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Cook Jimena - El Caballero De La Peregrina

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Cook Jimena El Caballero De La Peregrina

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EL CABALLERO DE LA PEREGRINA

Jimena Cook

1 edición enero 2016 2016 by Jimena Cook Ediciones B S A 2016 - photo 1

1.ª edición: enero, 2016

© 2016 by Jimena Cook

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-246-2

Maquetación ebook: Caurina.com

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright , la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Contenido

PRÓLOGO

Notaba su respiración muy próxima a mí, cada vez era menos la distancia entre ambos. Los pantalones y mi capa de peregrino, ahora mojados por la humedad del suelo después de la lluvia, pesaban mucho y me dificultaban cada uno de mis movimientos. Miraba por encima del hombro y veía a aquel hombre, fuerte, alto, persiguiéndome ágil y velozmente. Él gritaba, pero no lograba entender lo que decía.

Mi corazón latía acelerado. Los largos mechones rizados me tapaban los ojos y hacía verdaderos esfuerzos para que aquello no volviese a suceder, sujetaba muy fuerte la capucha de mi capa para que mi larga melena, recogida ahora en una coleta, no desvelase mi imagen de mujer.

Estaba tras de mí, me agarró fuerte del brazo, lo que obligó a detenerme, pero no me daba por vencida, iba a seguir luchando hasta el final. Me asió los antebrazos y le propiné una patada en la espinilla, intuí que aquello le enfureció; acto seguido, con su mano recia y ancha, sujetó mis dos muñecas, y con el otro brazo rodeó con fuerza mi cintura, me atrajo hacia él, retrocedí, y aquel movimiento me llevó a pisar la capa y caer al suelo arrastrando a aquel hombre conmigo.

Me fijé en su rostro moreno y bello, era un hombre muy atractivo, y aquello me hacía sentir débil frente a él. Sus grandes ojos verdes me miraban fijamente, proyectaban odio o, al menos, eso era lo que yo creí ver en ellos. Su cuerpo corpulento me aprisionaba, me hacía daño y apenas me permitía respirar, estaba atrapada, sabía que ya no había escapatoria. Mi orgullo estaba herido.

Logró inmovilizarme, y cuando ya se vio el ganador de aquella pelea, levantó su rostro, todavía acalorado de la lucha y la persecución, fijó sus bonitos ojos en mí. Por un instante deseé que me besara, sus labios estaban tan próximos a los míos que prácticamente me acariciaban. No lo hizo, él pensaba que era un muchacho que ahora le pertenecía.

—¡No lo vuelvas a hacer! —gritó—. ¡La próxima vez no seré yo el que te persiga!

Se incorporó de un salto, desde mi posición, me sentía insignificante, diminuta ante un hombre con esa envergadura, fuertes brazos, ancha espalda, musculadas piernas y una gran estatura. Cogió mi mano y me levantó del suelo, sujetó con firmeza ésta, me hacía daño, pero mi altivez me impedía protestar ante aquel hombre, no estaba dispuesta a que viese un ápice de debilidad en mí.

CAPITULO I

La huida

Aquella mañana me desperté muy temprano, era mi décimo noveno cumpleaños e intuía que no sería el mejor día de mi vida. Mi padre me había adelantado la tarde anterior sus intenciones de anunciar, durante el baile que tendría lugar esa noche, mi compromiso con el Almirante portugués Acurcio, gran amigo de este, compañero inseparable de batallas y poseedor de riquezas y prestigio frente a la corona de Castilla en Portugal. La noticia provocó que me revelase contra él.

—¡No pienso casarme! —le dije enojada.

—¡Sí, María!, ¡te vas a casar con el hombre que yo te ordene! —Me miró furioso.

—¡Mamá nunca lo hubiese permitido! —le respondí mientras se me saltaban las lágrimas.

—Tu madre siempre obedeció a su padre, al igual que tú tienes que hacerlo. —Hubo una pausa—. Mañana anunciaré tu compromiso en el baile. Se lo he prometido. Le debo un favor. Además, eso beneficia a tu familia, nos fortalece. —Dicho esto se marchó.

No podía dar crédito a todo lo que me estaba sucediendo, mi vida se desmoronaba de la noche a la mañana. Ese hombre, con el que mi padre quería casarme, era su fiel reflejo: mujeriego, agresivo, dominante y de la misma edad que él, no podía soportar la idea de tener que pasar una noche con aquel ser despreciable.

Mi padre nunca había sido un buen esposo, yo había escuchado muchas noches llorar a mi madre en silencio por culpa de él, le había visto agredirla física y verbalmente. Al morir esta, mi hermano Juan y yo sentimos un gran vacío en nuestras vidas, mi padre nunca se había interesado por nosotros, es más, éramos un obstáculo para él, ya que cada vez que pasaba la noche en cama ajena tenía que mirarnos a la cara al día siguiente y justificar su ausencia. Juan y yo nos refugiamos en el cariño de nuestra tata Ana, ella siempre había estado a nuestro lado y, en esos momentos tan tristes, nos dio todo su amor.

Todavía no había podido contárselo a Ana ni a mi hermano, apenas había dormido aquella noche. Me miré en el espejo y me asusté al ver reflejado en este un rostro demacrado, con la presencia marcada de las señales del cansancio. Las lágrimas empezaron a recorrer mis mejillas, «este no puede ser mi destino», pensé. Me dirigí hacia el balcón y salí a tomar aire, me ahogaba, respiré hondo y fijé mi mirada en los grandes cañones que protegían el río Lobos, a pesar de la lejanía, se distinguía su fortaleza y la majestuosidad de aquella naturaleza soriana. Numerosos peregrinos recorrían estas tierras para llegar a los cañones y, así, poder avanzar hacia Compostela, Fisterra, para posteriormente, muchos de ellos, embarcar a las cruzadas dirección Jerusalén.

Levanté mi vista al cielo y allí estaba ella, el águila imperial que surcaba los valles, laderas, montes de mi tierra, «así quiero ser yo, libre como tú, dueña de mi propia vida», pensé. En aquel pequeño instante tomé una determinación, me escaparía, no estaba dispuesta a que forzasen mi propio destino, mi madre siempre me repitió que nunca debía dejar que un hombre tomase las decisiones por mí, y así lo haría. Recordé aquella noche antes de que ella muriese, estaba muy pálida, tumbada en la cama, apenas se pudo incorporar al verme, llevaba algo en la mano, lo encerraba en ese momento en su puño ante mi mirada curiosa.

—¡María! —dijo con voz débil—, prométeme que siempre protegerás tu honor, tus raíces.

—¿Por qué me dices eso, mamá? —la voz se me entrecortaba y las lágrimas empezaron a recorrer mi rostro.

—¡Prométemelo! —insistió.

—Te lo prometo —respondí.

Sonrió. Su mirada estaba perdida, sabía que quería decirme algo que para ella era de suma importancia.

—¡Ven! ¡Acércate! —Me señaló con su mano un hueco en su cama muy próximo a ella.

—¿Qué te pasa, mamá? Estás muy rara —le pregunté.

—Tú sabes que yo vivía en León, en la casa donde reside la tía Isabel. —Asentí. Muchos veranos habíamos ido mi hermano y yo con mi madre a ver a mi tía y pasar los tres meses estivales con ella—. ¿Te acuerdas cuando viste hace mucho tiempo al abuelo con una capa blanca y un estandarte que llevaban impresos una insignia?

—Sí, lo recuerdo, primero se lo vi al abuelo y luego a otros muchos caballeros que se reunían allí, hasta tú tenías una capa igual. Yo quería tener una, recuerdo cómo me gustaba. —Ambas nos reímos.

—Pues esa capa representa los orígenes de tu familia. Esa insignia es una cruz, simula una espada con forma de flor de lis en la empuñadura y en los brazos. La flor representa el honor, la espada el carácter caballeresco del apóstol Santiago, ya que fue decapitado con una daga.

—¿Qué estás queriendo decirme, mamá? No entiendo nada. —No comprendía el porqué de aquellas explicaciones.

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