y comerse el mundo y trabajar para labrarse o tener un buen futuro, yo no podía ir y decirle a mis padres o a mi novia que creía que no, que tenía la sensación de que no, que algo me decía que la vida —como la ciudad para Paco Martínez Soria— no era para mí.
De E. M. Cioran no sabía nada. Creo recordar que me sonaba su nombre y que lo relacionaba con la filosofía, pero nada más. Durante mis cuatro años de universidad, nunca oí hablar de él. En los anaqueles de las librerías estaba entre Cicerón y uno que jamás he leído pero cuyo nombre siempre me ha hecho gracia: Carlo M. Cipolla. Llegué a Cioran como suele llegar uno a los escritores, a través de lo que otros escritores habían escrito sobre él, es decir, por curiosidad. Podía considerarme un lector experimentado: llevaba leyendo toda la vida, leer era, sin duda, mi mayor pasión. Yo era como el que, acostumbrado a beber todos los días, se sabe capaz de trasegarse cuatro o cinco cervezas sin despeinarse. Y sin embargo…
No voy a decir que descubrir a Cioran me cambió la vida, que hay un antes y un después de Cioran, que, para mí, en cuanto a escritores, primero está Cioran y luego el resto, pero casi. Es evidente que antes de conocer a Cioran ya había leído a grandes escritores, y lo he seguido haciendo después: mi vida lectora no empieza y acaba en Cioran. Antes cité a unos cuantos, y podría nombrar a muchos más: Bukowski, Valle-Inclán, Céline, Muñoz Molina, Coetzee, todos magníficos. Pero había algo en los libros de Cioran que nunca había encontrado en otros libros: con estilo, ingenio e inteligencia decían exactamente lo que yo pensaba de la vida, todos sus libros, no el primero o el tercero, sino todos. De otros autores me gustaban más unas obras que otras; de Cioran me gustaban todas por igual. Los demás se iban por las ramas (ramas fascinantes: grandes historias, personajes inolvidables, Holden Caulfield, Henry Chinaski, etcétera); Cioran, en cambio, iba al grano, decía lo que yo quería oír y como yo lo quería oír. ¡Por el amor de Dios, aquel tipo de los Cárpatos me conocía como si me hubiese parido! Tal vez influyó el hecho de que estuviese algo fatigado de tramas novelescas, extenuado y aburrido de «la odiosa premeditación de la novela» (frase que Umbral gustaba de citar y que atribuía a André Breton), de que cada vez me costase más leer ficción (cosas de la edad), pero el caso es que en Cioran encontré a ese escritor con el que quedarse en el caso hipotético de que uno tuviese que quedarse con un solo escritor. A la clásica e irritante pregunta. «¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?», uno ya sabía qué responder: Breviario de podredumbre, La tentación de existir, Conversaciones, Desgarradura, cualquiera de ellos, según el día.
Cioran decía que un libro debía incomodar, perturbar, sacudir al lector, que un libro cuya lectura te dejaba igual que estabas antes de leerlo no era un buen libro. Lo que, a mi modo de ver, más distinguía a Cioran del resto de escritores era precisamente el hecho de que todos sus libros te provocaban, que todos te vapuleaban el espíritu; a medida que iba leyendo cualquiera de sus obras, iba teniendo la sensación de que aquello era como la piedra Rosetta de la literatura —o de la filosofía, o del pensamiento, tanto da— que me permitía interpretar el mundo, a cada párrafo mi mente asentía, decía: «Sí, es lo que yo sospechaba, estaba en lo cierto, la vida es una equivocación». (Aprovecho para decir que siempre pensé que los libros de Cioran deberían llevar una faja que avisase del peligro de su lectura, el símbolo del triángulo amarillo con una calavera o un rayo que advirtiese de que aquello no es un pasatiempo; leer a Cioran no tiene por qué ser perjudicial si uno, previamente, ya sabe o intuye que la existencia está viciada, pero puede ser letal si uno, como Leibniz, considera que el mundo no solo es que esté bien hecho, sino que no podría ser mejor de lo que es, y que la vida es un regalo maravilloso, y que volvería a nacer si pudiese).