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Principios de julio de 1816
Castillo de Crowhurst, Cornualles
—¿Cómo diablos estropearon el molino? —Gervase Tregarth, sexto conde de Crowhurst, paseaba nervioso frente a la chimenea, en el elegante salón del castillo de Crowhurst. La exasperación de un hombre empujado hasta los límites de la frustración teñía su rostro, su tono y cada zancada de sus largas piernas—. ¿Y tengo que suponer que también estaban detrás de todo lo demás? ¿Las vallas rotas, las embarcaciones dañadas, la confusión con el grano, el inexplicable tañido de las campanas de la iglesia a medianoche?
Se dio media vuelta y dirigió una mirada claramente interrogativa a su madrastra, Sybil, con sus duros ojos color avellana.
La mujer, sentada en el diván con un chal de seda sobre los hombros, lo miró a su vez con expresión vacía, como si no hubiera comprendido del todo lo que Gervase quería decir, aunque éste sabía que no era así. En realidad, Sybil estaba pensando cómo responderle, porque era consciente de que él estaba a punto de perder los estribos y prefería evitarlo.
Gervase entornó aún más los ojos.
—Fueron ellas, ¿no? Por supuesto que fueron ellas.
Su voz se había convertido en un gruñido; los últimos meses de inútiles viajes a Londres para ser reclamado de nuevo desde Cornualles al cabo de pocos días para que solucionara alguna inexplicable calamidad, pasaron por su mente crispándole aún más los nervios.
—¿Qué demonios creen que están haciendo?
No gritó, pero la fuerza que había tras sus palabras bastaría para hacer zozobrar a una mujer más fuerte que Sybil. Gervase tomó aire e intentó reprimir la furia que brotaba en su interior. Con «ellas» se refería a sus tres hermanastras, las hijas de Sybil, que, en los últimos tiempos, se habían convertido en su cruz.
Belinda, Annabel y Jane habían salido a su padre, igual que Gervase, razón por la cual Sybil, la dulce y afable Sybil, rubia y delicada, era totalmente incapaz de controlarlas o comprenderlas. Las tres eran más inteligentes, astutas y agudas que ella. También más enérgicas, atrevidas y extrovertidas, en definitiva, más seguras de sí mismas.
Gervase, por su parte, tenía un carácter similar al de las tres chicas, por lo que siempre habían estado muy unidos. Como todas adoraban a su único hermano mayor, él se había acostumbrado a que estuvieran de su lado. O al menos a que actuaran siguiendo una especie de lógica propia de los Tregarth que él podía comprender.
Pero al parecer, en los últimos seis meses habían pasado de ser las adorables, aunque traviesas, chicas descaradas y bulliciosas a las que quería tanto, a unas arpías inspiradas por el demonio, cuyo principal objetivo en la vida era volverlo loco.
Su última pregunta había sido retórica. Si él no podía comprender qué había empujado a sus queridas hermanas a perpetrar aquellos seis meses de tumultos y sobresaltos, no creía que Sybil pudiera hacerlo.
Sin embargo, para su sorpresa, la dulce mujer bajó la vista y jugó con los flecos de su chal.
—En realidad... —alargó la palabra y luego lo miró—, creo que es por lo que les sucedió a las chicas Hardesty.
—¿Las chicas Hardesty? —Gervase se detuvo y frunció el cejo, mientras se esforzaba por situarlas—. ¿Las Hardesty de Helston Grange?
Sybil asintió.
—Robert Hardesty, lord Hardesty ahora que su padre ha fallecido, se fue a Londres en setiembre y regresó con una esposa.
El recuerdo que Gervase tenía de Robert Hardesty era el de un inmaduro muchacho, pero esa imagen databa de más de doce años atrás.
—Robert debe de tener... ¿cuántos? ¿Veinticinco años?
—Veintiséis, creo.
—Un poquito joven para el matrimonio quizá. Aunque si, como supongo, tiene que darles una posición a sus hermanas, una esposa parece una incorporación razonable a su hogar. —El futuro de sus propias hermanas era una de las muchas razones por las que él mismo se sentía obligado a casarse. Gervase intentó recordar a las chicas Hardesty, pero sin resultado—. Sus hermanas son más o menos de la edad de Belinda, ¿no?
—Uno y dos años más, dieciocho y diecisiete. Todo el mundo pensaba que Melissa y Katherine serían presentadas en sociedad esta pasada Temporada y que, al casarse Robert... Bueno, todos imaginamos que la nueva lady Hardesty, una joven viuda de Londres de la que se dice que es toda una belleza, se haría cargo de ellas.
Por su tono, quedó claro que las expectativas generales no se habían cumplido.
—¿Qué sucedió?
—Robert trajo a su dama a casa justo antes de Navidad. —Sus rosáceos y delicados labios esbozaron un gesto de severa desaprobación—. En enero, con la nieve aún bloqueando los caminos, Robert envió a Melissa y Katherine a visitar a su tía en York. Al parecer, su nueva esposa deseaba disponer de tiempo para adaptarse a su nueva vida, sin la distracción de tener que ocuparse de las chicas. Sin embargo, estamos ya en julio y las jóvenes siguen en York. Entretanto, lady Hardesty ha pasado la Temporada en Londres y ha regresado a Helston Grange hace una semana, acompañada de un grupo de amigos londinenses. Tengo entendido que le ha dicho a Robert que no sería prudente que las chicas regresaran a casa con tantos caballeros de la ciudad alojados bajo su techo.
Gervase se quedó de pie ante la chimenea, mirando fijamente a Sybil mientras buscaba la conexión implícita. Al fin, parpadeó.
—Debo entender... —Levantó la cabeza y clavó la vista más allá de donde se encontraba su madrastra, mientras intentaba ver la historia de los Hardesty desde la perspectiva de sus hermanas—. No puede ser que estén equiparándome a Robert Hardesty.
Su tono dejaba claro que le parecía inconcebible. Volvió a mirar a Sybil, cuyos ojos se abrieron como platos.
—Bueno, por supuesto que sí, querido. Los paralelismos son bastante obvios.
Él sintió que se le endurecían las facciones.
—No. No lo son. —Hizo una pausa y luego gruñó—. ¡Dios santo! No pueden imaginar en serio que...
Se interrumpió y miró hacia la puerta cuando ésta se abrió para dar paso a sus hermanastras. Las había hecho llamar en el mismo instante en que había entrado, furioso, en el vestíbulo principal, después de que Gregson, el alguacil local, hubiera ido a su encuentro en el patio central del castillo con la noticia de que habían visto a las tres chicas alejándose a hurtadillas del molino poco después de medianoche. Posteriormente, se había descubierto que éste ya no funcionaba y, a pesar de los esfuerzos del molinero, seguía estropeado.
Tras la serie de extraños incidentes que habían asolado la propiedad durante los últimos seis meses, Gervase y Gregson habían establecido una vigilancia secreta. Pero las últimas personas a las que esperaban atrapar con las manos en la masa eran las tres jovencitas que entraban en ese momento en la estancia.
Belinda, la mayor, encabezaba la pequeña comitiva. Con dieciséis años, ya era más alta que Sybil y prometía hacer que los caballeros volvieran la cabeza a su paso, con aquel lustroso pelo castaño claro y sus largas piernas. Pero a juzgar por la expresión de su rostro en forma de corazón, también era evidente que daría mucho que hacer a cualquier hombre. Una desafiante determinación rezumaba por todos sus poros y brillaba en sus ojos color avellana.
Cuando se detuvo detrás del diván, frente a Gervase, alzó la cabeza y respondió a su dura mirada con la testarudez tan característica de los Tregarth.