E. M. Cioran
Adiós a la filosofía y otros textos
Título original: Extractos de Précis de décomposition (1949), La tentation d’exister (1956) y Le mauvais démiurge (1969)
E. M. Cioran, 1980
Traducción: Fernando Savater
E. M. Cioran: El alma alerta
En un instante pasaremos por el umbral del mundo a una región… llamadla como queráis: negación del lenguaje, desierto, muerte, o quizá más simple: el silencio del amor.
Vladimir Nabokov
«Despierte el alma dormida…» Pero no es tarea fácil hacerla despertar. Acurrucada entre acolchados cobertores de dogmas, de consignas, de explicaciones, drogada de noticias y de ese otro beleño, la esperanza, amodorrada de ciencia, convicta y confesa, pobrecita mía… ¡con qué escalofrío saca la punta del pie de su embozo para calibrar la temperatura glacial que reina allí donde la coherencia acaba y los razonamientos más razonables comienzan a enarbolar una sonrisilla demente! Vuelve a tu sopor, pobre alma mía: tirita y sueña, bien arropada, hasta que lo irremediable venga a buscarte. Sueña que tienes un inconquistable alcázar de certezas, un plano digno de confianza de las selvas y pantanos que te rodean, guardianes fieles que rechazarán los asaltos de la duda, capitanes de ojos fieros y proyectos claros, abades capaces de encontrar la huella estoica de la Ley hasta en tu entraña más brumosa, alegres compañeros de banquete y una dama de impúdico pudor que alegrará la soledad de tu cama…; no eres ilusa, nadie debería serlo ya, sino ilustrada; conoces los decretos de la necesidad y los acatas con aparente fastidio y secreta complacencia; estás segura de tus límites y, lejos de los arrebatos adolescentes, has aprendido a estimar las sosegadas aventuras del orden, el medro moderado, la progresión tranquila hacia una armonía social más auténtica… Con pólizas de resignación y cordura te veo estampillada, alma mía. Y bien pudiera ser que tuvieras nebulosa y blanda suerte hasta el final: quizá mueras antes de despertar. Ojalá no te acometa la vigilia, mi apocado fantasma. Que el destino te guarde del vendaval de la lucidez, del vértigo de la ausencia de locura, del desfondamiento, de las imponentes olas del mar de acíbar… Aunque sólo te llegases a despertar un instante, jamás olvidarías la visión de fuego que iba a zarandear fulminantemente tu discreto reposo; la recaída siempre estaría ya cerca de ti y tu voz nunca recobraría el tono de firmeza con que sueles decir: «Yo creo…»
Pero hay también almas, raras y terribles, que tienen propensión a la lucidez. Algún hada irónica o adversa dejó ese don negro en su cuna, y ellas despiertan al menor choque de la vida, al más pequeño indicio de fisura en la solidez estatuida… Se convertirán así en centinelas insomnes de fracasos que todo pretende hacer olvidar, en sarcásticos pregoneros de bancarrotas fundamentales. Tal es el caso de E. M. Cioran, visionario a fuerza de desengaño al que la pasión de ver despejadamente ha quemado los ojos: un alma alerta, fascinada por la desfascinación. La voz con que susurra, insinúa y aúlla la inacabable modulación de su mensaje está enriquecida por todos los registros que presta la maestría literaria, del sollozo a la risotada. Cioran es un exilado obsesionado por el Exilio, un escéptico poseído por el Escepticismo, un frenético del Desapego; mezcla en su sangre perturbada la nostalgia pagana por los Dioses Muertos y la repulsión gnóstica por el Aciago Demiurgo que ha caído en la tentación de crear; la ilusión de poder pasarse de todas las ilusiones le atormenta, el vicio de negarse a toda complicidad con el revestimiento afirmativo del mundo, con la acumulación de fanatismos minúsculos merced a la cual podemos arrastrarnos de un día a otro… Pero también advierte que no deja de ser un obseso, un frenético, un alucinado de un género particular: quizá la droga a la que se entrega es incluso más embriagadora que ninguna otra. Cioran tampoco se hace ilusiones sobre su propia desilusión, cuya función psíquica no puede ser distinta de la de cualquier otro vértigo improbable. Buen lector de Pascal, no olvida que «la locura es algo tan inexcusable a la condición humana, que incluso no estar loco es una forma de estarlo también». De aquí la ferocidad tétrica y jubilosa de su humorismo, como también su resignación, difícilmente conseguida y conservada, que desemboca en una especie de serenidad trepidante.
Una foto reciente muestra a Cioran, Mircea Eliade y Eugéne Ionesco en un bulevar parisino. Sólo falta Paul Celan (que, por cierto, tradujo algún libro de Cioran al alemán) para completar la nómina de creadores rumanos que han ejercido, desde París y desde la lengua francesa, la más profunda influencia en lo mejor de la cultura occidental contemporánea. De todos ellos, quizá haya sido Cioran el que ha alcanzado más tarde el reconocimiento de la radical conmoción que su obra aporta a nuestro equipaje intelectual; me refiero, naturalmente, al reconocimiento más extenso y público, pues el individual se lo habían otorgado ya personalidades tan indiscutibles como Saint-John Perse, Gabriel Marcel, Henri Michaux, Samuel Beckett, Roger Caillois, Octavio Paz, Susan Sontag, etc… Desde hace exactamente treinta años —su primer libro, Précis de décomposition, es de 1949 y el último acaba de aparecer hace pocos días, bajo el título de Ecartèlement— Cioran administra su periódica dosis de veneno o, mejor, de emético, a una cultura atiborrada por espejismos fabricados en serie. No es una obra copiosa: en treinta años, ocho libros, o nueve, si queremos contar la plaquette «Valéry facé à ses idoles», que le editó los Cahiers de l’Herne. Pero imagínense la proeza: en seis lustros, un escritor de París (¡y de chez Gallimard!) no ha inventado ninguna nueva doctrina, no ha patrocinado ningún movimiento intelectual revulsivo, no ha acuñado ninguna terminología o jerga característica, no ha traído ninguna buena nueva a competir con las ya existentes, no ha salido ni entrado media docena de veces en significativos partidos o iglesias, aureolado de sonadas polémicas, no ha tomado postura sobre los acontecimientos del día, no ha firmado manifiestos ni cartas de enérgica repulsa, no ha estado de moda, no ha pasado de moda, no ha sido condecorado ni ha desayunado con Giscard, no ha dado conferencias ni ha sido invitado por ninguna universidad extranjera a explicar sus puntos de vista… y, sin embargo, no ha dejado de pensar, en el sentido más enérgico del término, y de escribir lo que pensaba, y ha ayudado —por vía negativa— a pensar a muchos, y es sin duda uno de los maestros actuales de la prosa francesa; y, poco a poco, subversivamente (un tipo de subversión que subvierte hasta a los subversivos del día), el ácido suntuoso de su estilo se va abriendo camino por entre los estupefacientes al uso. Es como para palidecer de la más sincera envidia, pues se envidia aquí lo que es y no lo que representa; y es también como para morir de risa, como para romper los escaparates multicolores a carcajadas más diogénicas que homéricas…
La mayoría de las antologías de un autor suelen iniciarse con una palinodia en la que se deploran las mutilaciones que la selección ha impuesto en la obra profusa del antologizado y se asegura modestamente que quien desee conocerle de verdad debe acudir a la lectura de la obra completa. Por mi parte, evidentemente, recomiendo al lector la lectura de todos los libros de Cioran e incluso me permito profetizar que, si se contagia a fondo de su pensamiento, sufrirá un cruel síndrome de abstinencia cuando le falten sus páginas; pero en lo tocante a conocer su pensamiento, no me cabe duda de que en esta antología está
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