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Robin Cook - Polonio 210

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Robin Cook Polonio 210

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ROBIN COOK
POLONIO 210

Traducción de

Eduardo García Murillo

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Índice

Para todos los hijos adoptivos

Agradecimientos

Un escritor necesita montones de amigos. Al menos, ese es mi caso. Se trata de los amigos a quienes no les importa atender a una llamada, con frecuencia inesperada, y responder a una pregunta sobre datos o preferencias, o prestarse a leer un borrador o un estudio de personaje y dar una opinión. Todos sabéis quiénes sois, y gracias. Por supuesto, siempre está Joe Cox, quien sabe más sobre leyes y negocios de lo que yo sabré jamás, y Mark Flowenbaum, un auténtico patólogo forense. Y, sin duda, Jean Reeds Cook, que es una gran lectora y no me permite el menor desliz. Gracias a todos.

Prólogo

Krasnoyarsk, Rusia

14 de marzo de 2011, 16.22 h

Prek Vllasi se acarició con el dedo índice de la mano derecha la cicatriz que tenía sobre el labio superior, la brecha que le habían curado de manera burda cuando era pequeño. Era algo que hacía muchas veces al día sin pensar, y más cuando estaba bajo presión. En aquel momento, de pie en una mugrienta habitación del décimo piso de un bloque de apartamentos construido en la ciudad rusa de Krasnoyarsk durante la era soviética, iba poniéndose más nervioso por minutos.

Prek consultó el reloj una vez más y echó un vistazo a Genti Hajdini. Genti estaba apoyado contra una mesa plegable y bostezaba periódicamente al tiempo que se cortaba una uña con la navaja. Cada vez que veía a Genti, Prek se sorprendía por las líneas rectas de la nariz ganchuda de su lugarteniente. Desde aquel ángulo se parecía todavía más al extremo afilado de un hacha. Sí, estaba seguro de que los chechenos iban a ir, acababa de repetirle Genti por enésima vez. La buena gente de Albania respondía por aquella organización. Aunque la sentía pegada al cuerpo, Prek tocó la pistola Makarov que llevaba ceñida al cinto en la zona lumbar. La bolsa de Puma que contenía quinientos mil euros descansaba en el suelo. Genti había llevado las armas y el dinero ocultos en un camión cargado de fruta turca que él mismo había conducido hasta el corazón de Rusia. No era de extrañar que estuviera cansado.

Lo único que cabía hacer era esperar.

Hacía mucho frío. La temperatura había caído a veinte bajo cero y el sol se pondría al cabo de una hora y media. En el exterior, el cielo tenía el mismo color sucio que los edificios y el suelo. Prek empezó a pasear por la amplia sala, que en otro tiempo debió de ser una zona comunitaria de aquel bloque de apartamentos situado justo a las afueras de la ciudad. Era un hombre meticuloso. Se había informado sobre Krasnoyarsk. A unos sesenta kilómetros del río Yenisei, se hallaba la ciudad de Zheleznogorsk, más conocida por su antiguo nombre soviético, Krasnoyarsk-26. Era una localidad cerrada que albergaba fábricas que manipulaban Dios sabía qué materiales exóticos y peligrosos para fabricar Dios sabía qué agentes de destrucción. Allí se había producido plutonio apto para armas en tres reactores nucleares, el último de los cuales acababa de cerrarse. Durante años, los soviéticos se habían limitado a tirar al río los desechos radioactivos de las plantas nucleares, hasta que se lo pensaron mejor y cavaron cientos de pozos para bombear el material mortífero al subsuelo. Prek sabía que en las cavernas que rodeaban la ciudad había una radioactividad equivalente a cien Chernóbils, razón por la cual se alegraría mucho de abandonar aquel lugar.

Dos hombres entraron con sigilo. Nervudos y de aspecto duro, llevaban abrigos idénticos. Genti alzó la vista.

—¿Artur? ¿Nikolái?

Uno de ellos se adelantó hasta detenerse a escasos centímetros de Prek.

—Yo soy Artur —dijo, y señaló a su compañero—. Este es Nikolái.

Prek miró a Genti, quien asintió. Eran los nombres que le habían dado: Artur Zakoyev y Nikolái Dudaev.

—Pedís un montón de dinero —dijo Prek en ruso.

—Este material es difícil de conseguir —contestó Artur—. Si fuera fácil, ¿por qué ibais a necesitarnos? Además, ¿para qué lo queréis? ¿Vais a volar algo gordo?

Artur sonrió. Se refería al hecho de que la sustancia podía utilizarse para montar detonadores de armas nucleares.

Prek se estremeció. Había visto mulas con la dentadura mejor.

—Lo que hagamos es problema nuestro —repuso—. ¿Cómo sabemos que es auténtico? Tiene que ser bueno, no un pedazo de mierda que tuvieseis escondido en algún almacén.

—Has de confiar en nosotros. Por eso nos pagas. ¿Tienes el dinero?

Prek bajó la mirada hacia la bolsa y le dio una patada en dirección a Artur. Después miró a Nikolái, parado detrás de su jefe y a la derecha. «Es la segunda vez que consulta el reloj», se dijo Prek. Artur dio un paso adelante y se acuclilló con las manos por delante. Todo el mundo conocía el ritual: se mantenían las manos hacia abajo y de manera que se vieran desde los lados. El checheno abrió la cremallera de la bolsa y extrajo un fajo de billetes de cien euros que hojeó rápidamente. Prek vio que Nikolái volvía a consultar el reloj.

«Está esperando a alguien —pensó. Miró a Genti, que observaba a Artur mientras este contaba el dinero—. Está esperando a alguien que llega tarde.»

—Ahora seréis vosotros quienes tendréis que confiar en mí —dijo Prek. Tenía prisa—. Ahí está la cantidad acordada, de modo que voy a recoger la mercancía.

Artur se incorporó y puso las manos en alto.

—Vale, vale.

Con el brazo derecho todavía levantado como si fuera a prestar juramento, se introdujo la mano izquierda en el bolsillo derecho del abrigo y sacó un pequeño objeto. Prek se balanceó sobre los talones (no habría tenido tiempo de reaccionar, pero sabía que Genti era capaz de volarles la cabeza a ambos chechenos en un segundo). No era una pistola, sino un pequeño frasco de aluminio de unos ocho centímetros de longitud y tres de diámetro. Prek se acercó, cogió el frasco y se lo guardó en el bolsillo de los pantalones. Nikolái dijo algo que él no entendió y, sin más palabras, los chechenos se dieron media vuelta y desaparecieron, Artur aferrado a la bolsa del dinero.

—Vamos —dijo Prek en albanés.

Cuando llegó a la entrada, giró a la izquierda, en dirección contraria a por la que habían entrado y a la que habían tomado los chechenos.

—El coche está ahí —señaló Genti, pero Prek había echado a correr hacia una escalera que había al final del edificio.

Oían voces altas que resonaban en la otra escalera, y el ruido de botas provistas de clavos sobre el cemento. Aquello era lo que los chechenos estaban esperando, y no se trataba precisamente de que la cámara de comercio se acercase a dar las gracias a los albaneses por el negocio. Por suerte, la puntualidad rusa no había mejorado ni un ápice desde la caída del comunismo.

Con las pistolas desenfundadas, Prek y Genti bajaron corriendo la escalera. El primero de ellos vio coches de la policía y furgonetas negras aparcados delante, con las puertas abiertas. Se volvió y corrió hacia la parte posterior del edificio, seguido muy de cerca por Genti. Los chechenos los precedían y corrían hacia un coche solitario aparcado en la esquina de un patio amurallado. «Putos aficionados.» Prek vio la oportunidad.

Los chechenos subieron al coche de un salto, Artur dio marcha atrás y le dio la vuelta al vehículo. Antes de que pudiera avanzar en dirección a ellos, Prek y Genti se abalanzaron sobre el coche y dispararon tres veces cada uno a través del parabrisas. Artur recibió un impacto y salió propulsado contra su asiento, pero pisó el acelerador y el motor corrió en punto muerto. Los albaneses abrieron las puertas y sacaron a los chechenos a rastras. Artur estaba muerto, con la cabeza destrozada. Nikolái había recibido dos disparos en el cuello de los que la sangre manaba a borbotones mientras su vida se iba apagando. Prek puso el coche en marcha y se alejó en busca de otro camino que les permitiera salir del complejo. El corazón amenazaba con salirle del pecho, y Prek maldijo en voz alta. Estaba sentado sobre cristales y tenía que ir inclinado hacia delante para que su cabeza no entrara en contacto con la materia gris de Artur, que había salpicado el respaldo del asiento.

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