Karin Fossum
Una mujer en tu camino
Inspector Konrad Sejer 4
Título original: EskedePoona
Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo
Mi agradecimiento a Finn Skårderud
Unos ladridos rompen violentamente el silencio. La madre levanta la cabeza del fregadero y mira por la ventana. El perro ladra desde lo más profundo de su garganta. Todo su cuerpo, negro y grande, se estremece.
Entonces aparece su hijo, que sale del Golf rojo con las piernas separadas y deja caer una bolsa azul al suelo. Mira de reojo hacia la ventana, y ve la silueta difusa de su madre. Luego se acerca al perro y le suelta la cadena. El animal se lanza sobre él y los dos caen al suelo con tanta fuerza que un montón de tierra sale despedida. El perro gruñe y el joven le susurra cariñosos tacos al oído. De vez en cuando grita y golpea al rottweiler en el hocico. Por fin el animal se queda tumbado. El joven se levanta despacio, sacudiéndose el polvo y la porquería de los pantalones. Vuelve a mirar de reojo hacia la ventana. El perro se levanta vacilante y se queda cabizbajo frente a su amo, hasta que este le permite acercarse y que, sumiso, le lama en la comisura de los labios. Luego se dirige hacia la casa y entra en la cocina.
– ¡Vaya pinta que traes!
La madre se queda mirando la camiseta azul de su hijo. Está manchada de sangre. El chico tiene las manos llenas de heridas. El perro también le ha arañado la cara.
– ¡Qué barbaridad! -exclama la mujer con un gruñido furioso -. Deja aquí la bolsa. Ya lavaré todo luego.
El hijo cruza los brazos, llenos de arañazos. Son fuertes, como el resto de su cuerpo. Casi cien kilos y ni un gramo de grasa. Acaba de ejercitar los músculos y todavía están calientes.
– Relájate -se apresura a decirle a su madre -. Ya lo haré yo.
Ella no da crédito a sus oídos. ¿Va a lavarlo todo él?
– ¿Dónde has estado? -le pregunta -. No irás a decirme que has estado entrenando desde las seis hasta las once, ¿no?
El hijo murmura, de espaldas a su madre.
– He estado con Ulla. Haciendo de canguro.
La madre mira las anchas espaldas de su hijo. El joven tiene el pelo muy rubio y erizado como un cepillo, con mechas de un rojo muy intenso. Parece como si todo él estuviera envuelto en llamas. Desaparece escaleras abajo, camino del sótano. Se oye la vieja lavadora al ponerse en marcha. La madre vacía el agua del fregadero y mira fijamente al patio. El perro se ha tumbado con la cabeza sobre las patas. Los últimos restos de luz poco a poco desaparecen. El hijo ya ha subido y le dice que quiere ducharse.
– ¿Ducharte ahora? Pero si acabas de volver del entrenamiento…
Él no contesta. Luego, la madre oye la voz estridente de su hijo, que suena hueca en el cuarto de baño alicatado. El chico está cantando. Cierra ruidosamente el armario de las medicinas. Seguramente el muy tonto está buscando tiritas.
La madre sonríe. Toda esa violencia es natural. Al fin y al cabo es un hombre. Ella recordará siempre este episodio.
El último momento de la buena vida.
Todo empezó con el viaje de Gunder Jomann. Fue a la India a buscar una mujer, aunque no decía eso cuando la gente le preguntaba, no decía que esa era su intención. Apenas lo admitía ante sí mismo. Cuando los compañeros de trabajo le preguntaban, él contestaba que se trataba de un viaje para conocer mundo. ¡Qué gran exceso! Él que era tan modesto. Salía muy rara vez, nunca asistía a las cenas de Navidad de la empresa y siempre andaba ocupado con su casa, su jardín o su coche. Tampoco había tenido nunca una mujer, decían. A Gunder no le importaban las habladurías. En realidad, era un hombre que sabía lo que quería. Lento, sí, pero llegaba a donde se proponía sin hacer ruido. Y no le importaba el tiempo que tardara. Por las noches, el año en el que iba a cumplir cincuenta y un años, hojeaba un libro que le había regalado su hermana pequeña, Marie. Todos los pueblos del mundo. Como él nunca se movía mucho, excepto de casa al trabajo, en una pequeña y sólida empresa dedicada a la venta de maquinaria agrícola, ella se ocupaba de que por lo menos su hermano viera fotos de lo que había más allá de su pequeño círculo. Gunder hojeaba y leía. La India era el país que más le fascinaba. Esas preciosas mujeres con lunares rojos en la frente, los ojos pintados y graciosas sonrisas. Una de ellas lo miraba desde el libro y él se perdía al instante en dulces sueños. Nadie era capaz de soñar como Gunder. Cerraba los ojos y flotaba. La mujer era ligera como una pluma dentro de su traje rojo. Tenía los ojos profundos y oscuros como un cristal negro y ocultaba su pelo bajo un chal con el borde dorado. Durante meses, Gunder había contemplado esa foto. Tenía muy claro que lo que deseaba era una mujer india, no porque quisiera tener una esposa sumisa y sacrificada, sino porque deseaba una mujer a la que poder llevar en brazos. Las mujeres noruegas no se dejaban llevar en brazos. En realidad, nunca las había entendido, nunca había entendido lo que realmente querían. Porque a él no le faltaba de nada, tal y como él lo veía. Tenía casa, tierra, coche, trabajo, y su cocina estaba bien equipada. En el baño había calefacción por hilo radial, y tenía televisor y vídeo, lavadora y secadora, lavaplatos y microondas, buena voluntad y ahorros en el banco. Gunder sabía que había otros factores más abstractos que determinaban si uno tenía suerte en el amor o no, pues no era tonto. Pero no le servía de mucho a menos que se tratara de algo que pudiera aprenderse o comprarse. «Ya te llegará el momento», le decía su madre, mientras se moría lentamente en la enorme cama del hospital. Su padre ya había muerto hacía algunos años. Gunder se había criado con aquellas dos mujeres, su madre y su hermana Marie. Cuando la madre tenía setenta años, le diagnosticaron un tumor en el cerebro que hacía que durante largos períodos de tiempo no fuera ella misma. Entonces él esperaba a que su madre volviera a ser la que él conocía y amaba. «Ya te llegará el momento. Eres un buen chico, Gunder. Un día te encontrarás con una mujer en tu camino.»
Pero no se encontró con nadie en su camino. Por eso contrató un viaje a la India. Sabía que era un país pobre. Tal vez encontrara allí una mujer que no pudiera permitirse rechazar la oferta de acompañarlo a Noruega, a su bonita casa. Él pagaría los billetes para que la familia de ella pudiera ir de visita, si así lo deseaban, pues no era su intención separarla de los suyos. Y si ella tenía una religión rara, él no le impediría practicarla. Gunder era paciente como pocos. ¡Si encontrara una mujer…!
Había otras soluciones. Pero no se atrevía a sentarse en un autocar rumbo a Polonia con desconocidos. Y tampoco quería coger un avión para Tailandia. Corrían muchos rumores sobre lo que allí ocurría. Quería encontrar una mujer por sus propios medios. Todo tendría que depender de él. La idea de hojear catálogos con fotos y descripciones de distintas mujeres, o de mirar una pantalla de televisión en la que se ofrecían una tras otra, le resultaba impensable. Sería incapaz de elegir.
La luz de la lámpara del escritorio le calentaba la calva. En un atlas localizó la India y las ciudades más importantes. Madrás, Bombay, Nueva Delhi. Preferiría ir a una ciudad costera. Muchos indios hablaban inglés, y eso le tranquilizaba. Algunos incluso eran cristianos, leía Gunder, en Todos los pueblos del mundo. El colmo de la suerte sería encontrar una mujer que fuera cristiana y encima hablara inglés. Que tuviera veinte o cincuenta años era lo de menos. Gunder no aspiraba a tener hijos, no era exigente en eso, pero si ella tenía alguno no le importaría adoptarlo. Era posible que tuviera que pagar. Las costumbres de otros países eran muy diferentes a las del suyo; si costaba dinero, pagaría bien. La herencia que había recibido de su madre le permitía vivir con desahogo.
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