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Cristina Rivera Garza - Lo anterior

Aquí puedes leer online Cristina Rivera Garza - Lo anterior texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2012, Editor: Tusquets Editores, Género: Arte / Ciencia ficción. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Cristina Rivera Garza Lo anterior

Lo anterior: resumen, descripción y anotación

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¿Es el amor un acto de imaginación? ¿En lo que creemos proceso amoroso inventamos personas y paisajes, hechos y reflexiones que luego, cuando los cuerpos ya no están acaso porque nunca estuvieron, revelan su carácter ilusorio y pasajero? Esta novela hace suyas tales sospechas y en un juego de espejos y voces de vago origen todos ellos ubicados en el espacio donde se instala, privilegiada y escéptica, la voz de quien escribe nos propone una anécdota inquietante, elusiva como suceso e intensa, inolvidable, como discurso amoroso. Un hombre en el desierto, otro en el restaurante de una esquina cualquiera, uno más, ante la mujer que lo fascina y desconcierta, y un hombre en una terraza, mezclan, revelan o intercambian su identidad y sus voces de acuerdo con los ritmos e intereses que marca la voz narrativa: personaje que escucha, persona que escribe. Leer estas páginas nos permitirá apreciar con renovada admiración a una autora que a su maestría y originalidad suma ahora una hondura privilegiada: la de quien argumenta que toda historia es de amor, que todo amor es palabras.

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lo único cierto

Si alguien le hubiera preguntado cómo había llegado hasta esta situación, seguramente habría optado por decir alguna mentira. Diría:

–Era obvio que ese hombre necesitaba ayuda.

Diría:

–Se notaba que era un caso de vida o muerte.

Diría:

–Cualquiera hubiera hecho lo mismo.

Y habría guardado silencio después, incapaz de continuar. Incapaz de decir que lo único cierto era que había dos hombres y una mujer dentro de una casa. Que lo cierto era que el hombre del desierto hablaba y que la mujer oía y, después, le contaba a él, dentro de una recámara fresca y oscura, pedazos de una historia ajena como si se tratara de algo que había hallado por casualidad en el desierto una tarde de domingo. Un metal precioso. Una joya. Si alguien le hubiera preguntado cómo había llegado a esta situación, habría tenido que decirle que ahora, en ese instante, no podía explicárselo. Que tendría que esperar. Que el amor siempre ocurre después y que es una reflexión. Una retrospectiva. Si alguien le hubiera preguntado, tendría que haberle dicho que esperara ese después. Él hacía lo mismo. Él no hacía otra cosa más que esperar el después. Ahí. A su lado. Al lado de la mujer.

II
LA MANERA INDIRECTA

La oye en silencio, con suma atención. Cuando la mujer entra en su recámara y se recuesta a su lado con la intención de hablar, él se acomoda sobre la almohada y, sin más, se dispone a escuchar.

–El hombre del desierto –murmura la mujer–, me dijo esto:

(Pronuncia la pausa de los dos puntos y, después de respirar hondo, continúa con una voz todavía más inaudible.)

–Dijo que:

1

El amor siempre ocurre después, en retrospectiva. El amor es siempre una reflexión. Lo supo la tarde en que lo vio al otro lado de la mesa, colocando la mano derecha alrededor de la botella de vino, sonriendo con una algarabía que, por lo familiar, le resultó repentinamente incómoda. Fuera de lugar. Bajó la vista: las gambas sobre su plato la obligaron a pensar en la muerte. Estaba a punto de introducir a la muerte por su boca. La trituraría entre los dientes, saboreándola incluso. La deglutiría después. La muerte se asentaría en su estómago un rato hasta ser expulsada una vez más con ayuda de los jugos gástricos. El proceso digestivo. Observó sus propias manos, inmóviles sobre el mantel blanco. Luego pudo alzar la vista: él estaba ahí, entre los otros, definitivamente fuera de ella. Oyó el eco de las palabras ajenas. Sonrió con los demás. Retiró el plato con discreción, aceptó un nuevo vaso de vino y, después de tomar apenas dos tragos, se retiró de la mesa fingiendo que regresaría pronto. Apenas si cerró la puerta tras de sí, se echó a correr hasta alcanzar la playa y, una vez ahí, siguió corriendo hasta que la falta de aire la detuvo. Se dobló, tosió tratando de recuperar la respiración, sin lograrlo del todo. Tuvo deseos de vomitar. Abrió la boca. Se mareó. Finalmente, ya sentada sobre la arena, se puso a llorar. No era el llanto monótono y dolido del que sufre, sino ese ruido sincopado, casi animal, del que no entiende. Una descompostura interior. El alarido de la risa surgió casi simultáneamente, sin darle tiempo de quitarse el líquido salobre de la cara. Y entonces lo supo por segunda vez: el amor sólo se experimenta después, en la reflexión que sucede a la descompostura interna que sólo atenúa, a veces, el lenguaje amoroso que, según algunos, no fue creado sino hasta el siglo XII o XIII A.D.


Notas

El médico le pregunta si quien habla es una mujer o un hombre. En la oscuridad, tendido boca arriba sobre las sábanas desarregladas, observando la manera regular en que las aspas del abanico se persiguen una a la otra, siempre a la derecha, siempre sin alcanzarse, la deja callar un rato.

–¿Quién está detrás de la ter cera persona? –vuelve a preguntar–. ¿Es una mujer o un hombre?

La mujer flexiona los codos y coloca la barbilla sobre sus palmas abiertas. Piensa. Ve hacia la pared. El color blanco. Tiene cara de estar evaluando opciones de vida o muerte.

–Es un hombre –susurra primero. La voz dentro del trance de sí misma–. O una mujer.

Afuera se esparcen, sin ruidos, sin ganas, los vientos del verano.

2

Él había insistido muchas veces en lo siguiente: lo ocurrido entre ambos era un romance. Un affaire . Un amor.

–En mi planeta –había gritado en más de una ocasión de manera airada–, a esto se le llama amor.

Por toda respuesta, ella giraba la cabeza de derecha a izquierda.

–No ha pasado nada entre nosotros –sostenía–. Lo sucedido entre nosotros es exactamente esto: nada.

Luego de un rato de silencio, usualmente añadía:

–Es lo único que puede pasar entre dos personas. Lo único que, de verdad, puede pasar entre dos personas. Lo demás es sólo producto de la imaginación.

Cuando ella hablaba así, a destiempo, continuando con conversaciones que él creía resumidas horas antes, en oraciones apenas legibles o audibles, confirmaba la sospecha que había tenido desde la primera vez que la vio: la mujer venía de otro plantea. La mujer desconocía los ritos de la conversación. En las pláticas que sostenía con amigos acostumbrados a sus historias románticas la describía frecuentemente como «mi alienígena bípeda», «mi marciana favorita», «la extraterrestre de cabello humano». Nunca estuvo seguro de que no lo fuera. En el poco tiempo en que nada, según ella, había ocurrido entre ambos, se le volvió una costumbre entrañable nombrarla de esa manera.

–¿Y qué cuentas de la alienígena bípeda?

–Nada –decía con voz baja, acentuando la atmósfera enrarecida de su relato–, ya sabes que con ella sólo pasa eso, nada. La Nada.

No sabe por qué la escucha. Esa interrogante le preocupa las primeras noches en que, después de un largo día de trabajo, entra en la recámara fresca de la conversación donde se desnuda y se tiende sobre el lecho sólo para esperarla. Su aparición puntual le disipa la preocupación, la duda misma. No sé por qué la escucho. Se dice eso y, eso, de manera inesperada, le resulta suficiente. Una revelación.

–Éste es el inicio –le murmura al oído–. Hoy, el hombre del desierto me ha contado el inicio.

La algarabía dentro de la voz es tan natural como la manera en que coloca su cabeza sobre el brazo masculino.

–¿Estás segura?

–¿De qué?

–De que éste es el inicio.

La mujer vuelve a despegarse de él. La barbilla sobre las manos abiertas. La mirada sobre la pared blanca. La evaluación. El riesgo.

–No –susurra–. En realidad no estoy segura de eso.

3

Debió haber tomado sus sospechas más en serio. Se lo decía a sí mismo con cierta frecuencia, sobre todo cuando nadie lo veía, cuando nadie podía oírlo. Debió haber confiado más en su imaginación. Debió haber aceptado que la mujer era, en efecto, un ser de otro planeta en lugar de jugar meramente con la posibilidad entre risas nerviosas y ojos descreídos. Debió haberse rendido ante las evidencias. Pero no lo hizo. Decidió, en cambio, olvidar la manera en que la había conocido. A nadie le dijo que se le apareció a la orilla de una carretera que, hasta ese momento, sólo había estado inundada por los espejismos que producen la sed y el aburrimiento. Nadie supo que al inicio pensó que la aparición era resultado de la canícula y que se siguió de largo porque estuvo seguro de que la figura que avanzaba a paso lento y con la cabeza inclinada no era más que un fantasma. Un producto más de su imaginación. Se volvió a ver el velocímetro: 60 kilómetros por hora. Elevó la mano izquierda para espiar las manecillas de su reloj: 2:15 de la tarde. Se le antojó saber la temperatura y, al no contar con el instrumento adecuado, se contentó con inventarla: 52 grados Celsius. Entonces fabricó un árbol dentro de su mente y lo dotó de frondas amplias y aromáticas. Se colocó bajo su sombra. Respiró. Fue en ese momento que decidió regresar. Inhalaba. Exhalaba. Entre una y otra acción, en esa pausa casi inexistente, sintió el principio de la asfixia. La duda. Y luego, de inmediato, llegó la confirmación: alguien en realidad caminaba a la orilla de la carretera a paso lento, con la cabeza inclinada sobre el pavimento. Se detuvo. Bajó la ventanilla.

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