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Robin Lee Graham - Dove

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Robin Lee Graham Dove

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Luz

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1

La vuelta al mundo

La Dove cabeceaba suavemente anclada junto al muelle de Long Beach, con sus velas plegadas como un pájaro que descansara sus alas después de una tormenta. Yo no pensaba en absoluto en la travesía. Mi mente sólo tenía pensamientos para Patti. Ansiaba volver a estrecharla en mis brazos. Ella estaba allí entre los periodistas y las cámaras de televisión, riéndose, mientras que sus largos cabellos color de trigo se ondulaban ante su rostro de aquel modo familiar; su cuerpo estaba hinchado por mi hijo.

Mientras sujetaban las amarras de Dove, descendieron tantos periodistas al embarcadero flotante, que pareció que éste iba a hundirse y que todos iban a caer en aquellas aguas frías de abril. Yo me senté sobre el techo de la cabina esperando al funcionario de aduanas, y me pusieron ante la cara una docena de micrófonos. Entonces cayeron sobre mí las preguntas como una lluvia de piedras.

—¿Cómo se siente usted por haber sido el marinero solitario más joven que haya dado la vuelta al mundo?

—No he pensado mucho en ello —contesté, y era cierto.

—¿Lo haría otra vez?

—¡Santo Dios, no! Ya lo he hecho una vez. ¿Por qué hacerlo de nuevo?

—¿Cómo es que Patti ha quedado embarazada? —esto lo preguntó una periodista que parpadeaba con sus pestañas artificiales.

Yo le dije que leyera un libro sobre pájaros y abejas. Ella había estado más cerca de una historia de amor de lo que se imaginaba; pero era una historia que yo no deseaba contar todavía.

—¿En qué pensaba usted cuando estaba solo y a miles de kilómetros de la tierra más próxima?

—Pues en las cosas en que uno piensa cuando está solo —repliqué—; pero casi siempre en el próximo puerto.

—¿Cuánto ha viajado usted desde que dejó California hace cinco años?

—Unas treinta mil seiscientas millas marinas —contesté.

—¿Qué va a hacer ahora?

—Tomar un baño caliente.

—¿Lo hizo con fines publicitarios?

—¡Por favor, no!

Patti me estaba haciendo señas, tratando de decirme que me mantuviera en calma. Ella sabía lo pronto que me enfadaba cuando la gente me hacía preguntas idiotas. Pero ¿cómo iba a explicar a estas gentes, que no pensaban más que en los titulares de sus periódicos, por qué hice yo este viaje?

¿Es que no iban a dejarme en paz? ¿No se daban cuenta de que lo único que yo quería era estar con Patti, alejarme de este maldito bote, verme otra vez rodeado de árboles, frente a una chimenea encendida y dentro de una cama que no cabeceara por las olas y los vientos?

La verdad era que yo había visto a Patti media hora antes. Ella, con su padre y mis padres, habían zarpado al amanecer en una lancha para salir al encuentro del Dove en el rompeolas. Patti se había inclinado peligrosamente sobre la borda de la lancha para entregarme un desayuno de melón fresco, panecillos calientes y una botella de champaña. Me había bebido toda la botella antes de alcanzar el muelle y mi humor era razonablemente bueno. Los periodistas estaban a salvo. Incluso les hice una mueca. Las cámaras de la televisión se elevaron ante mí.

Han habido muchos que hicieron largas travesías o navegaron peligrosamente por la gloria personal. Otros lo hicieron por afán de aventuras. Yo no pertenecía ni a uno ni a otro grupo. He tratado de responder honestamente cuando la gente me ha preguntado qué es lo que me impulsó, a la edad de dieciséis años, a salir con un bote de vela de ocho metros de eslora del puerto de San Pedro (que está al lado de Long Beach) y a decir a mi familia y amigos: «Me voy a dar la vuelta al mundo».

Shakespeare, quien al parecer tenía respuesta para casi todas las preguntas, hizo decir a Hamlet: «Hay una divinidad que da forma a nuestros fines, por toscamente desbastados que los queramos». Ésa era una respuesta que venía como anillo al dedo.

Yo jamás había oído hablar de Shakespeare, ni sabía nada del destino, cuando fui a la escuela por primera vez, a la edad de cinco años, en California. El aula estaba próxima a un bosque de mástiles de yates, y mientras los otros chicos gastaban lápices dibujando automóviles, aviones, flores o a su tío Harry con grandes gafas, yo sólo dibujaba buques llenos de portillas, veleros de altos palos, botes, velas mayores hinchadas por el viento, mesanas, estays, foques y cangrejas. Luego, cuando cumplí los diez años, y harto ya de hacer deberes en casa, insistí a mi padre para que me diera una dinga de ocho pies, muy zarandeada, pero bonita. Vivíamos entonces en Morro Bay, una de las ciudades costeras más atractivas de California. El día en que fue botada al agua mi padre me dijo que me iba a enseñar a navegar. Él estaba muy enterado, porque la noche antes se había leído un manual titulado «Cómo manejar un pequeño bote». Nos alejamos hasta casi dos kilómetros de la costa y él me instruyó sobre los peligros de cambiar la escota de una vela de cuchillo cuando se navega en popa y de un falso viraje (página 16 del manual). Pero apenas si había bajado su dedo cuando el bote viró y los dos nos caímos al agua.

Pero ¡cuánto amaba yo aquel pequeño bote! Cada día, al salir de la escuela, mi hermano Michael salía apresuradamente hacia el patio trasero de mi casa, en busca de su calesín; pero yo iba corriendo hasta el pequeño desembarcadero de madera que había más allá del cañaveral cercano a nuestra casa. Navegar significaba ya para mí mucho más que «perder el tiempo con el bote» como decían los vecinos. Era una oportunidad de escapar a las pizarras y al olor a desinfectante de los lavabos del colegio, de las sumas y restas que nunca coincidían con los resultados que tenía el maestro, de pronunciar palabras como seize y fulfill y de la pequeña liga de béisbol. Era la oportunidad de estar a solas y de ser tan libre por un rato como las gaviotas que planeaban alrededor de Morro Rock.

Una noche, cuando yo debía de haber estado dormido, pude oír a mis padres que hablaban de mí, pues su voz me llegaba a lo largo del pasillo desde la sala.

—Me preocupa que a nuestro hijo le guste tanto estar a solas —dijo mi madre—. Necesita tener compañía, algunos amigos. ¿Y si pidiéramos a Stephen o David que se vinieran con nosotros para las vacaciones?

¿Yo un solitario? ¿Era en realidad diferente? Tenía amigos; pero me gustaba estar a solas, y un bote me daba la oportunidad de alejarme de la gente.

¿Era yo diferente sólo porque la Historia no me gustase y en cambio me gustaran los botes? Quizá la afición a navegar viene en los genes. Diez años antes de que yo naciera, mi padre y su hermano empezaron a construir un bote de nueve metros, con el que pensaban dar la vuelta al mundo. Ya tenían el casco terminado y estaban empezando a estudiar los mapas de Polinesia, cuando los periódicos, con grandes titulares, dieron cuenta del ataque japonés a Pearl Harbour. Cuando yo tenía trece años mi padre aún seguía con la idea de realizar el sueño de su juventud; o al menos parte del mismo. Le había ido muy bien con su negocio de construcción de casas y compraventa de fincas. Un día, él me llevó a la marina de Long Beach, y al pasar junto a un queche de doce metros, que tenía clavado un letrero de «se vende» en la popa, yo me arrastré bajo la verde lona. Cuando mi padre me llamó yo le invité a que trepara a bordo. No sé si fue en aquel momento cuando mi padre decidió comprar el Golden Hind; pero unos días más tarde dijo a la familia que había vendido su negocio y que todos íbamos a navegar por los Mares del Sur.

Mi padre es un hombre reposado, firme, y por su aspecto no tiene nada del tipo del aventurero, así que su decisión, considerada superficialmente, no pareció propia de su carácter. De todos modos, a la edad de trece años yo no iba a analizar sus motivos o su personalidad (aunque creo que mi madre sí lo hizo). Para mí la perspectiva de perder de vista la escuela durante un año y de navegar más allá de aquel horizonte me pareció estupenda.

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