La exigencia de continuidad ha demostrado poseer, a lo largo de extensos trechos de la ciencia, un verdadero poder profético. Por lo tanto, deberíamos intentar con sinceridad todos los modos posibles de concebir el alba de la consciencia, de manera que no parezca similar a la irrupción en el universo de una nueva naturaleza inexistente hasta entonces.
La odisea de la creación, según el relato hawaiano, se divide en una serie de etapas […]. Al principio aparecieron zoófitos y corales, inferiores, y a estos les siguieron gusanos y crustáceos, y cada tipo se dispuso a conquistar y a destruir a su predecesor, una lucha por la existencia en la que sobrevive el más fuerte. En paralelo con esta evolución de formas animales, la vida vegetal empieza en la tierra y en el mar, al principio con las algas, después con hierbas marinas y juncos. A medida que un tipo sigue a otro, el légamo acumulado de su descomposición eleva la tierra por encima de las aguas, en las que, como espectador de todo, nada el pulpo, único superviviente de un mundo anterior.
ENCUENTROS EN EL ÁRBOL DE LA VIDA
DOS ENCUENTROS Y UNA PARTIDA
Una mañana de primavera de 2009, Matthew Lawrence dejó caer el ancla de su pequeña barca en un punto al azar en medio de una bahía del océano azul de la costa oriental de Australia y saltó por la borda. Provisto del equipo de buceo, nadó hasta donde estaba el ancla, la recogió y esperó. La brisa en la superficie impulsó la barca, que empezó a alejarse, y Matt, que sostenía el ancla, siguió la deriva.
Esta bahía es muy conocida para bucear, pero por lo general los escafandristas solo visitan un par de lugares espectaculares. Como la bahía es grande y normalmente permanece en calma, Matt, que es un entusiasta del buceo que vive cerca, había iniciado un programa de exploración subacuática y había dejado que la brisa arrastrara la barca vacía por encima de él, hasta que se quedaba sin aire, y entonces ascendía siguiendo el cabo del ancla. En una de estas inmersiones, mientras deambulaba sobre un área arenosa plana tachonada de vieiras o conchas de peregrino, se topó con algo insólito. Un montón de valvas de conchas de vieiras vacías (miles de ellas) se hallaban concentradas alrededor de lo que parecía una única roca. Sobre el fondo de conchas había más o menos una docena de pulpos, cada uno de ellos situado en una madriguera ligeramente excavada. Matt descendió y se cernió a su lado. Cada pulpo tenía un cuerpo del tamaño de un balón de fútbol o menor. Estaban posados, con los brazos escondidos. Su color, en general, parecía pardo grisáceo, pero cambiaba por momentos. Sus ojos eran grandes y no muy diferentes de los ojos humanos, excepto por las oscuras pupilas horizontales: como ojos de gato volteados de medio lado.
Los pulpos observaban a Matt y también se observaban mutuamente. Algunos empezaron a moverse por el fondo. Salían arrastrándose de sus cubiles y se desplazaban sobre el fondo de conchas sin apresurarse. A veces esto no desencadenaba ninguna respuesta en los demás pulpos, pero en ocasiones un par de ellos se disolvían en una batalla de múltiples brazos. Los pulpos no aparentaban ser amigos ni enemigos, sino que más bien se hallaban en un estado de coexistencia compleja. Como si la escena no fuera ya lo bastante extraña, muchas crías de tiburón, cada una de las cuales apenas tenía unos 15 centímetros de longitud, permanecían posadas sobre las conchas mientras los pulpos vagaban a su alrededor.
Dos años antes de esto me hallaba yo buceando a pulmón libre en otra bahía, en Sídney. Esta localidad está llena de peñascos y de arrecifes. Vi que algo se movía bajo una cornisa (algo asombrosamente grande) y descendí para mirarlo. Lo que encontré presentaba el aspecto de un pulpo pegado a una tortuga. Tenía un cuerpo plano, una cabeza prominente y ocho brazos que salían de la cabeza. Los brazos eran flexibles, con ventosas, parecidos a los de los pulpos. Su dorso estaba rodeado por algo similar a una falda, de unos pocos centímetros de ancho y que se movía con lentitud. El animal parecía tener todos los colores a la vez: rojo, gris, azul verdoso. Sobre él se mostraban dibujos que después se esfumaban, todo en una fracción de segundo. Entre las manchas de color había venas plateadas semejantes a líneas eléctricas que brillaban. Se cernió a unos pocos centímetros sobre el fondo del mar y después avanzó para observarme. Tal como había sospechado desde la superficie, este animal era grande: alrededor de un metro de largo. Los brazos remaban y vagaban, los colores iban y venían y se desplazaba hacia delante y hacia atrás.
Este animal era una jibia gigante. Las jibias o sepias son parientes de los pulpos, pero están emparentadas de forma más directa con los calamares. Estos tres tipos de animales (pulpos, jibias y calamares) son miembros de un grupo llamado Cefalópodos . Otros cefalópodos muy conocidos son los nautilos, moluscos de las aguas profundas del Pacífico que viven de forma muy diferente de los pulpos y sus primos. Pulpos, jibias y calamares poseen otra cosa en común: su sistema nervioso es grande y complejo.
Me sumergí repetidamente, reteniendo la respiración, para observar a este animal. Muy pronto quedé agotado, pero también era reacio a detenerme, pues él parecía tan interesado en mí como yo en él (¿en él?, ¿en ella?). Esta fue mi primera experiencia con un aspecto de estos animales que nunca ha dejado de intrigarme: el sentido de atracción mutua que uno puede tener con ellos. Te observan detenidamente, por lo general manteniendo una cierta distancia, pero no demasiada. En ocasiones, cuando me hallaba muy cerca de ella, una jibia gigante extendía un brazo, solo unos pocos centímetros, de modo que tocaba el mío. Suele ser un toque, nada más. Los pulpos muestran un interés táctil mayor. Si me siento frente a su cubil y extiendo un brazo, suelen enviar un tentáculo o dos, primero para explorarme y, después, de manera absurda, para intentar arrastrarme al interior de su cubil. A menudo, sin duda, este es un intento demasiado ambicioso para transformarme en su pitanza. Sin embargo, se ha demostrado que los pulpos parecen estar interesados también por objetos que con certeza saben que no pueden comer.
Para comprender estos encuentros entre personas y cefalópodos hemos de remontarnos a un acontecimiento del tipo opuesto: una divergencia, una separación. La divergencia tuvo lugar muchísimo tiempo antes de los encuentros: unos 600 millones de años antes. Al igual que los encuentros, implicó a animales en el océano. Nadie sabe qué aspecto presentaban de forma detallada los animales en cuestión, pero quizá tuvieran la forma de gusanos pequeños y aplastados. Pudieron haber tenido solo algunos milímetros de longitud, quizá un poco más. Pudieron haber nadado, pudieron haberse arrastrado sobre el fondo del mar, o ambas cosas. Pudieron haber tenido ojos sencillos, o al menos manchas sensibles a la luz, a cada lado. Si fue así, poco más pudo haber definido una «cabeza» y una «cola». Poseían un sistema nervioso. Este podría haber estado compuesto por redes de nervios extendidas por todo el cuerpo, o bien podría haber incluido alguna agrupación en un minúsculo cerebro. Desconocemos qué comían, cómo vivían y cómo se reproducían estos animales; pero tenían una característica de gran interés desde un punto de vista evolutivo, un rasgo que solo es visible de forma retrospectiva. Estos organismos eran los últimos antepasados comunes del lector y de un pulpo, de mamíferos y cefalópodos. Son los «últimos» antepasados comunes en el sentido de más recientes, los últimos de un linaje.