Tana French
El Silencio Del Bosque
Gardaí (Garda Síochána) 1
© Tana French, 2007
Título original: In The Woods
Traducción de Isabel Margelí Bailo
Para mi padre, David French,
y mi madre, Elena Hvostoff-Lombardi
Supongo que sólo era el perro negro y horrible de alguien.
Pero siempre me he preguntado…
¿y si realmente era Él, y decidió que yo no valía la pena?
Tony Kushner,
Una habitación luminosa llamada día
Imagina un verano sacado de alguna película juvenil de iniciación ambientada en un pueblecito de los cincuenta. No se trata de una de esas sutiles estaciones irlandesas preparada para el paladar de un entendido, con matices de acuarela en un pellizco de nube y lluvia suave; es un verano desaforado y extravagante, de un azul caliente y puro de serigrafía. Este verano te explota en la lengua con sabor a briznas de hierba masticadas, tu propio sudor, galletas María con mantequilla chorreando por los agujeros y botellas de limonada agitadas para beber en una cabaña en un árbol. El viento te hace cosquillas en la cara cuando vas en bicicleta, y las mariquitas al subirse por tu brazo; cada bocanada de aire está llena de césped segado y colada tendida al viento, y repica y borbotea con cantos de pájaros, abejas y hojas, pelotas de fútbol que rebotan y cantilenas para saltar a la comba, «¡Uno, dos, tres!». Este verano no acabará nunca. Empieza cada día con la melodía de la furgoneta de helados y tu mejor amigo llamando a la puerta, y termina con un crepúsculo largo y lento y las siluetas de las madres en los umbrales llamando para que volváis, a través de los murciélagos que rechinan entre los saúcos. Este es el Verano, engalanado en toda su gloria.
Imagina un laberinto ordenado de casas en lo alto de una colina, a pocos kilómetros de Dublín. Algún día, declaró el gobierno, esto será un prodigio hormigueante de vitalidad periférica, una solución perfecta al hacinamiento y la pobreza y demás enfermedades urbanas; por ahora se trata de unos cuantos puñados de casas adosadas, lo bastante nuevas aún para parecer asombradas y torpes allá en su colina. Mientras el gobierno se extasiaba hablando de McDonald's y multicines, unas cuantas familias jóvenes -que huían de los edificios de pisos y los cuartos de baño exteriores de los que no se hablaba en la Irlanda de los setenta, o soñaban con grandes jardines traseros y calles donde sus hijos pudieran jugar a la rayuela, o tan sólo compraron lo máximo que les permitía un sueldo de maestra o de conductor de autobuses- metieron sus cosas en bolsas de plástico y se lanzaron a un camino lleno de baches en el que crecían la hierba y las margaritas, rumbo a su nueva vida.
Eso fue hace diez años y el vago hechizo estroboscopio de cadenas de tiendas y centros comunitarios invocados cómo «infraestructuras» hasta el momento no se ha materializado (a veces, algún político menor se desgañita en el Parlamento, hablando sobre turbias especulaciones inmobiliarias, sin que nadie se entere de ello). Los granjeros siguen llevando a sus vacas a pacer carretera a través y la noche enciende tan sólo una escasa constelación de luces en las colinas circundantes; detrás de la urbanización, donde los planos originarios situaban el centro comercial y el pulcro parquecito, se extienden dos kilómetros cuadrados y quién sabe cuántos siglos de bosque.
Nos acercamos y seguimos a tres niños que escalan la fina membrana de ladrillo y cemento que contiene el bosque más allá de las casas adosadas. Sus cuerpos tienen la economía perfecta de la latencia; son aerodinámicos y espontáneos, como ligeros artefactos voladores. Lucen tatuajes blancos -un relámpago, una estrella y una A- allí donde se pegaron tiritas recortadas para que el sol los bronceara alrededor. Una mata de pelo rubio sale volando: un punto de apoyo, rodilla sobre el muro, un buen impulso y ya no está.
El bosque es todo parpadeos y murmullos e ilusión. Su silencio es una conspiración puntillista de un millón de sonidos minúsculos: crujidos, agitación y chillidos anónimos y truncados; su vacuidad está henchida de una vida secreta que corretea justo por el rabillo del ojo. Cuidado: las abejas entran y salen zumbando de las grietas del roble inclinado; si te paras a dar la vuelta a cualquier piedra, una extraña larva se retorcerá con furia mientras una hilera ordenada de hormigas te sube por el tobillo. En la torre en ruinas, antiguo bastión abandonado, unas ortigas gruesas como tu muñeca anidan entre las piedras y, al alba, los conejos sacan a sus crías de los cimientos para que jueguen sobre antiguas tumbas.
El verano pertenece a esos tres niños. Conocen el bosque tan bien como los paisajes microscópicos de sus rodillas rasguñadas; si alguien los dejara con los ojos vendados en una de esas hondonadas o claros, hallarían la salida sin dar un solo paso en falso. Éste es su territorio y en él reinan agrestes y altaneros como animales jóvenes; trepan a los árboles y juegan al escondite en sus huecos a lo largo del día interminable y de la noche, mientras sueñan.
Corren hacia la leyenda, hacia las historias para no dormir y las pesadillas que los padres nunca oyen. Por los senderos imprecisos y perdidos nunca te sentirás solo: ellos corretean en torno a las piedras caídas y tras de sí serpentean como estelas de cometa sus gritos y sus cordones de zapatos. Y ¿quién es el que aguarda a la orilla del río con las manos en las ramas de sauce y cuya risa cae oscilando desde otra rama más alta?; ¿de quién es el rostro en el sotobosque que ves con el rabillo del ojo, hecho de luz y sombras de hojas, que aparece y desaparece en un parpadeo?
Esos niños no vivirán su iniciación, ni este verano ni ningún otro. Este agosto no reclamará de ellos reservas ocultas de fuerza y coraje para afrontar la complejidad del universo adulto y salir de él más tristes y sabios y unidos para siempre. Este verano les exigirá algo distinto.
Te lo advierto: recuerda siempre que yo soy detective. Nuestra relación con la verdad, aunque primordial, es fragmentada, confusa y refracta la luz como trozos de cristal. Ella es el núcleo de nuestra carrera, la meta de cada uno de nuestros movimientos, y la perseguimos con estrategias laboriosamente construidas a base de mentiras, ocultación y todas las variantes de engaño. La verdad es la mujer más deseable del mundo y nosotros, los amantes más celosos, nos negamos instintivamente a que cualquiera tenga el menor atisbo de ella. La traicionamos de forma rutinaria y pasamos horas y días sumidos en mentiras para luego volver a ella enarbolando esa cinta de Moebius de los amantes: «Lo hice sólo por lo mucho que te quiero».
Se me da bien crear imágenes, sobre todo baratas y facilonas. Pero no dejes que te engañe para que nos veas como a un puñado de caballeros andantes que galopan en jubón tras la Dama de la Verdad sobre su palafrén blanco. Lo que nosotros hacemos es burdo, grosero e inmundo. Una chica es la coartada de su novio para la noche en que sospechamos que robó un supermercado de la zona norte y apuñaló al empleado. Al principio flirteo con ella y le digo que no me extraña que su chico se quedara en casa con una novia así; es una rubia de bote, grasienta y con los rasgos sosos y atrofiados por varias generaciones de malnutrición, y por dentro estoy pensando que si yo fuese el chico me alegraría de cambiarla incluso por un compañero de celda peludo apodado el Cuchilla. Entonces le explico que hemos encontrado billetes marcados de la caja en el pantalón del elegante chándal blanco de su novio y que él asegura que fue ella la que salió esa noche y le dio el dinero al volver.
Lo hago de forma tan convincente, con una mezcla tan delicada de malestar y compasión ante la traición de su novio, que al final su fe en cuatro años de vida compartida se desintegra como un castillo de arena y entre lágrimas y mocos, mientras su chico está sentado con mi compañero en la sala contigua sin decir nada salvo «Que te jodan; yo estaba en casa con Jackie», ella me lo cuenta todo, desde el momento en que él salió de casa hasta los detalles de sus deficiencias sexuales. Yo le doy unos golpecitos suaves en el hombro y le entrego un pañuelo, una taza de té y una hoja de declaración.
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