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Fernando Garrido Polonio - Nieve roja

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Fernando Garrido Polonio Nieve roja

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MIGUEL ANGEL Y FERNANDO GARRIDO POLONIO fundaron y coordinan la Asociación de - photo 1

MIGUEL ANGEL Y FERNANDO GARRIDO POLONIO fundaron y coordinan la Asociación de Familiares de Desaparecidos en Rusia, y prosiguen con su campaña de búsqueda y repatriación de los restos de los soldados españoles muertos durante la Segunda Guerra Mundial en los campos de batalla rusos.

Título original: Nieve roja

Fernando Garrido Polonio & Miguel Ángel Garrido Polonio, 2002

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.1

Mariano Polonio vecino de Domingo Pérez un pequeño pueblo de Toledo y - photo 2

Mariano Polonio, vecino de Domingo Pérez (un pequeño pueblo de Toledo) y voluntario de la División Azul desde que se abren los primeros «banderines de enganche», es uno de esos muertos perdidos en el frente ruso. Se alista con apenas veinte años, cuando sus hermanos son aún pequeños. Muere en mayo de 1942.

Los hermanos Garrido, sobrinos del valiente soldado Mariano, prometen a la abuela que encontrarán el cadáver y lo traerán a su pueblo, a la tierra que le ha visto nacer. A partir de esa promesa adolescente comienza nuestra historia. Miguel Ángel y Fernando se enfrentan con los recelos y la incomprensión de los excombatientes, primero, y con la desinformación más absoluta después (hay numerosos cementerios españoles en el frente ruso, pero también hay muchas fosas comunes). Más tarde, un prosaico cruce de intereses entre varias asociaciones internacionales encargadas de recuperar cadáveres (amparadas por el desinterés y la pasividad de las instituciones españolas) convierten su búsqueda en una dificilísima campaña contra la sinrazón y la apatía.

Fernando Garrido Polonio Miguel Ángel Garrido Polonio Nieve roja Españoles - photo 3

Fernando Garrido Polonio & Miguel Ángel Garrido Polonio

Nieve roja

Españoles desaparecidos en el Frente Ruso

ePub r1.0

Titivillus 26.05.2019

PRÓLOGO

UNA MAÑANA DE MARZO DEL 99 ME LLAMÓ MI PRIMO CURRO. Su mujer había oído hablar por la radio de unos muchachos de Toledo que aseguraban haber localizado en Rusia las tumbas abandonadas de los voluntarios españoles de la División 250, aquí llamada «División Azul». Ni Curro ni yo habíamos conocido a su padre —mi tío—, un joven abogado de Valverde del Camino, en el Andévalo onubense, que acabó la Guerra Civil como teniente del bando franquista y se las vio y deseó para mantenerse limpio de miserias en aquel mísero ambiente dentro del cual los hasta entonces señoritos de la retaguardia ejercían ahora de verdugos entre el terror de muchos y la complacencia de algunos. Al teniente Marín lo enviaron a Ayamonte, la última ciudad de España en la frontera del Algarve portugués, como juez militar, donde se encontraría un ambiente atroz de represión y simple represalia que, al parecer, lo determinó a escapar de la paz a través de la guerra, enrolándose en aquella División que andaba organizándose.

Un libro reciente sobre la represión en la ciudad, escrito con mano firme por un historiador, lo retrata en el gesto, ciertamente noble, de exculpar a unos condenados de antemano por la cerrilidad fascista y hasta logrando que el implacable tribunalillo provincial se rindiera ante su ecuánime instrucción del sumario. Luego, enseguida, se iría a Rusia para caer en uno de los primeros combates en la orilla del Volchov, el río de Novgorod —primitiva capital del país— que desemboca, un poco más abajo, en el lago Ilmen. Yo he visto, en el paisaje más apacible que se pueda imaginar, la tumba de guerra donde aquel muchacho atrapado por la historia y sus locuras, ha descansado más de medio siglo, en un cementerio explicablemente injuriado por los campesinos, pero aún intacto. Y he visto a Curro, su hijo desconocido, arrodillarse ante esa tumba y recoger fervorosamente un puñado de tierra. Creo que nunca como en ese momento vislumbré el enorme e imprevisible alcance del amor filial o, si se prefiere, de ese mito señalado que sobre él han tejido los hombres.

Supongo que carece de sentido enjuiciar desde estas paces aquellas guerras o medir con nuestro rasero ideológico las razones y sinrazones que movieron a aquellos hombres a abrazar una contienda semejante. Hoy sabemos lo poco que a Hitler y su Estado Mayor le importaba una División testimonial que hubo de ir a pie al frente y a la que los nazis llamaban despectivamente, sin duda desde la ignorancia que potencia el fanatismo, los «gitanos». Toda una mitología menor sobre la aventura abrumó a mi generación disfrazando de odisea lo que no fue sino una argucia política y un colosal disparate militar, sin que en ella falten firmas luego rescatadas por los sectores más democráticos de las nuevas generaciones.

No me olvido de los panfletos (alguno llevado al cine por aquellos años), pero tampoco de los poemas que el querido Dionisio Ridruejo —uno de los espíritus más finos y dignos que soportaron la dictadura que él mismo ayudó a instaurar— dedicó a sus vivencias divisionarias en su libro A orillas del Neva. Ni de otros muchos que para qué traer ahora a colación. No se ven las cosas igual un día que veinte o cuarenta o sesenta años después. Recorriendo los campos de batalla de aquel verano del 99, pensaba uno en estas evidencias que durante tantos años nos impidieron ver quizá otros fanatismos. Pero la Historia acaba reescribiéndose sola, en no pocas ocasiones, sobre el palimpsesto borrado en el que antes campearon otras versiones apasionadas.

Lo que han hecho durante estos años Fernando y Miguel Ángel Garrido constituye una admirable lección de imparcialidad histórica. Desde luego ninguno de los dos ignora lo que significó la División Azul, ni el uso simbólico y práctico que de ella hicieron algunos sectores ultraintegristas del fascismo español ¡Si hasta han debido sufrir sus últimos coletazos en propia carne! Pero yo no sé si admirar en ellos más esa actitud de noble independencia o su prodigiosa tarea como los auténticos expertos en arqueología funeraria que han llegado a ser. Una promesa lejana hecha a su abuela, que como la mía, arrastró hasta el final de su vida la tristeza de imaginar una tumba ignorada para el hijo perdido, hizo que aquellos dos jóvenes se entregaran con entusiasmo a un trabajo desalentador —doy fe— que lo mismo los obligaría a investigar en los archivos militares que a templar gaitas con los detentadores de una imaginaria legitimidad heredada de la dictadura, o a vérselas con la burocracia castrense, por un lado, y con la desvergüenza de las funerarias internacionales por otro. Y todo estaba por hacer en el enorme desafío. Había que planear primero toda una campaña, localizar los cementerios luego, conseguir, en fin, que la, al parecer, todopoderosa funeraria alemana Volksbund se dignara entregar uno a uno los restos tan laboriosamente identificados pero por cuya custodia, al menos teórica, cobraba una pingüe partida al Ministerio de Defensa.

Pues bien, yo he recorrido con ellos, como digo, los campos de batalla, he imaginado, paseando por los canales de San Petersburgo, la legendaria tragedia de la ciudad asediada, he pisado sobrecogido las tumbas hundidas bajo la hierba espesa en Mestelewo o Novgorod, en Chutiny y Krasni Bor, un macabro laberinto, apacible a fuerza de años, por el que ellos se movían como Teseo por el suyo, pendientes siempre de la hebra fragilísima ahilada por ellos mismos. Y ello me dio ocasión de vivir esa experiencia suprema de amor filial, o de la fidelidad fraterna o hasta de la devoción del nieto y el sobrino imbuidos en la leyenda por el culto familiar, nombres y rostros amigos que en este libro tan serenamente escrito irán desfilando uno a uno, alegres ante el éxito de la aventura unas veces, abatidos frente a la estólida frialdad de la burocracia otras, constantes siempre ante ese objetivo de la piedad filial sacralizado por ellos como compromiso absoluto. ¿Por qué se busca a un padre?, ¿qué mueve a un hermano, a un sobrino, a un lejano nieto a embarcarse en el último capítulo de una guerra olvidada, incluso a pelear contra viento y marea con tal de enterrar con dignidad al deudo perdido? No me interesa tanto la respuesta psicologista a tal pregunta como el espectáculo mismo de la piedad familiar, y puedo decir que, en ese sentido, Fernando y Miguel Ángel Garrido no saben acaso la envergadura y el valor moral del vendaval que acabaron levantando.

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